sábado, 24 de octubre de 2009

cuarto cuento

ARGUMENTO
Cinco historias de amor y seducción sacudidas
por lo sobrenatural. Vampiros exterminadores,
ángeles contra demonios... todo tipo de seres
fantásticos que se aliarán en este volumen para
convertir los bailes de fin de curso en algo...
inolvidable.


VERDADES
Michele Jaffe
—Siento que no sea un final demasiado novelesco —dijo el hombre que la estaba
estrangulando con ambas manos, sonriendo y mirándola.
—Ya que vas a asesinarme, ¿te importaría acabar de una vez? Está siendo
desagradable.
—¿Te refieres a lo que te hago con las manos? ¿O tiene que ver con la sensación de
que fracasas...
—No estoy fracasando.
—… una vez más?
Ella le escupió en la cara.
—Sigues teniendo agallas. Eso es lo que admiro de ti. Creo que tú y yo habríamos
llegado lejos, pero, por desgracia, ya no hay tiempo para eso.
Ella presentó batalla una última ocasión, arañándole las manos con que le
atenazaba el cuello, los antebrazos, cualquier parte de su cuerpo, pero él no se
inmutó. Desesperanzada, dejó caer las manos.
Él se le acercó tanto que ella pudo olerle el aliento.
—¿Unas últimas palabras?
—Pues sí: Listerine contra el mal aliento. Te hace mucha falta.
El se rió y le presionó el gaznate hasta que se le cruzaron las manos.
—Adiós.
Por un segundo, ella sintió que la mirada de su ejecutor le quemaba los ojos.
Después, oyó un fuerte chasquido y, mientras las tinieblas la envolvían, notó que se
desplomaba.
Antología Noches de baile en le infierno
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OCHO HORAS ANTES
Las chicas sexis saben que el silencio puede ser oro puro... aunque sólo durante
cuatro segundos. Si se alarga más, entonces es que no vas por el buen camino —leyó
Miranda, frunciendo el entrecejo—. Si notas que el tiempo se te escapa de las manos,
¡hazle una oferta! Un simple "¿Te apetecen unos frutos secos?" acompañado de una
sonrisa servirá para romper el hielo en un segundo. Recuerda: «estar sexy es ser
sexy.»
Con profunda desconfianza, Miranda estaba leyendo las primeras páginas de
Cómo conseguir un chico ¡y besarlo!
Apoyada en el costado de la limusina de color negro aparcada en la zona de carga
y descarga del aeropuerto municipal de Santa Bárbara, una tarde de junio, recordó la
emoción que le había provocado encontrar aquel libro en la librería. Parecía el sueño
de vivir felices y comer perdices convertido en libro —¿quién no querría aprender
«los cinco gestos faciales que te cambiarán la vida» o «los secretos del tantra de la
lengua que sólo los expertos conocen»?—, pero, tras haber hecho todos los ejercicios,
no estaba demasiado convencida del poder transformador de la Sonrisa Encantadora
ni de pasarse media hora al día chupando una uva. No era la primera vez que un
libro de autoayuda le salía rana —No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy y Haz
una amistad verdadera habían sido auténticos fracasos— y, sin embargo, en aquella
ocasión le resultó deprimente, dadas las grandes esperanzas que le había inspirado
en un principio. Otro motivo consistía en que, como su mejor amiga, Kenzi, había
observado hacía poco, cualquier estudiante de último curso del instituto que
pretendiese ligar del mismo modo que Miranda, estaba pidiendo ayuda a gritos.
Lo intentó con otro pasaje. «Plantéale una de sus preguntas eligiendo otras
palabras y añadiéndole el toque de insinuación que da levantar una ceja. O, mejor
aún, ¡mete la directa y atrévete con una indirecta! Tú: "¿No estás mareado?". El: "No,
¿por qué?". Tú: "Porque te has pasado el día dándome vueltas en la cabeza". Si los
mareos no van contigo, prueba con lo siguiente; ¡nunca falla! Tú: "¿Llevas puesto el
pantalón de astronauta?". El: "¿Cómo?". Tú: "Es que tienes un culo que se sale de
órbita"...»
—Hola, señorita Kiss.
Antología Noches de baile en le infierno
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Miranda alzó la mirada y descubrió ante sus ojos la barbilla partida y la cara
bronceada del sargento Caleb Reynolds.
Debía de estar muy distraída para no haber oído los latidos de su corazón cuando
se le acercó. Eran inconfundibles, con un pequeño retintín al final semejante al del
un, dos, tres, chachachá (había aprendido el ritmo del chachachá en ¡Bailar es fácil!,
otra experiencia de autoayuda con final catastrófico). Seguro que iba a tener
problemas cardiacos al llegar a la vejez, pero, a sus veintidós años, dicho fenómeno
no parecía impedirle ir al gimnasio, a juzgar por sus pectorales, bíceps, hombros,
antebrazos, muñecas...
«Deja ya de mirar.»
Dado que sufría un ataque de Boca Atolondrada cada vez que intentaba hablar
con un chico guapo —y mucho peor aún si se trataba, como era el caso, del empleado
más joven de la oficina del sheriff de Santa Bárbara, individuo que sólo era cuatro
años mayor que ella, que iba a hacer surf todas las mañanas antes de ir a trabajar y
que era lo bastante sofisticado para llevar gafas de sol al anochecer—, dijo:
—Hola. ¿Sueles venir por aquí?
El frunció el ceño.
—No.
—Claro, ¿por qué ibas a venir? Yo tampoco vengo mucho. O, bueno, no tanto. Una
vez a la semana. En fin, no lo bastante como para saber dónde están los baños. ¡Ja, ja!
Pensó de inmediato, y no por primera vez, que en la vida todo el mundo debería
tener una trampilla por la que escabullirse. Es decir, una pequeña vía de escape por
la que desaparecer cada vez que hacías el ganso de un modo tan estrepitoso. O cada
vez que te salía un grano inesperado.
—¿Está bien el libro? —preguntó, quitándoselo de la mano para leer el subtítulo
en voz alta—. «Una guía para buenas chicas que (de vez en cuando) quieren ser
malas.»
Pero en la vida no había trampillas.
—Es para un trabajo del instituto. Deberes. Sobre, bueno, sobre rituales de
apareamiento.
—Creía que te gustaban más los de crímenes —le dedicó una de sus medias
sonrisas, pues una sonrisa de oreja a oreja hubiera sido impropia de él—. ¿Piensas
desbaratar algún otro atraco a un colmado?
Aquello había sido un error. No detener a los tipos que estaban asaltando el
veinticuatro horas de Ron, sino quedarse el tiempo suficiente para que los policías la
viesen. Por alguna razón, les había costado creer que se hubiese apoyado en la farola
y que ésta se hubiera caído sobre el coche de los ladrones, que aceleraba para salir al
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cruce. Era triste que la gente fuese tan suspicaz, sobre todo la que se dedicaba a la ley
y el orden. O la de la administración del instituto. Pero, desde entonces, Miranda
había aprendido mucho.
—Ahora sólo intervengo en un atraco al mes —dijo, con el deseo de que su actitud
fuera la de las chicas que están sexis y son sexis, que gastan bromas y no se
despeinan—. Ahora me dedico a lo de siempre: recoger vips en el aeropuerto.
Miranda percibió que el chachachá del corazón del sargento se aceleraba un poco.
A lo mejor lo de los vips le parecía interesante.
—Ese internado al que vas... ¿la Chatsworth Academy? ¿Te dejan salir del recinto
cada vez que te apetece o sólo algunos días?
—Las tardes de los miércoles y de los sábados, si estás en el último curso, porque
no hay clase —le explicó ella, y notó que el pulso de él se apuraba aún más.
¿Es que la iba a invitar a salir? No. Imposible. Imposible, imposible, imposible...
¡IMPOSIBLE! «¡Liga! —se ordenó a sí misma—. ¡Sonrisa Encantadora! ¡Di algo!
¡Cualquier cosa! ¡Sé sexy! ¡Ahora!»
—Y tú, ¿qué haces en tu tiempo libre? —le preguntó, reformulando su pregunta y
alzando la ceja que daba aquel toque de insinuación.
Él se quedó un tanto desconcertado.
—Yo siempre trabajo, señorita Kiss —repuso, muy formal.
«Por favor, reciban con un gran aplauso a Miranda, la diosa del amor, nuestra
nueva campeona de la estupidez del año», pensó ella.
—Claro —afirmó—. Igual que yo. O sea, siempre estoy llevando a clientes en el
coche o entrenando con el equipo. Soy una de las Bee Girls de Tony Bosun, ¿te suenan?
Es un equipo de roller derby. Por eso trabajo en esto —dijo, aporreando la
limusina cuando en realidad sólo pretendía señalarla—. Tienes que trabajar en la
empresa de Tony, 5Ds Luxury Transport, para que te admitan en el equipo. Los
partidos suelen jugarse los fines de semana, pero entrenamos los miércoles y, de vez
en cuando, algún otro día... —así chachareaba Boca Atolondrada.
—He visto jugar a las Bees. Pero el suyo es un equipo profesional, ¿me equivoco?
¿Permiten jugar a alguien de tu edad.
Miranda tragó saliva.
—Ah, pues claro. Sí, sí.
Él la miró por encima de la montura de sus gafas de sol.
—Vale, vale —corrigió—. Tuve que mentir para entrar en el equipo. Tony cree que
tengo veinte años. ¿No vas a decirle nada, verdad?
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—¿De verdad se ha tragado que tienes veinte?
—Necesitaba una nueva delantera.
El sargento profirió una risita sofocada.
—Así que tú eres la delantera. Pues se te da muy bien. Entiendo que haya hecho
una excepción contigo —volvió a observarla—. Nunca te habría reconocido.
—Bueno, ya sabes. Nos ponemos pelucas y máscaras, así que es difícil
distinguirnos.
Era una de las cosas que le gustaban del roller derby: el anonimato, que nadie
supiese quién eras ni cuál era tu nivel. La hacía sentirse invulnerable, segura. Nadie
podía señalarla y recriminarle... nada.
Reynolds se quitó las gafas para mirarla mejor.
—¿Así que te pones uno de esos conjuntos rojos, blancos y azules, con falda corta
y camiseta ceñida y sin mangas? Me gustaría verte alguna vez.
Sonrió mirándola a los ojos, y ella, con temblores en las rodillas, comenzó a
imaginárselo sin camisa y con un tarro de sirope de arce y un enorme...
—Ah, aquí está la señorita a quien estaba esperando —dijo—. Nos vemos —y se
alejó.
... montón de tortitas. Miranda lo vio acercarse a una mujer de unos veintitantos —
rubia y delgada, pero fibrosa—, abrazarla y darle un beso en el cuello. La clase de
mujer cuyos sujetadores tenían etiquetas en las que podía leerse: «Talla treinta y seis.
Absténganse mocosas». Le oyó decir, excitado: «Espera a que lleguemos a casa.
Tengo juguetes nuevos, increíbles, especiales para ti». Hablaba con voz ronca, y el
pulso se le había disparado.
Al pasar junto a Miranda, levantó la barbilla y dijo:
—No te metas en problemas.
—Lo mismo digo —repuso Boca Atolondrada.
De tan zopenca que se sentía, Miranda quiso darse de cabezazos con el techo del
coche. Había querido ensayar la Risita (expresión número cuatro del libro), pero
había obtenido la humillación.
Mientras la feliz pareja atravesaba el aparcamiento, oyó que la mujer le
preguntaba a Reynolds quién era ella, y él le respondió:
—Trabaja conduciendo esa limusina.
—¿Es chófer? —preguntó la mujer—. Pues parece una de esas niñas de Hawanan
Airlines con las que te gustaba salir, pero más joven. Y también más guapa. Ya sabes
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cómo te pones con las niñas guapas. ¿Estás seguro de que no tengo que preocuparme
por nada?
Miranda lo oyó reír y hablar con franco asombro.
—¿Ella? Vamos, nena. Es sólo una cría que va al instituto. Le gusto y nada más.
Confía en mí: no tienes que preocuparte por nada.
Y pensó: «Tram... pilla... ahora... por favor».
De vez en cuando, tener un superoído era un supersuplicio.
Miranda adoraba el aeropuerto de Santa Bárbara.
Con sus muros imitando el adobe, el fresco suelo de terracota, los extravagantes
azulejos azules y dorados, y las buganvillas, más parecía una de esas cantinas de
Acapulco que un edificio oficial. Como su tamaño era reducido, los aviones se
detenían en la propia pista y esperaban a que se les acercaran las escaleras. Una
cadena era lo único que separaba a quienes acababan de bajar del avión de los que
esperaban a alguien.
Tras sacar de la limusina el cartel de bienvenida, en el que leyó el nombre de la
persona que debía recoger —Cumean—, lo levantó para mostrárselo a los pasajeros
que estaban desembarcando. Mientras aguardaba, oyó a una mujer que estaba en un
Lexus todoterreno situado cuatro coches más allá hablando por teléfono: «Si se baja
del avión, la veré. Más le vale a ése tener el talonario preparado». Luego, inclinó la
cabeza para escuchar el chupeteo de un caracol que reptaba a través de los
recalentados adoquines hacia unas hojas de hiedra.
Todavía recordaba el momento en que se había dado cuenta de que no todo el
mundo oía los sonidos que ella podía oír, que ella no era normal. Había transcurrido
la mitad del séptimo curso en el colegio Saint Bartolomeo —marcada por la
proyección del vídeo Tu cuerpo está cambiando: la feminidad— y estaba pasmada con la
cantidad de cambios de los que no se hablaba, como las aceleraciones descontroladas,
los objetos que se aplastaban sin motivo cuando iba a cogerlos, golpearse la cabeza
con el techo del gimnasio cuando saltaba con los brazos en cruz o la repentina
capacidad para distinguir las partículas de polvo en la ropa de la gente. Sin embargo,
desde que la hermana Anna le respondió a todas sus preguntas con un «Déjate de
bromas, niña», Miranda había concluido que la película pasaba por alto aquellas
cosas por considerarlas obvias. Pero cuando trató de ganarse las simpatías de Johnnie
Voight avisándole de que no debía volver a copiarle a Cynthia Riley ya que, a juzgar
por el ruido que hacía el lápiz de ésta, sentada cinco filas más allá, erraba todas las
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respuestas, Miranda había comprendido hasta qué punto era diferente de los demás.
En lugar de arrodillarse frente a ella para adorarla como a una diosa, Johnnie le había
dicho que era un bicho raro, una bruja entrometida, y después había querido pegarle.
Así había advertido lo peligrosos que eran sus poderes, que podían convertirla en
una paria. Y también que los chicos de su edad no encontraban atractivo y ni siquiera
beneficioso que ella los superase en fuerza física. La administración del colegio, por
cierto, era de la misma opinión.
Desde entonces, se había convertido en una experta en pasar desapercibida, en ser
cuidadosa. Dominaba sus poderes. O eso había creído hasta que, hacía seis meses...
Miranda se deshizo de aquel recuerdo y se concentró en la gente que pululaba por
el aeropuerto. En su trabajo. Vio a una niñita rubia con tirabuzones a hombros de su
padre, que, al ver a una mujer que iba hacia ella, gritó: «¡Mami, mami, te he echado
de menos!».
Observó a la feliz familia abrazarse y se sintió como si le hubieran dado un
puñetazo en el estómago. Una de las ventajas de estar en un internado, pensó
Miranda, consistía en que nadie la invitaba a ir a la casa familiar, nunca veía a sus
compañeros en su entorno doméstico, desayunando con sus padres. Por alguna
razón, siempre que pensaba en familias felices de verdad, las imaginaba
desayunando.
Aparte de que la gente con una familia normal no iba a Chatsworth Academy, «la
mejor experiencia educativa integral del sur de California». O, como a Miranda le
gustaba decir, el Almacén Infantil, el lugar en que los padres (en su caso, los tutores)
dejan en depósito a sus hijos hasta que les convenga.
Todo ello con la posible excepción de su compañera de habitación, Kenzi Chin.
Vivían juntas desde hacía cuatro años, que casi era más tiempo del que Miranda
hubiese convivido con nadie. Kenzi procedía de una de esas familias perfectas que se
juntan a la hora del desayuno, tenía una piel perfecta, notas perfectas y todo perfecto,
y de no ser porque, además, le ofrecía una amistad sincera y sentida —y también, un
poquito alocada—, Miranda habría tenido que odiarla.
Lo demostraba lo ocurrido aquel mismo mediodía, cuando Miranda entró en la
habitación que compartían y se la había encontrado encima de la cama, vestida tan
sólo con ropa interior y con el cuerpo untado en un barro reseco y verdoso.
—Voy a tener que pasarme el resto de mi vida yendo a terapia para poder olvidar
esta imagen —le había dicho Miranda.
—Vas a tener que ir a terapia, sí, pero para digerir tu desastre familiar. Te voy a
dar material RS para que reflexiones un poco.
Kenzi sabía más de la historia familiar de Miranda que cualquier otra persona en
Chatsworth, casi toda ella inventada, por lo demás, a excepción de su carácter desasAntología
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troso. Aparte, era muy amiga de los acrónimos y siempre tenía uno en la punta de la
lengua.
Mientras dejaba caer el bolso y se tiraba sobre la cama, Miranda le preguntó:
—¿RS?
—Ropero selecto —respondió Kenzi, y agregó—: No puedo creer que no vengas al
baile. Siempre pensé que iríamos las dos juntas.
—No creo que eso vaya a hacerle mucha gracia a Beth. Ya sabes, encontrarse con
una carabina.
Beth era la novia de Kenzi.
—Ni una palabra sobre esa criatura —dijo, fingiendo un estremecimiento—. El
espectáculo de Beth y Kenzi ha quedado oficialmente anulado.
—¿Desde cuándo?
—¿Qué hora es?
—Las tres y treinta y cinco.
—Hace dos horas y seis minutos.
—Ah, o sea que hay tiempo para que solventéis vuestras diferencias antes de la
fiesta.
—Pues claro.
Las «anulaciones» de Kenzi tenían lugar una vez por semana y nunca duraban
más de cuatro horas. Opinaba que la tragedia de las rupturas y la emoción de las
reconciliaciones contribuían a preservar la frescura de la relación. Y, por algún
motivo extraño, su teoría parecía funcionar, puesto que Beth y ella eran la pareja más
feliz que Miranda conociera. Otra de las perfecciones de Kenzi.
—En cualquier caso, no cambies de tema. Creo que es un error que no vengas al
baile.
—Sí, apuesto a que voy a arrepentirme.
—Lo digo en serio.
—¿Por qué? ¿Dónde está el problema? Si consiste en bailar al ritmo de una
cancioncilla cutre, nada más. Ya sabes que soy una bailarina horrorosa y que es más
que probable que no se me permita salir a la pista delante del resto de la gente.
—Vamos, vamos. La movida no es cutre. Y, además, no se te da tan mal.
—Yo creo que Libby Geer no estaría de acuerdo contigo. Si pudiera hablar, claro.
—Da igual. No se trata sólo de un baile. Es un rito de tránsito, un momento en que
abandonamos nuestro estado actual para internarnos en el vasto mundo de los
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adultos en que vamos a convertirnos, deshaciéndonos de todas nuestras
inseguridades juveniles para...
—... emborracharnos, con suerte. Y dependiendo de lo que entiendas tú por
«suerte».
—Lo lamentarás si no vienes. ¿De verdad quieres crecer deprimida y llena de
resentimiento?
—¡Sí, ojalá! Además, tengo trabajo.
—LDS, vaya. Vuelves a excusarte con lo de tu trabajo. Seguro que puedes tomarte
libre la noche del sábado. Al menos, dime por qué no quieres venir.
Miranda adoptó la expresión Ojos Inocentes, indicada en el libro con el número
dos.
—No me mires como si fueses Mi Pequeño Poni. Escucha estas letras: WILL
—Ya, pues tú atiende a éstas: NO. Ah, y también a éstas: DEP.
Pero Kenzi, que era toda una maestra en ello, pasó olímpicamente de Miranda y
continuó insistiendo.
—Vale, es posible que Will tenga que ponerse unas vacunas o que hacerse unos
análisis después de haber estado con Ariel, pero no me puedo creer que te rindas de
este modo.
Will Javelin protagonizaba el noventa y ocho por ciento de los sueños de Miranda.
Había intentado olvidarse de él en cuanto supo que iba a la fiesta con Ariel —«Le he
puesto a mis nuevos pechos los nombres de las dos casas de campo de mi familia. Y
tu familia, ¿tiene casas de campo? Ah, claro, lo olvidaba. Eres huérfana»— West, hija
de los riquísimos dueños de la azucarera West, pero le resultaba casi imposible.
Para alejar el mal karma, Miranda dijo:
—Ariel no tiene nada de malo.
—Sí, en efecto, nada que un buen exorcismo no pueda curar —Kenzi saltó al suelo
y cogió su toalla—. Al menos, prométeme que vendrás después de la fiesta a la casa
de los padres de Sean, en la playa, ¿sí? Pensamos quedarnos por allí hasta que
amanezca. Tendrás oportunidad de hablar con Will fuera del colegio. Por cierto,
¿cuándo vas a contarme qué pasó entre vosotros dos aquella noche? ¿Por qué estás
tan BC en ese tema?
A Miranda no se le escaparon las siglas en aquella ocasión.
—No estoy en plan «boca cerrada» —dijo, estirando un brazo para ordenar unos
folios que estaban en la estantería, entre las camas de ambas.
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—Volvemos a las andadas. Ya estás haciéndote la santa ama de casa para evadirte
de la discusión.
—Puede ser —Miranda observó los papeles, que en realidad eran fotocopias de
artículos de periódico pertenecientes a los anteriores seis meses.
«Un misterioso buen samaritano detiene a un carterista y lo deja atado a una verja
con un yoyó», decía el más reciente. «Atraco frustrado: un testigo afirma que un
paquete de caramelos Pez salido de la nada hizo que el atracador perdiera su arma»,
rezaba otro, más antiguo. Un tercero, de hacía unos meses, narraba: «Asalto de una
tienda de comestibles frustrado por el derrumbamiento de una farola; dos
detenidos». Los ánimos de Miranda se resintieron.
Se dijo que sólo eran tres de los más o menos, doce incidentes en que había
tomado parte. Pero eso no hizo que se sintiera mejor. Nadie debía descubrir un hilo
conductor entre aquellos casos. Jamás.
El de la tienda veinticuatro horas había sido el primero. La niebla había entrado
desde el mar, y las farolas colmaban el aire de difusos halos. Miranda se dirigía en
coche hacia el entrenamiento de roller derby cuando oyó unos gritos en el interior del
establecimiento y... actuó. No sabía lo que hacía, como si fuese un sueño, pues era su
cuerpo el que tomaba las decisiones, el que preveía los movimientos de los
atracadores y descubría cómo detenerlos. Algo semejante al modo en que se recuerda
la letra de una canción que hace tiempo que no suena. Pero ella no sabía de dónde
procedía la canción.
Después, se había pasado tres días en la cama, ovillada y temblorosa, siguiendo la
última hora del incidente de la tienda. Le había dicho a Kenzi que tenía gripe, pero lo
que en verdad la aquejaba era el terror. Estaba aterrorizada por aquellos poderes que
no podía refrenar.
Aterrorizada, también, porque utilizarlos le había sentado muy bien. Pero que
muy bien. Como si hubiese salido al mundo por primera vez.
Aterrorizada, además, porque sabía lo que podría pasar si la gente se enteraba. Lo
que podía pasarle a ella. Ya...
Le enseñó las fotocopias a Kenzi.
—¿Qué haces tú con esto? —inquirió.
—Atención, la sargento Kiss ha entrado en el edificio —se mofó Kenzi, haciéndole
un saludo marcial—. Con el debido respeto, señora, va usted DMEP. No vas a
conseguir cambiar de tema por mucho que pongas esa voz de enfado.
DMEP significaba «de mal en peor». Miranda tuvo que reírse.
—Si quisiera cambiar de tema, soldado de pacotilla, diría que esa cosa que te has
puesto en el cuerpo está poniendo perdida la alfombrilla que el decorador de tu
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madre estuvo buscando en tres continentes porque, supuestamente, pertenecía a
Lucy Lawless. Sé sincera, ¿por qué diablos te interesa tanto el tema del crimen
callejero en Santa Bárbara?
Kenzi dejó de pisar la alfombrilla.
—No cualquier crimen callejero en Santa Bárbara, sino el crimen callejero
frustrado. Es para mi proyecto de periodismo. Hay quien dice que una fuerza mística
anda por ahí haciendo el bien. Quizá se trate de la mismísima Santa Bárbara.
—¿Y no puede deberse todo a una simple coincidencia? Los criminales son cada
vez más torpes.
—A la gente no le gustan las coincidencias. Tampoco es coincidencia que estés
intentando que hable de este tema para no tener que decirme qué ocurrió entre Will y
tú. Todo iba a pedir de boca y, de repente, estás aquí, de vuelta en la habitación.
Tirando por la borda una maravillosa velada romántica sólo por acompañarme.
—Ya te lo dije —gruñó Miranda—. No pasó nada. Nada.
Apoyada en la limusina mientras se desvanecían las últimas luces del día,
Miranda pensó que aquel «nada» no era exacto. Porque, en realidad, había sido peor
que nada. Will había adoptado aquella expresión, que basculaba entre el «tienes una
cosa verde entre los dientes» y el «he visto un fantasma», una mezcla de horror y,
bueno, horror, cuando ella, al fin, había logrado armarse de valor para...
Se le iluminó la bombilla. Los artículos de Kenzi eran de los jueves, e informaban
de lo ocurrido —de lo que ella había provocado— los miércoles.
Y rememoró sus palabras, que Caleb había oído: «Las tardes de los miércoles y los
sábados libres».
Pintaba mal. La cosa pintaba fatal. Iba a tener que andarse con ojo.
El Lexus todoterreno se puso en marcha y Miranda oyó, mezclada con el sonido
del aire acondicionado, la discusión que mantenía la pareja que iba en su interior. Al
volante, la mujer le gritaba a su marido —«¡No me mientas! ¡Sé que has estado con
ella!»— y pisaba el acelerador a fondo, y, entretanto, la niña de los tirabuzones y su
familia se disponían a cruzar el paso de cebra que estaba justo...
Más tarde, nadie supo decir qué había pasado exactamente. El coche iba directo
hacia la familia y su pequeña pero, un segundo después, se produjo un torbellino y la
niña y sus padres aparecieron en el bordillo, perplejos pero sanos y salvos.
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Mientras observaba al todoterreno alejarse, Miranda sintió la inyección de
adrenalina que siempre la invadía cada vez que actuaba sin pensar y salvaba a
alguien. Era adictivo como una droga.
Y peligroso como una droga, se recordó.
«Me parece que deberías comprarte un diccionario. Esto no es lo que "andarse con
ojo" significa.»
Pero no había sido para tanto. Tan sólo una voltereta y un pequeño empujón.
Nada que ver con una gran maniobra estratégica.
«No deberías haberlo hecho. Era demasiado arriesgado. No eres invisible,
¿sabías?»
Pero nadie se había percatado de nada. Todo en orden.
«Por esta vez.»
A Miranda le habría gustado saber si todo el mundo tenía una voz en la cabeza
que reproducía permanentemente el canal Autocrítica.
«De todas formas, ¿qué pretendes? ¿Te parece que puedes salvar a todo quisque?
¿Recuerdas que ni siquiera pudiste...?»
A callar.
—¿Perdona? —preguntó una voz de niña, y, asustada, Miranda se dio cuenta de
que estaba hablando a viva voz.
La niña era tan alta como Miranda pero más joven, de catorce años, tal vez, e iba
vestida como si hubiese estado estudiando los vídeos de Madonna para asegurarse
de que, en caso de que volvieran a ponerse de moda las camisetas de malla, los
guantes cortados, el pelo alborotado, la raya gruesa en los ojos, las pulseras de goma,
las faldas cortas con medias de red y las botas de caña alta, ella estaría preparada.
—Disculpa —le dijo Miranda—. Hablaba para mí.
Lo cual no se correspondía con el comportamiento de la persona madura y
trabajadora que se suponía que era.
—Ah —la niña le dio el cartel en el que se leía «Cumean»—. Pues esto es tuyo. Y
esto también —agregó, ofreciéndole una cajita.
Miranda aceptó el cartel pero no la cajita.
—Eso no es mío.
—Yo creo que sí es tuyo. Y yo. Es decir, porque yo soy Sibby Cumean —señaló el
cartel.
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Miranda se metió la cajita en el bolsillo y le abrió la puerta trasera del coche a la
niña. ¿Qué clase de padres permitían que una extraña recogiese a su hija de catorce
años a las ocho de la tarde?
—¿Puedo ir delante?
—Los clientes prefieren ir detrás —contestó Miranda, con voz profesional.
—Ya. Lo que quieres decir es que tú prefieres que vayan detrás. ¿Pero qué pasa si
a mí me apetece ir delante? Los clientes siempre tienen razón, ¿no?
La empresa 5Ds Luxury Transport debía su nombre a una serie de principios que
su dueño, Tony Bosun, había prefijado: diligencia, discreción, deferencia, disposición
y, lo más importante, dinero. A pesar de que Miranda sospechase que se debían a
una noche de borrachera, trataba de seguir aquellas normas a pies juntillas.
Interpretó como una deferencia acceder a la petición de su dienta y le abrió la puerta
delantera del coche.
La niña sacudió la cabeza.
—Da igual. Iré detrás.
Miranda se esforzó en sonreír. ¡Menudo día estaba teniendo! Su clienta vip era un
diablo enano, el chico de sus sueños iba a presentarse al baile con otra y el sargento
que le gustaba no sólo lo sabía, ¡sino que bromeaba con su novia sobre el tema!
Inmejorable.
Al menos, se dijo, las cosas no podían ir peor.
«No tientes a la suerte.»
A callar.
Sibby Cumean empezó a hablar tan pronto como abandonaron el aeropuerto.
—¿Desde cuándo trabajas en esto? —le preguntó a Miranda.
—Desde hace un año.
—¿Eres de aquí?
—No.
—¿Tienes hermanos?
—No.
—¿Y hermanas?
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—Eh... tampoco.
—¿Te gusta conducir?
—Sí.
—¿Tienes que llevar siempre puesto ese traje oscuro tan soso?
—Sí.
—¿Cuántos años tienes?
—Veinte.
—No me lo creo.
—Vale, dieciocho.
—¿Has hecho el amor alguna vez?
Miranda carraspeó.
—No me parece que ésa sea una pregunta apropiada.
Sus propias palabras le recordaron al señor Trope, el subdirector del internado,
quien, con una voz parecida, solía decirle que no estaba dispuesto a oír una nueva
excusa que explicase por qué llegaba tarde al recinto, que las normas tenían su razón
de ser y esa razón no era que ella pudiese saltárselas cuando le viniera en gana.
Hablando de lo cual, ¿pensaba decidirse de una vez respecto a qué iba a hacer el año
siguiente o, dejándose llevar por la irresponsabilidad, iba a despreciar la plaza que le
habían ofrecido diversas universidades de primera línea y provocar con ello que el
internado quedase mal y ella aún peor? Y ya que estaba con ello, ¿qué le estaba
pasando, dónde estaba aquella Miranda Kiss que iba a estudiar medicina y a salvar el
mundo, que era un orgullo para el internado y para sí misma, en lugar de una
perdida que iba por el camino de ser expulsada? ¿Era eso lo que quería, la jovencita?
Miranda conocía bien aquella voz. Desde noviembre, la oía una vez por semana
como mínimo
—Eres virgen —resolvió Sibby, como si hubiese comprobado algo que sospechaba
hace tiempo.
—Eso no...
—¿Y tienes novio, al menos?
—En este momento...
—¿Y novia?
—No.
—¿Amistades? No se te da muy bien hablar, por lo que veo.
Antología Noches de baile en le infierno
~109~
Miranda empezaba a entender por qué los padres de la niña habían preferido no ir
al aeropuerto a buscarla.
—Muchas amistades.
—Ya. Te creo. ¿Qué haces cuando tienes tiempo?
—Contestar preguntas.
—Por favor, no vuelvas a intentar ser graciosa, ¿vale? —Sibby se inclinó hacia
delante—. ¿Nunca has pensado en pintarte los ojos? Mejorarías bastante.
¡Deferencia!
—Gracias.
—¿Puedes avanzar un poco más?
—Estamos en un semáforo.
—Ya. Sólo un poco... Así está bien.
Por el espejo retrovisor lateral, Miranda vio que Sibby había bajado la ventanilla y
asomado por ella medio cuerpo para conversar con los jóvenes ocupantes de un Jeep
que estaba al lado.
—¿Adonde vais? —les preguntó Sibby.
—A hacer surf a la luz de la luna. ¿Te vienes, preciosidad?
—No soy una preciosidad. ¿Crees que parezco una preciosidad?
—Ah, no sabría decir. A lo mejor, si te quitaras la blusa.
—A lo mejor, si me dieras un beso.
Miranda aplastó el botón que cerraba la ventanilla abierta.
—Pero ¿qué haces? —protestó Sibby—. Casi me rompes la mano.
—Ponte el cinturón, por favor.
—Ponte el cinturón, por favor —repitió Sibby con tono burlón, mientras volvía a
sentarse—. Pero venga ya; sólo intentaba ser sociable.
—Bueno, pues hasta que lleguemos al destino, se acabaron las socializaciones.
—¿Tú te oyes hablar? Parece que tuvieras ochenta años en lugar de dieciocho —
Miranda vio por el espejo que Sibby tenía el ceño fruncido—. Diría que eres una
carcelera más que una conductora.
—Mi trabajo consiste en que llegues en punto y de una pieza. Si quieres, puedes
consultar el folleto que está en el bolsillo del asiento para comprobarlo.
—¿Y qué tiene de arriesgado que me besen unos chicos?
Antología Noches de baile en le infierno
~110~
—Millones de riesgos. ¿Y si tuviesen hongos invisibles en la boca? ¿Y si te diesen
el beso de la muerte?
—No existe eso del beso de la muerte.
—¿Estás segura?
—A ti lo que te pasa es que estás celosa porque yo sé divertirme y tú no. Virgen.
Miranda bizqueó pero logró mantener la serenidad y centrarse en las
conversaciones que tenían lugar en otros coches, en una mujer que le decía a alguien
que el jardinero estaba de camino, y en un chico que afirmaba con voz mística:
«Distingo a una persona misteriosa y desconocida que viene a buscarte; no sé si es
una mujer o un hombre». Por último, un tipo decía que iba a sacarse del medio a
aquella bestia inmunda, y que no le importaba que fuese el perro favorito de su
madre...
La interrumpieron los gritos de Sibby.
—¡Jolines, hamburguesas! Tenemos que parar.
¡Disposición!
Miranda accedió a que Sibby pidiera lo que quisiese sin bajarse del coche, y luego
se arrepintió cuando oyó que Sibby le decía al tipo que la atendía:
—¿Tengo descuento si te doy un beso?
—Oye, dime la verdad: ¿a ti dónde te educaron? ¿Por qué quieres besar al primer
desconocido que se te ponga delante? —le preguntó Miranda.
—No hay muchos chicos en el sitio del que vengo. Además, ¿qué más da que sean
desconocidos? Besarse es genial. En el avión, me besé con cuatro chicos. Espero llegar
a los veinticinco antes de que acabe el día.
Cuando le dieron la hamburguesa, añadió a esa lista a los dos empleados que se la
habían servido.
—¿Están todas las hamburguesas así de ricas? —dijo, una vez que volvieron a la
carretera.
Miranda la observó por el espejo retrovisor.
—¿Es que nunca has tomado una hamburguesa? ¿Dónde vives?
—En las montañas —respondió Sibby apresuradamente, y Miranda captó un leve
incremento de su ritmo cardiaco que la llevó a pensar que mentía y, aún más, que no
estaba acostumbrada a hacerlo. Lo cual, pensándolo bien, era bastante improbable,
en especial, lo de que no estuviese acostumbrada, teniendo en cuenta que estaba
como loca con los integrantes del sexo masculino. Sus padres no debían de dejarla
salir y...
Antología Noches de baile en le infierno
~111~
«No es asunto tuyo», se recordó Miranda. Discreción.
Mientras duró el viaje, Sibby quiso los besos de otros cuatro chicos. Les quedaba
un kilómetro para llegar al lugar convenido, y Miranda ya estaba soñando con que se
acabara aquella carrera. Sin embargo:
—¡Jolines, donuts! —chilló—. ¡Una pastelería que vende donuts! Siempre he
querido probar los donuts. ¿Podemos parar? ¡Por favor, por favor, por favor, por
favor!
Acumulaban un retraso que se acercaba a la hora, pero Miranda no podía negarle
a nadie un donut. Ni siquiera a alguien que decía aquello de «jolines, donuts». Al
aparcar divisó a un grupo de chicos sentados en el interior y decidió que sería
peligroso permitir que Sibby se les acercara, ya que ello supondría perder otros
cuarenta minutos.
—Iré yo. Tú espérame aquí —dijo.
Pero Sibby también los había visto.
—Ni de broma. Yo también voy.
—Mira, o te quedas sentadita en el coche, o los donuts se quedarán sentaditos en
la pastelería, ¿estamos?
—No creo que ése sea un modo correcto de hablarle a una clienta.
—Tienes todo el derecho de usar mi teléfono para poner una queja mientras me
esperas. ¿Te vale así?
—Bueno. Pero, al menos, podrías bajar la ventanilla de mi puerta.
Miranda no supo qué hacer.
—Abuelita, te prometo que me quedaré sentadita en el coche, pero es que no
quiero asfixiarme aquí dentro. Jolines.
Cuando Miranda volvió al coche, Sibby estaba sentada en el vano de la ventanilla
con las piernas fuera, consagrada a besarse con un chico rubio.
—Perdona un momento —dijo Miranda, dándole una palmada en el hombro al
chico en cuestión.
Él se volvió y la miró de arriba abajo.
—Qué pasa, guapa. ¿Tú también quieres un beso? Con esos labios que tienes,
seguro que conseguimos algo que valga la pena. Fíjate: ni siquiera tendrás que
pagarme un dólar.
—Gracias, pero no —y miró a Sibby—. Creía que habíamos quedado en que...
—... me quedara sentadita en el coche. Si me miras bien, te darás cuenta de que no
te he desobedecido.
Antología Noches de baile en le infierno
~112~
Miranda se volvió para que Sibby no la viese sufrir una crisis nerviosa.
Al rato, le dio los donuts y se sentó en el asiento del conductor. Una vez que Sibby
estuvo sentada en su asiento, Miranda la miró a los ojos a través del retrovisor.
—¿Le has dado dinero para que te diera un beso?
—¿Y qué? —replicó Sibby—. A muchas no nos caen los besos gratis —se había
enfadado—. Y tú apenas tienes tetas. Hasta yo tengo más que tú. No tiene sentido.
Tras lo cual guardó silencio y hasta olvidó los donuts. De vez en cuando, profería
un suspiro trágico.
Miranda comenzó a apiadarse de ella. A lo mejor se había portado como una
abuelita. Observó la tapa de Cómo conseguir un chico ¡y besarlo!, que estaba en el
asiento del copiloto. «Puede ser que estés celosa porque ella, siendo cuatro años más
joven que tú, ha besado a más chicos en un solo día que tú en toda tu vida, aun en el
caso de que te pongas silicona y vivas varios siglos.»
A callar, canal Autocrítica.
Se esforzaría en ser agradable, en darle conversación.
—¿Cuántos besos has logrado hasta ahora?
Sibby seguía con la vista fija en el regazo.
—Diez —respondió, y levantó la mirada para añadir—: Pero pagué por seis, nada
más. Y a uno sólo le di un cuarto de dólar.
—Bien hecho.
Miranda advirtió que Sibby adoptaba un gesto de sospecha, como si creyese que le
estaban tomando el pelo y luego desestimara la idea y prefiriese contentarse con los
donuts.
—¿Te importa si te hago una pregunta? —dijo después de un rato.
—¿Y me pides permiso a estas alturas?
—Oye, no te hagas la graciosa. Se te da fatal.
—Gracias por sincerarte. ¿Querías preguntarme algo más o...?
—¿Por qué no has querido darle un beso al chico de antes? ¿Al que quería besarte?
—Supongo que porque no era mi tipo.
—¿Y tu tipo cuál es?
Miranda pensó en el sargento Reynolds: ojos azules, barbilla partida, cabellos
abundantes y rubios, y surf matutino a diario. El tipo de chico que siempre llevaba
gafas de sol o que, en su defecto, te miraba con los ojos entrecerrados, el tipo de chico
demasiado sofisticado para sonreír. Luego se imaginó a Will con su piel morena, coAntología
Noches de baile en le infierno
~113~
lor sirope de arce, el cabello negro y rizado, la enorme sonrisa aniñada, y aquellos
músculos abdominales, que se tensaban cada vez que, tras haberse sacado la
camiseta, hablaba con sus compañeros de equipo después del entrenamiento de
lacrosse, brillando al sol, propagando su risa por el ambiente y haciendo que Miranda
sintiese lo mismo que sentía cuando veía la mantequilla fundirse sobre unos gofres
cocinados en su punto.
Tampoco era que sistemáticamente se encaramase al tejado del laboratorio de
biología marina para presenciar aquello. (Una vez por semana.)
—No tengo un tipo definido. Creo que me importa más lo que siento —dijo
Miranda, al fin.
—¿Con cuántos te has besado? ¿Con cien?
—Oh, no.
—¿Doscientos?
Miranda notó que se le subían los colores y deseó que Sibby no lo percibiera.
—A ver si lo adivinas.
Llegaron al lugar en que Sibby debía bajarse una hora y quince minutos tarde. Fue
la primera vez que Miranda acumulaba tanto retraso en una sola carrera.
Cuando le abrió la puerta, Sibby le preguntó:
—¿Crees que darle un beso al chico que es tu tipo es muy distinto de dárselo a
cualquiera?
—No sabría qué decir.
Miranda se quedó sorprendida de lo mucho que la aliviaba saber que ya no
tendría que seguir contestando preguntas, que no le haría falta reconocer delante de
aquella niña que, en realidad, no tenía ni idea.
El lugar parecía una residencia segura para testigos amenazados puesta por el
gobierno, pensó Miranda, llevando a Sibby hacia la puerta. Era la viva imagen de la
definición que dan los diccionarios de «soso», emparedada como estaba entre una
casa en la que Blancanieves y los siete enanitos representaban la natividad, y otra que
tenía un juego de columpios en colores rosas y naranjas. Lo único que llamaba la
atención de la casa eran las gruesas cortinas que cegaban las ventanas del frente y la
robusta valla de madera, de un metro ochenta de altura, que cerraba el jardín. La
calle estaba llena de ruidos —Miranda oyó el chisporroteo de las barbacoas,
conversaciones, la versión china de la película La Bella y la Bestia—, pero ninguno
procedía de la casa, como si ésta estuviese aislada.
Captó un leve zumbido que procedía del costado, semejante al del aire
acondicionado pero no igual. Levantó la vista y descubrió que el tendido eléctrico no
Antología Noches de baile en le infierno
~114~
pasaba por aquella casa. Ni tampoco la línea de teléfono. El zumbido se debía a un
generador. Quienquiera que viviese allí, no se había conectado al mundo. En
resumidas cuentas: era un lugar bastante íntimo, siempre que íntimo implique
también escalofriante y reconcentrado en sí mismo.
¿Y la mujer que abrió la puerta? Exactamente eso, escalofriante y reconcentrada en
sí misma, pensó Miranda.
Llevaba los canosos cabellos recogidos en un moño flojo e iba vestida con una
falda larga y un jersey suelto. Podría tener cualquier edad comprendida entre los
treinta y los sesenta años, y las aparatosas bifocales con montura plástica que le
aumentaban el tamaño de los ojos y le cubrían la mitad de la cara no hacían más que
reforzar esa indefinición. Parecía completamente inofensiva, como una profesora que
hubiese dedicado su vida a cuidar a un pariente mayor y que, en secreto, soñara con
los brazos del señor Rochester, de Jane Eyre.
O algo parecido. Como si aquél fuese el aspecto que deseaba tener. Sin embargo,
había gato encerrado, un pequeño detalle que no encajaba, que no estaba bien.
«Y-A-Ti-Qué-Te-Importa.»
Miranda se despidió, aceptó la propina de un dólar —«Habéis tardado demasiado,
querida»— y se alejó de allí.
Cuando estaba a media manzana de distancia, clavó los frenos, viró en redondo y
volvió a toda velocidad.
«¿Pero tú qué estás haciendo?», se preguntó a sí misma. Pero en vano, porque ya
se encontraba en lo alto del árbol que se levantaba en el jardincillo en que
Blancanieves y los siete enanitos representaban la escena del nacimiento de Jesús,
mirando la casa en la que había dejado a Sibby.
«Ya oigo lo que le vas a contar a la poli: "Sí, oficial, sabía que me estaba metiendo
en propiedad privada, pero la mujer me pareció muy sospechosa porque llevaba
pestañas postizas".»
A lo cual se añadía aquel disfraz, escalofriante y reconcentrado en sí mismo.
Aquello olía mal. Y además, el agujero en la nariz, para un pendiente. Y, como
colofón, la manicura sutil.
«¡Tal vez no sea un agujero, lo de la nariz, sino un poro muy grande! ¿Y por qué
no iba a hacerse la manicura?»
Aquella mujer no era quien parecía ser.
Antología Noches de baile en le infierno
~115~
«¿Esto va de ayudar a alguien o de tener una excusa para no aparecer en la fiesta
y, de ese modo, no tener que ver a Will con la cara metida en el voluminoso y
suave...?»
A callar, Autocrítica.
«Iba a decir cabello.»
No tenía ninguna gracia, la vocecita de marras.
«Y tú no tienes valor.»
Había dos chicos en el jardín trasero, sentados a una mesa de picnic con un libro
entre ellos, ambos vestidos con camiseta, pantalones color caqui y sandalias Teva,
uno con gafas de montura negra y el otro con barba de tres días. Parecían dos
cretinos de universidad jugando a Dragones y mazmorras, impresión que ganó enteros
cuando uno de ellos dijo:
—Así no es. El libro de normas dice que ella no puede ver su propio futuro, sólo el
de los demás. Ya sabes, como los genios, que no pueden cumplir sus deseos.
Sin embargo, desentonaba el hecho de que cada uno de ellos tuviese un enorme
rifle automático apoyado en la mesa, así como las dianas dispuestas a lo largo de la
valla.
«¿Y qué? Están armados, pero son unos cretinos. A lo mejor son los
guardaespaldas de Sibby. Vete a casa. A Sibby no le haces falta. Se encuentra
perfectamente.»
Si se encontraba perfectamente, ¿por qué no estaba allí fuera, intentando besar a
los cretinos?
Miranda hizo un esfuerzo para distinguir cualquier sonido que procediera de la
casa, pero le quedó claro que las paredes tenían que estar aisladas. En aquel
momento, una pareja, formada por una mujer que fumaba espasmódicamente y un
hombre, salió por una puerta corredera y se quedó en el patio, lejos de los cretinos.
Miranda estuvo a punto de caerse del árbol cuando comprobó que aquélla no era
otra que la mujer reconcentrada en sí misma, sólo que sin las gafas, la falda y el
jersey, y con los cabellos sueltos.
«Lo que no tiene por qué significar nada.»
—Todavía tenemos que lograr que la niña nos indique el lugar, Byron —susurró la
mujer.
—Nos lo dirá.
—Pues todavía no lo ha hecho.
—Ya te lo he dicho. Aunque yo no pueda obligarla a hablar, el jardinero sí podrá.
Es muy bueno en ese tipo de cosas.
Antología Noches de baile en le infierno
~116~
—No me gusta que haya venido con un socio. Ese no era el trato —repuso la
mujer—. ¿Con la niña van a...?
El hombre llamado Byron la interrumpió.
—Olvida eso y cállate. Tenemos compañía —señaló a los cretinos, que se les
estaban acercando.
La mujer aplastó el cigarrillo contra la suela del zapato y le dio una patada.
—¿Ella está bien? —preguntó el cretino barbado, sin aliento, pronunciando «ella»
con gran énfasis.
—Sí —le aseguró el hombre—. Ella está recuperando fuerzas después de la terrible
experiencia.
Oh, no era posible que estuviesen hablando de Sibby. ¿Terrible experiencia? No
podía ser.
—¿Ella ha dicho algo? —preguntó el cretino con gafas.
—Ella se limitó a trasladar lo agradecida que está por encontrarse en este lugar —
afirmó el tal Byron.
Miranda resopló.
—¿Podremos verla, a ella? —quiso saber el cretino barbado.
—Sí, una vez que haya tenido lugar la transición.
En una especie de modorra feliz, los dos cretinos se alejaron a ritmo de paseo, y
Miranda juzgó que aquélla era la situación más estrafalaria con la que se hubiese
encontrado.
Pero, en cualquier caso, parecía demostrarse que Sibby no corría peligro. Estaba
claro que aquella gente la adoraba, a ella. Lo que significaba que había llegado el momento
de...
—Sí, al jardinero se le da bien arrancar cosas.
—¿Qué cosas?
—Dientes, uñas..., articulaciones. Así logra que la gente hable.
... el momento de ir en busca de Sibby.
—Ponlas arriba —dijo el cretino con gafas—. Es decir, las manos.
Antología Noches de baile en le infierno
~117~
Al tipo le temblaban tanto las manos que Miranda temió que se le disparara el
arma. No le quedaba otro remedio que obedecer.
—¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió él con un tembleque en la
voz igual al de las manos.
—Sólo quería verla a ella un poco —contestó, con la esperanza de que sus palabras
no desentonaran con lo que había visto.
El entrecerró los párpados.
—¿Cómo sabías que ella está aquí?
—Me lo dijo el jardinero, pero escalé al árbol para descubrir en qué lugar exacto se
encuentra ella.
—¿A qué organización perteneces?
«Sabía que esto iba a acabar mal. ¿Y ahora qué, listilla?»
Miranda alzó una ceja y dijo:
—¿Que a qué organización pertenezco? —repuso, y luego tiró el anzuelo—. Oye,
te recordaría si te hubiese visto alguna vez.
¡Había funcionado! El se quedó como si estuviese a punto de atragantarse. Jamás
volvería a dudar de Cómo conseguir un chico ¡y besarlo!, ¡nunca!
—Yo también me acordaría de ti —contestó él.
Acto seguido, Miranda le insufló una buena dosis de Sonrisa Encantadora y vio
que el pobre hombre volvía a tener problemas para tragar saliva.
—Si te doy la mano para saludarte, ¿me dispararás? —le preguntó.
Él se rió muy contento y bajó el arma.
—No —afirmó, tan contento, ofreciéndole una mano—. Me llamo Craig.
—Hola, Craig. Yo soy Miranda —respondió ella, tomándosela. Luego, con un solo
movimiento y sin hacer ni un ruido, lo tumbó y lo dejó fuera de combate.
Se quedó asombrada, mirándose la mano. Eso había estado muy bien.
«Ya que eres idiota y vas a jugártela, deberías hacer lo que has venido a hacer. O
sea que deja de mirar al tipo que acabas de dejar KO, ¿vale?»
Miranda se inclinó sobre el yaciente.
—Lo siento —murmuró—. Toma tres aspirinas cuando te levantes; te ayudarán a
sentirte mejor.
Dicho lo cual, bordeó la casa franca.
Antología Noches de baile en le infierno
~118~
Tenía que haber una ventana abierta, pues estaba oyendo voces, la de Byron
diciendo:
—¿Estás cómoda?
Y la de Sibby respondiéndole:
—No. No me gusta este sofá. Y no me creo que ésta sea la mejor habitación de la
casa. Parece el cuarto de la abuelita.
¡Vaya con la niña!
Miranda siguió el sonido de la voz de Sibby y se arrimó a una de las ventanas del
frente para espiar por entre las cortinas. Allí, en lo que parecía ser un cuarto de estar,
había un sofá, una silla y una mesa baja. Sibby estaba en la silla, de perfil, frente a un
plato de galletas de chocolate. Tenía buen aspecto.
El hombre se encontraba en el sofá, mirando a Sibby con una sonrisa.
—Y bien, ¿dónde se supone que vamos a dejarte? —le preguntó.
Sibby se comió una galleta.
—Te lo diré más tarde.
El hombre no perdió la sonrisa.
—Me gustaría saberlo, para poder planificar la ruta. No podemos ser
excesivamente cuidadosos.
—¡Jolines! Todavía faltan horas para que nos marchemos. Además, me apetece ver
la tele.
Miranda percibió que el corazón del hombre se aceleraba y vio que apretaba los
puños. Pese a ello, su tono de voz fue amable.
—Desde luego —dijo, y agregó—: Siempre y cuando me digas adonde te
llevamos.
Sibby lo miró con el ceño fruncido.
—¿Es que eres sordo? He dicho que más tarde.
—Lo mejor que puedes hacer es decírmelo ahora. De otro modo, siento decirte que
tendrá que venir otra persona. Alguien un poco más... enérgico.
—Vale. Mientras le espero, ¿puedo ver la tele? Dime que tenéis tele por cable. Si
no veo la MTV, esto va a ser un horror, ¡jolines!
El hombre tenía expresión de querer romper algo, y se volvió de repente. Miranda
oyó pasos que se aproximaban a la habitación desde el pasillo y, con ellos, el clásico
pulso chachachá. Dos segundos después, el sargento Caleb Reynolds entró por la
puerta.
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~119~
«¿Lo ves? Sibby no corre peligro. Está aquí la policía. ¡Lárgate!»
—¿Por qué nos retrasamos? —le preguntó Reynolds al hombre.
—Se niega a hablar.
—Estoy seguro de que cambiará de opinión —el ritmo cardiaco de Reynolds iba
en aumento.
Sibby lo miró.
—¿Quién eres tú?
—El jardinero —contestó Caleb.
Miranda decidió que aquello se estaba poniendo feo de verdad.
—Pues no me parece que el jardín esté muy allá —repuso Sibby.
—No soy un jardinero de ese estilo. Me llaman así porque...
—Mira, no me interesa lo más mínimo. Lo que sea que hagas, mago de las plantas,
me...
—Jardinero —corrigió él, cada vez más rojo.
—... me da igual, pero, como sabrás, tiene que venir a buscarme el capataz, de
modo que estás obligado a mantenerme con vida, ¿comprendes? Así que no se te
ocurra amenazarme con la muerte.
—No, no con la muerte. Con el dolor —se dirigió al otro hombre—. Ve a buscar
mis herramientas, Byron.
Mientras el aludido abandonaba la estancia, Sibby dijo:
—No voy a decirte nada.
El sargento Reynolds se le acercó y se inclinó sobre ella. Estaba de espaldas a la
ventana.
—Escúchame bien... —le dijo, y su pulso cardiaco se redujo de pronto.
Miranda atajó la situación: entró rompiendo el cristal y lo dejó inconsciente de una
certera patada en la nuca, tras lo cual le susurró en el oído que lo sentía por él, decidió
que no merecía que le diese el consejo de las aspirinas, cogió a Sibby, corrió con
ella hasta el coche, lo arrancó y salió a todo gas.
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~120~
—Ni siquiera le dio tiempo a saber que estabas allí —dijo Sibby—. Jamás sabrá
quién lo atacó.
—De eso se trataba.
Miranda había aparcado el coche en las cercanías de un edificio de mantenimiento
abandonado, perteneciente a las líneas ferroviarias Amtrak, situado junto a unas vías
viejas. Era imposible verlo desde la calle.
Aquél era el lugar al que Miranda había empezado a ir hacía siete meses para
probar sus alocados superpoderes e intentar maniobras que jamás podría practicar
en ningún otro lado... El roller derby estaba bien para ganar agilidad, equilibrio,
potencia y fuerza, pero en los entrenamientos no se estilaba el judo avanzado. Ni
tampoco el uso de armas.
Divisó las marcas que había dejado en su último ejercicio con la ballesta en la
pared lateral del edificio, y también, en el suelo, el trozo de vía al que le había hecho
un nudo el día después de que Will la rechazase. Nunca había visto a nadie por allí, y
estaba segura de que, mientras estuvieran en el coche, nadie iba a molestarlas.
—¿Dónde has aprendido a dejar a la gente fuera de combate de esa manera? —
preguntó Sibby, repantigada en el asiento trasero—. ¿Me enseñas?
—No.
—¿Por qué no? Sólo un movimiento de nada.
—Ni de broma.
—¿Por qué le dijiste que lo sentías después de tumbarlo?
Miranda se dio la vuelta para mirarla.
—Ahora es mi turno de hacer preguntas. ¿Quién quiere matarte y por qué?
—¡Jolines, no lo sé! Podrían ser mil personas distintas. No es como crees que es.
—¿Y entonces cómo es?
—Complicado. Pero si esperamos hasta las cuatro de la madrugada, tendré un
sitio en el que esconderme.
—Todavía faltan seis horas.
—Sí, lo que significa que aún tengo tiempo para diez besos más.
—Sí, claro. ¿Qué otra cosa ibas a hacer cuando alguien intenta asesinarte que salir
por ahí y darte el lote con todos los extraños que te encuentres por la calle?
—No querían asesinarme, sino raptarme. Estás equivocada. Pero vamos, quiero
divertirme. Divertirme con chicos.
—No es el momento para eso.
Antología Noches de baile en le infierno
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—Oye, que seas miembro fundador de Abajo la Diversión S.A. no implica que el
resto del mundo lo sea.
—No soy miembro fundador de Abajo la Diversión S.A. Me gusta divertirme.
Pero...
—Aguafiestas.
—... como comprenderás, la idea de pasear por ahí mientras miles de personas
distintas están intentando raptarte no me suena a divertido. Me suena, por el
contrario, a manera inmejorable de entrar en el Libro Guinness de los records bajo el
título de «Las más estúpidas del mundo». Por no hablar de los inocentes viandantes
que podrían verse envueltos en el asunto en el momento en que te secuestren.
—Si es que me secuestran. Además, a los viandantes yo no les importo.
Miranda volvió a mirar hacia delante, frustrada.
—Por eso precisamente son inocentes viandantes. Andan por la calle sin saber
quién eres tú, y eso puede resultar peligroso.
—Entonces está claro que deberías alejarte de mí. En serio, aunque no haya nada
que me guste más que pasarme seis horas en un baño apestoso teniéndote a ti por
única compañía, opino que sería más seguro para ambas que fuésemos a algún lado.
A la heladería por la que pasamos hace un rato, por ejemplo. ¿Te fijaste en los labios
del chico que atendía la barra? Era un verdadero monumento. Déjame allí, y asunto
arreglado.
—No irás a ninguna parte.
—¿Ah, no? ¿Oyes este sonido? Soy yo, abriendo la puerta.
—¿Ah, sí? ¿Y tú oyes este otro? Soy yo, poniendo el seguro.
Miranda miró por el retrovisor y vio que los ojos de Sibby relampagueaban.
—Eres muy mala —le dijo Sibby—. Seguro que te ocurrió algo horrible que explica
que seas tan mala.
—No soy mala. Sólo intento mantenerte a salvo.
—¿Estás segura de que lo haces por mí? ¿No será que escondes un esqueleto en el
armario? Como cuando te...
Miranda encendió la radio y subió el volumen.
—¡Apaga eso! Estaba hablando yo, y además soy la clienta.
—Ya no.
—¿Qué le pasó a tu hermana? —gritó Sibby a pleno pulmón.
—No sé de qué me hablas —gritó Miranda por toda respuesta.
Antología Noches de baile en le infierno
~122~
—Mentira.
Miranda no dijo nada.
—Antes te pregunté si tenías una hermana y casi te pones a llorar —le gritó Sibby
en el oído—. ¿Por qué no me hablas un poco de eso?
Miranda bajó el volumen de la radio.
—Tendrás que darme tres buenas razones.
—Te aliviará. Nos dará un tema de conversación mientras estamos aquí. Y si no
me lo cuentas, intentaré adivinarlo.
Miranda apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, consultó su reloj y miró por la
ventanilla.
—Ya puedes empezar.
—¿Le diste tanto el coñazo que se marchó? ¿La aburriste tanto que se marchó? ¿O
la espantaste con el palo gigantesco que te guardas en el trasero?
—Venga, anímate, sigue así, dando donde duele.
—A lo mejor he sido mala. Perdona —dijo Sibby.
Miranda guardó silencio.
—No tienes un palo guardado en el trasero. Porque, si lo tuvieras, no podrías
conducir, ¿verdad? ¡Ja, ja!
Silencio.
—Quiero decir, que eres tú la que ha empezado. Con lo del seguro de la puerta.
Tengo catorce años y no tenías por qué hacer eso.
Más silencio.
—Ya te he pedido perdón —Sibby suspiraba, se revolvía—. Pues bueno. Sigue
callada.
El silencio continuó. Luego, de pronto y sin motivo, Miranda dijo:
—Murieron.
Sibby se enderezó al instante y se pegó al asiento delantero.
—¿Quiénes? ¿Tus hermanas?
—Todos. Toda mi familia.
—¿Por algo que hiciste?
—Si. Y por algo que no hice. Eso creo.
Antología Noches de baile en le infierno
~123~
—Vaya, eso que dices no tiene mucho sentido. ¿Cómo puede ser que no hacer
algo...? Espera un momento: ¿que eso crees? No sabes muy bien lo que ocurrió, ¿no?
—No recuerdo nada de esa época de mi vida.
—De ese día, querrás decir.
—No. De ese año. Ni tampoco del año siguiente. Entre los diez y los doce años, lo
cierto es que apenas conservo ningún recuerdo. Y también tengo otras lagunas.
—¿Quieres decir que te duele demasiado como para recordarlo?
—No... sencillamente que no está. Sólo me quedan impresiones. Y las pesadillas.
Pesadillas espantosas.
—¿Cómo qué, por ejemplo?
—Como que no estaba donde debía estar y pasó algo y le fallé a todo el mundo...
—se interrumpió y agitó la mano.
—Es decir, ¿que crees que podías haber evitado lo que les sucedió? ¿Tú sola? ¿Con
cuatro años menos que yo?
Miranda notó que se le estaba formando un nudo en la garganta. Nunca le había
contado a nadie ni un detalle de la verdadera historia, ni de pasada, ni siquiera a
Kenzi. Jamás. Tragó saliva.
—Podría haberlo intentado. Sé que podría haberlo intentado.
—¡Jolines! Esto se está convirtiendo en una especie de fiesta de la lástima. ¡Uf!
Despiértame cuando hayas acabado.
Miranda le clavó la mirada por el retrovisor.
—Te he dicho que no quería tocar el tema, pero tú has seguido insistiendo hasta
hacerme hablar, y ahora resulta que te pones en plan «no me cuentes tus rollos» —
protestó, tragando saliva de nuevo—. Eres una especie enana de...
—¡Pero si ni siquiera sabes lo que pasó! ¿Por qué tienes que sentirte tan mal por
ello? Además, no entiendo de qué modo llegas a la conclusión de que fue culpa tuya.
No estabas allí y sólo tenías diez años. Opino que deberías dejar de obsesionarte con
esos misterios de la antigüedad y vivir el momento a tope.
—Disculpa, ¿acabas de recomendarme que viva el momento... a tope?
—Sí, ya sabes. Entierra el pasado e intenta concentrarte en el presente. Como, por
ejemplo, en la canción que está sonando ahora mismo por la radio. Da asco. O,
también, en el hecho de que estamos en una ciudad abarrotada de chicos guapos a
los que no estoy besando —Miranda tomó una ruidosa bocanada de aire, pero, antes
de que pudiera hablar, Sibby continuó—: Ya sé, ya sé que les pides perdón a los tipos
Antología Noches de baile en le infierno
~124~
a los que noqueas porque nunca pudiste pedírselo a tu familia, y también que quieres
protegerme a mí porque no pudiste protegerlos a ellos. Lo he captado.
—Las cosas no son así. Yo...
—Bla, bla, bla. No me vengas con evasivas. Por otra parte, ¿por qué protegerme
tiene que significar quedarme sentada aquí durante toda la noche? ¿Es que no
podemos ir a algún lado en lugar de escondernos? Se me da muy bien pasar
desapercibida. Puedo ser casi invisible, si quiero.
—Ah, sí, casi invisible, lo que me faltaba por oír. Sobre todo con esa pinta de «ha
llamado Madonna y quiere que le devuelvan el vestido que llevó en el vídeo de
Borderline».
—Bravo, aguafiestas. Anda, vamos a algún sitio.
La cabeza de Miranda giró ciento ochenta grados.
—A ver si te queda claro. Alguien-Está-Intentando-Matarte.
—Eso-No-Es-Cierto. Puedes repetirlo tantas veces como quieras, pero no es
verdad. No pueden matarme. En serio que te hace falta pulir esa obsesión que tienes
con gente que se mata. Voy a serte muy sincera: me aburro. ¿Qué emisora es esa que
tienes en la radio? ¿Los Cuarenta Machacones? Mira, yo no voy a aguantar seis horas
aquí metida ni de broma.
Miranda tenía que darle la razón. Si se quedaban allí, sería ella misma la que
asesinaría a Sibby.
En ese momento se le ocurrió el sitio perfecto al que podían ir.
—¿Quieres pasar desapercibida? —le preguntó.
—Sí. Entre chicos.
—Tíos —replicó Miranda.
—¿Cómo?
—Una mujer normal que viva en este siglo los llama tíos, no chicos. Adelante, pasa
desapercibida, anda.
Sibby se quedó impactada. Luego, sonrió.
—Desde luego. Sí. Tíos.
—Y no digas «desde luego», di «claro, guay» o algo así. A no ser que estés
hablándole a un adulto.
—Claro, guay.
—Y lo de «jolines» es mejor que lo olvides.
—¿He dicho yo...?
Antología Noches de baile en le infierno
~125~
—Pues claro que sí. Y también algo aún más nefasto: «a tope». Eso es de paletos.
—Oye, espera.
—Yo no espero nunca. Ah, y tampoco les ofrezcas dinero a los tíos para que te den
un beso. Besarte ya es regalo suficiente.
Sibby frunció el ceño.
—¿Por qué has decidido ayudarme? Ni siquiera te caigo bien.
—Porque sé lo que es estar lejos de casa, sola, intentando encajar en algún lado. Y
también lo que es no poder contarle a nadie lo que eres de verdad.
Puso el coche en marcha y lo sacó a la calle.
—¿Alguna vez has matado a alguien con tus propias manos? —le preguntó Sibby,
tras unos minutos de silencio.
Miranda la miró por el retrovisor.
—Todavía no.
—Ja, ja.
—Estás loca —dijo Sibby cuando entraron. Tenía los ojos como platos—. Dijiste
que iba a ser un rollo. Pero esto no es un rollo. Es fantástico.
Miranda se estremeció. Se habían colado en el Grand Hall de la Sociedad Histórica
de Santa Bárbara por una puerta de emergencia, abierta para que quienes habían ido
a la fiesta pudiesen salir a colocarse, y, tras echar un vistazo general, Miranda pudo
comprobar los resultados de aquellos desvaríos. Las paredes de la sala estaban
cubiertas con una tela brillante de color azul con estrellas bordadas, las cuatro
columnas del medio tenían un sinnúmero de cintas rojas y blancas que las envolvían,
las mesas, arrinconadas y ocultas bajo banderas estadounidenses, estaban ocupadas
por peceras cuyos pececillos habían sido teñidos de rojo y azul, y, al fin, rodeándolo
todo, había una serie de reconstrucciones de los principales hitos del paisaje estadounidense
—como el monte Rushmore, la Casa Blanca, la estatua de la Libertad,
la Campana de la Libertad y el geiser Old Faithful— hechas a base de terrones de
azúcar. Cortesía del padre de Ariel West. El día anterior, Ariel había anunciado en la
reunión que, después de la fiesta, donarían el decorado a «la gente pobre de Santa
Bárbara, tan necesitada de azúcar».
Miranda no sabía por qué, si se debía a los globos que colgaban del techo y se
movían a un lado y a otro o a un presentimiento, pero empezó a sentirse intranquila.
Antología Noches de baile en le infierno
~126~
En cambio, Sibby había descubierto el paraíso.
—Recuerda: la mayoría de los tíos que ves por aquí han venido con sus
respectivas parejas, así que intenta ser sutil con el temita de los besos —dijo Miranda.
—Claro, guay.
—Y si te llamo, vienes.
—¿Qué soy ahora? ¿Tu perro? —viendo la mirada glacial de Miranda, Sibby
agregó—: Claro, guay, aguafiestas.
—Y si tienes la más mínima impresión de que algo va mal, entonces...
—... vengo y te lo digo. Entendido. Ahora ve a divertirte un poco. Ah, claro, pero
si no sabes cómo. En fin, el consejo que te doy es que, cuando no sepas qué hacer,
pregúntate: «¿Qué haría Sibby en mi lugar?».
—No tengo ganas de hacer el ridículo, ¿sabes?
Sibby estaba demasiado entretenida inspeccionando la sala como para
responderle.
—¡Vaya! ¿Quién es ese pedazo de hombre que está en aquella esquina? —
preguntó—. El que lleva gafas de sol.
Miranda buscó un pedazo de hombre alrededor, pero sólo encontró a Phil Emory.
—Se llama Philip.
—Holaaa, Philip —dijo Sibby, enfilando hacia allá.
Miranda escondió su bolsa de deporte debajo de una mesa y se mantuvo cerca de
una pared, entre la Casa Blanca y el geiser Old Faithful, en parte para tener a Sibby a
la vista pero también para evitar que nadie la reconociera. Se había cambiado de ropa
en el cuarto de baño para ponerse lo único que traía consigo, pero, pese a ser rojo,
blanco y azul, no creía que el uniforme del equipo de roller derby fuese una
indumentaria apropiada para la fiesta. En la bolsa siempre llevaba dos uniformes: el
de jugar en casa —camiseta sin mangas y escotada por la espalda, de color blanco
brillante, gorra azul y falda a rayas rojas, blancas y azules (si es que se le podía
llamar falda a algo que tenía escasos centímetros de largo y que había que llevar con
pantys)— y el de jugar fuera, que era igual pero con la camiseta de color azul. Había
optado por el blanco, que le parecía más formal, pero estaba segura de que no
combinaba demasiado bien con los zapatos negros del traje de chófer, los únicos que
tenía.
Llevaba un rato allí de pie, preguntándose por qué todos menos ella eran
totalmente capaces de moverse en la pista de baile sin horrorizar a nadie, cuando oyó
un par de corazones latiendo en los que reconoció a Kenzi y a Beth, que se le estaban
acercando.
Antología Noches de baile en le infierno
~127~
—¡Has venido! —exclamó Kenzi, dándole un gran abrazo. Una de las cosas que
Miranda adoraba de Kenzi consistía en que su amiga siempre actuaba como si
hubiese tomado éxtasis y era muy cariñosa, daba abrazos y nunca se avergonzaba de
nada—. Qué bien que estés aquí. Me daba mucha pena que no vinieras. Bueno, ¿estás
preparada para desembarazarte de las inseguridades de la juventud? ¿Lista para
adueñarte del futuro?
Kenzi y Beth se habían vestido como para adueñarse de lo que se les antojara,
pensó Miranda. Kenzi llevaba un ceñido vestido de color azul que le dejaba la
espalda al aire, y en ella se había pintado un ojo color zafiro. Por su parte, Beth lucía
una minifalda de satén rojo y, en el antebrazo, a modo de brazalete, una serpiente
dorada con rubíes en los ojos (o, al menos, Miranda asumió que eran rubíes, dado
que los padres de Beth eran dos grandes estrellas del panorama cinematográfico de
Bollywood). Mirándolas a ambas, la mayoría de edad parecía una maravillosa y
sofisticada fiesta con un pinchadiscos excelente y una restringidísima lista de
invitados.
Miranda estudió su uniforme de roller derby.
—Debería haber previsto que, en el momento de adueñarme de mi futuro, iba a
estar vestida como un espantajo.
—Qué va. Estás estupenda —dijo Beth, y de no ser porque Beth era una de esas
personas que no conocían el sarcasmo, Miranda habría tachado aquel comentario de
sarcástico.
—Es cierto —confirmó Kenzi—. Estás claramente en la liga de las NPL —lo cual
significaba «nacidas para ligar»—. Preveo grandes cosas en tu madurez.
—Y yo preveo que tienes una miopía galopante —profetizó Miranda. A lo lejos,
divisó a Sibby, que tiraba de Philip Emory para conducirlo a la pista de baile.
Miranda se volvió hacia Kenzi.
—¿Me consideras divertida o te parezco una aguafiestas, una abuelita, un coñazo?
—¿Aguafiestas? ¿Coñazo? —inquirió Kenzi—. ¿Pero qué dices? ¿Has vuelto a
golpearte la cabeza en el partido de roller derby.
—No, esto es serio. ¿Soy divertida?
—Sí —afirmó Kenzi, solemne.
—Sí —coincidió Beth.
—Excepto cuando te pones en plan BC —matizó Kenzi—. Y cuando tienes la regla.
Y cuando falta poco para tu cumpleaños. Bueno, pero recuerdo una vez que...
—Da igual —Miranda volvió a buscar a Sibby con la mirada y la descubrió
liderando una conga.
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—Era una broma —dijo Kenzi, tomando a Miranda del brazo—. Pues claro que
eres divertida. O sea, ¿qué otra persona se disfrazaría de Magnum en Halloween?
—Acuérdate de cuando entretuviste a los niños de la planta de oncología
representando Dawson Crece con figuritas de porcelana —agregó Beth.
Kenzi asintió.
—Es verdad. Hasta los niños enfermos de cáncer te consideran divertida. Y no son
los únicos.
Algo en el tono de voz de Kenzi hizo que Miranda empezara a preocuparse.
—¿Qué has hecho?
—Ha estado genial —dijo Beth.
Miranda se asustó.
—Dime.
—Nada, investigar un poco —contestó Kenzi.
—Investigar ¿qué?
Miranda se dio cuenta en aquel momento de que había palabras escritas en el
brazo de Kenzi.
—A Will y a Ariel —respondió Kenzi—. No están juntos.
—¿Se lo preguntaste?
—Hice una entrevista, digamos —repuso Kenzi.
—No, por favor. Dime que es una broma —de vez en cuando, tener por
compañera de habitación a alguien que aspiraba a ser periodista resultaba peligroso.
—Tranquila. Él no sospecha nada. Yo hice como si la cosa no fuera conmigo —
afirmó Kenzi.
—Magistral —juzgó Beth.
Miranda empezó a pensar en trampillas una vez más.
—En fin, el caso es que le pregunté por qué creía él que Ariel le había pedido que
la acompañase a la fiesta —consultó lo que tenía escrito en el brazo—. Dijo: «Para que
cierta persona tuviese celos». Por supuesto, yo le pregunté quién y él respondió:
«Qué más da. A eso es a lo que aspira, a dar celos». ¿No te parece muy agudo teniendo
en cuenta que es un tío?
—Es listo —terció Beth—. Y agradable.
Miranda les dio la razón con un gesto de cabeza y buscó a Sibby por la pista de
baile. Acabó por divisarla en una esquina oscura, con Philip. Pero hablando con él y
no besándolo. Por algún motivo, eso provocó que Miranda sonriera.
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~129~
—Gracias por haber averiguado todo eso —dijo Miranda—. Es...
—Pero todavía te queda por oír la mejor parte —contestó Kenzi—. Le pregunté
por qué pensaba venir a la fiesta con Ariel si no eran pareja y él dijo... —de nuevo,
tuvo que repasar las notas que tenía en el brazo—. Dijo: «Porque nadie me hizo una
oferta mejor».
—Con esa sonrisa tan bonita que tiene —le recordó Beth.
—Sí, lo dijo con esa sonrisa. Y me miraba a los ojos mientras lo dijo. ¡Estaba claro
que se refería a ti!
—Clarísimo —Miranda quería a sus amigas a pesar de sus delirios.
—Deja de mirarme como si acabara de hacer una paradita en la tienda de
lobotomías, Miranda —rezongó Kenzi—. No me equivoco. Le gustas y está libre.
Deja de pensar y ve a por él. Suerte y VAT.
—¿VAT?
—Vive a tope —señaló Beth.
Miranda se quedó sin aire.
—No puede ser —masculló.
—¿Qué? —preguntó Kenzi.
—Nada —Miranda meneó la cabeza—. Aunque esté solo, ¿qué te hace pensar que
Will quiere salir precisamente conmigo?
Kenzi la miró de reojo.
—Bueno, pues pasando por alto todas esas bobadas de que eres estupenda y lista
que tengo que decirte como tu mejor amiga que soy, ¿hace mucho que no te miras al
espejo?
—Ja, ja. Venga...
—¡Adiós! —intervino Beth, interrumpiéndola y llevándose a Kenzi consigo—.
¡Nos vemos más tarde!
—¡No lo olvides, VAT! —le recomendó Kenzi, alejándose—. ¡Cómetelo con
patatas!
—Pero ¿adonde...? —Miranda cerró la boca al oír un latido que venía de muy
cerca y se dio la vuelta.
A punto estuvo de darse de bruces contra el pecho de Will.
Antología Noches de baile en le infierno
~130~
—Hola —dijo él.
—¡Epa! —dijo ella. Dios. DIOS. ¿Es que no podía saludar de un modo más
normal? Gracias, Boca Atolondrada.
El levantó una ceja.
—No sabía que fueras a venir a la fiesta.
—Esto... Cambié de opinión a última hora.
—Estás muy guapa.
—Tú también —y mucho más, la verdad. Estaba como una ración doble de
pasteles de manzana y canela acompañada por un extra de beicon y croquetas de
patata y cebolla (supercrujientes). Era lo mejor que habían registrado los ojos de
Miranda.
Se dio cuenta de que estaba mirándolo con excesiva fijeza y, azorándose, apartó la
vista. Se produjo un momento de silencio. Y luego otro más. «No permitas que
supere los cuatro segundos», se recordó a sí misma. Debía de haber transcurrido al
menos un segundo, de manera que quedaban tres segundos, dos segundos... «¡Di
algo! Di...»
—¿Llevas puesto el pantalón de astronauta? —le dijo Miranda.
—¿Qué?
¿Cómo continuaba? Ah, ya se acordaba.
—Es que te has pasado el día dándome vueltas en la cabeza.
Will se la quedó mirando como si estuviese calculando qué talla de camisa de
fuerza le sentaría mejor.
—Me parece... —dijo, titubeando. Carraspeó varias veces y continuó—: Me parece
que la segunda parte de la frase es: «Es que tienes un culo que se sale de órbita».
—Ah. Así tiene sentido. Ya decía yo. Claro, es que leí en un libro que trata sobre
cómo gustarle a los tíos que esa frase nunca falla, pero entonces tuve que dejar de
leer y la frase anterior hablaba de mareos o algo así, de ahí lo de dar vueltas, así que
supongo que he mezclado la una con la otra... —él continuaba mirándola, y Miranda,
recordando otro de los consejos del libro («en caso de duda, hazle una oferta»), cogió
el primer cuenco que encontró a mano, se lo puso bajo la barbilla y le preguntó—:
¿Unos frutos secos?
Él estuvo a punto de sufrir un ataque. Volvió a carraspear vanas veces, tomó unos
cuantos frutos secos, devolvió el cuenco a la mesa, se le acercó casi hasta tropezar con
ella y dijo:
—¿De verdad has leído un libro sobre eso?
Antología Noches de baile en le infierno
~131~
Con tanto barullo, Miranda apenas podía percibir el sonido que producía el
corazón de Will.
—Sí, lo he leído. Porque, como es evidente, no se me da muy bien el tema. O sea, si
le das un beso a un tío y él se aparta de ti y te mira como si fueras un montón de
mocos, entonces es que no hay duda de que tienes que dedicarle tiempo a la sección
de autoayuda de las...
—Eres muy habladora cuando estás nerviosa —señaló él, todavía muy cerca.
—No, no es verdad. Eso es absurdo. Sólo estoy intentando explicarte que...
—¿Te pongo nerviosa?
—Pero si no estoy nerviosa.
—Estás temblando.
—Tengo frío. Apenas llevo ropa.
Los ojos de Will le recorrieron los labios y luego volvieron a mirarla de frente.
—Ya veo.
Miranda tragó saliva.
—Oye, tengo que...
El le agarró la muñeca antes de que pudiera levantar el vuelo.
—Ese beso que me diste fue el más excitante que me hayan dado nunca. Me aparté
de ti porque tuve miedo de perder el control y empezar a arrancarte la ropa a lo salvaje.
No me parecía que fuesen maneras de terminar nuestra primera cita. No
pretendía que te quedaras con la idea de que habías dejado de interesarme.
Ella estudió su expresión. Se produjo un nuevo silencio, pero esta vez Miranda no
se preocupó por su duración.
—¿Y por qué no me lo dijiste? —le preguntó, después de un rato.
—Lo intenté, pero, después de aquello, cada vez que te veía, tú te escapabas.
Pensaba que me estabas evitando.
—No quería pasar por una situación incómoda.
—Claro, porque no fue nada incómodo que, el miércoles, te escondieras detrás de
una planta cuando entré en el comedor.
—No me estaba escondiendo. Estaba... respirando. Ya sabes, oxígeno. El de la
planta. Es que emiten un aire muy oxigenado, la verdad.
«Mete la cabeza en un horno sin perder un instante.»
—Claro. No sé cómo no se me ocurrió pensarlo.
Antología Noches de baile en le infierno
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—Es saludable. No hay mucha gente que lo sepa.
«Mete la cabeza en un horno, porque todavía la tienes A MEDIO HACER.»
—Entiendo. Estoy seguro de que...
—¿Hablabas en serio? —lo interrumpió Miranda—. ¿Decías en serio que te gustó
el beso?
—Sí. Me gustó mucho.
Las manos de Miranda temblaban. Se puso de puntillas y lo atrajo hacia sí.
En aquel instante, la música dejó de sonar, se encendió la luz de la salida de
emergencia y una vocecilla anunció por un altavoz: «Por favor, vayan
ordenadamente a la salida más cercana y abandonen el edificio de inmediato».
La muchedumbre que buscaba la puerta, guiada por cuatro hombres ataviados
con trajes protectores, empujó a Will y a Miranda hacia lados distintos. La voz de la
megafonía seguía repitiendo el mensaje, pero Miranda no le hacía caso, ni tampoco a
Ariel West, quien gritaba que alguien iba a tener que pagar el haberle estropeado la
noche, ni a un individuo que exclamaba que tío, aquél era el mejor modo de ponerle
la guinda a la fiesta, y que además estaba que se salía, macho. Miranda estaba atenta
al un, dos, tres, chachachá del corazón del sargento Reynolds, un tanto amortiguado
por el protector que le cubría el pecho. Aquello no era un simulacro.
—Es por nosotras, ¿verdad? —le preguntó Sibby, que había aparecido al punto
junto a Miranda—. Por eso han venido estos soldados de asalto. Por nosotras.
—Sí.
—Tenías razón. Debí haberme quedado escondida. Esto es culpa mía. No quiero
que le pase nada a nadie. Iré junto a esos tipos y me entregaré, y ellos tendrán que...
—¿Cómo? —estalló Miranda—. ¿Después de todo lo que he pasado? ¿Ahora que
sólo faltan tres horas? ¿Con lo bien que te has integrado en la fiesta? Ni de broma.
Esto no va a quedar así. Vamos a salir de aquí, ya lo verás.
Trataba de inspirar confianza, pero, en realidad, estaba aterrorizada.
«¿Qué diablos crees que vas a hacer?», inquirió el canal Autocrítica.
No tenía ni idea.
Sibby la miró, esperanzada.
—¿De verdad? ¿Tienes un plan de fuga?
Miranda tragó saliva, tomó aire y le contestó:
—Sígueme.
Y a sí misma se dijo: «Por favor, no me falles».
Antología Noches de baile en le infierno
~133~
Salió a la perfección. O casi. Había seis guardias bloqueando las salidas y otros
cuatro en la entrada principal, todos ellos registrando a la gente que abandonaba la
sala. Diez en total. Pertrechados con trajes protectores y máscaras, explicaban a todo
el mundo que se había producido una amenaza de bomba y que debían evacuar el
edificio a la mayor brevedad posible. Nadie se preguntó por qué llevaban armas
automáticas que, además, empleaban para empujar a la gente.
Nadie excepto el señor Trope, que se acercó a uno de ellos y le dijo:
—Oiga, joven, le ruego que, con mis chicos delante, oculten esas armas.
Eso fue suficiente para que el guardia se distrajera y que Miranda y Sibby se
infiltraran en el medio de la multitud.
Ya habían dejado atrás a la primera pareja de soldados y sólo les quedaban otros
dos por delante. En ese momento, Ariel gritó:
—¿Señor Trope? ¿Señor Trope? Mire, allí está ella, Miranda Kiss. Ya le dije que se
había colado en la fiesta. Está justo en el medio, allí. Tiene que...
—¿Dónde está? —preguntó el señor Trope, detrás de Miranda—. ¿Adonde ha ido?
No pienso abandonar aquí a nadie.
—Por favor, señor —le respondió un soldado—. Deben evacuar la sala sin pérdida
de tiempo. La encontraremos. No se preocupe.
Miranda, que lo había oído todo, pensó que si lograba salir con vida de allí se
portaría mucho mejor con el señor Trope. Claro, sólo si salía con vida.
Arrastró a Sibby hasta el geiser Old Faithful.
—Métete ahí. Ya —le ordenó.
—¿No será mejor que me esconda en la Casa Blanca? ¿Por qué me tengo que meter
en esta especie de volcán?
—Porque a lo mejor necesito parte de la Casa Blanca. Por favor, haz lo que te digo.
Si te metes ahí, no podrán encontrarte, aun en el caso de que tengan visión nocturna.
—¿Y tú qué vas a hacer? Vas vestida de un blanco muy visible.
—Que es el mismo blanco que el de la decoración.
—¡Vaya! Qué bien se te da. Esto sí que es estrategia. ¿Dónde has aprendido a...?
Miranda se estaba haciendo la misma pregunta. ¿Por qué, tan pronto como había
oído el anuncio de evacuación, su mente había empezado a medir la distancia que la
Antología Noches de baile en le infierno
~134~
separaba de las vías de salida, a identificar las armas o a vigilar la entrada principal?
Que sus sentidos funcionaran en piloto automático era un alivio, ya que significaba
que sus poderes estaban cooperando. Sin embargo, ¿era lo bastante fuerte para
enfrentarse a diez hombres armados? Hasta el momento, su mejor marca estaba en
tres atacantes, y sin ametralladoras.
—Dame tus botas —le dijo a Sibby.
—¿Para qué?
—Para quitar de en medio a unos cuantos enemigos y que podamos salir de aquí.
—Pero me gustan mucho estas...
—Dámelas. Y la pulsera de goma también.
Miranda colocó la trampa y, al ver que un guardia se acercaba, contuvo la
respiración.
—Columna sudoeste —le oyó decir por la radio portátil—. Tengo a una.
Luego, vio cómo el guardia apartaba las cintas con la culata de su arma.
—¿Pero qué es lo que...? —inquirió el guardia.
Entonces, Miranda le disparó el trozo de azúcar que había constituido la nariz de
George Washington sirviéndose del tirachinas que había construido con la pulsera de
Sibby y un tenedor. El tiempo que había invertido en afinar la puntería había dado
sus frutos, ya que el proyectil había alcanzado al guardia y lo había hecho echarse
hacia delante. Cayó de bruces y se quedó desorientado y atontado, suficiente para
que ella lo atase de pies y manos con las cintas de la columna.
—Lo siento muchísimo —le dijo, dándole la vuelta para taponarle la boca con un
panecillo, y luego sonrió—. Ah. Hola, Craig. No es tu día, ¿eh? Espero que no te
duela mucho la cabeza. ¿Cómo? ¿Que te duele? No te preocupes, el dolor remitirá.
Más tarde, cuando te desaten, frótate las muñecas y los tobillos con agua caliente.
Adiós.
Recogió las botas, que había situado en la base de la columna a modo de reclamo,
y advirtió que otro guardia venía en su dirección a toda prisa. Le lanzó una de las botas
a modo de disco, y sonrió satisfecha cuando oyó el ruido que hizo el cuerpo del
guardia al chocar contra el suelo.
Dos fuera de combate. Todavía faltaban ocho.
Mientras se disculpaba con el segundo, que había perdido el conocimiento —
resultaba esperanzador que las botas de caña alta sirviesen para algo—, la radio de
éste emitió el sonido de una voz:
—León, aquí el jardinero. ¿Dónde estás? Manten la posición. ¿Me recibes?
Antología Noches de baile en le infierno
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Miranda estudió la radio y optó por hablar.
—Creía que te llamabas Caleb Reynolds, sargento. ¿A qué viene ese rollo del
jardinero? ¿No te gusta más «mago de las plantas», como te llama alguna amiga mía?
La radio chisporroteó. Luego se oyó la voz del sargento Reynolds.
—¿Miranda? ¿Eres tú? ¿Dónde estás? ¿Miranda?
—Aquí mismo —le susurró en el oído. Se había deslizado hasta allí sigilosamente
y, mientras él se volvía, le agarró el cuello con una mano y le presionó la garganta
con el tacón de la bota de Sibby.
—¿Con qué pretendes acuchillarme? —inquirió él.
—Lo único que te interesa saber es que va a dolerte mucho y que la herida se te va
a infectar si no me dices cuántos amigos han venido contigo y cuáles son vuestros
planes.
—Hay diez aquí y otros cinco en el exterior, vigilando las salidas. Pero yo estoy de
tu lado.
—¿Qué me dices, jardinero? No me llevé esa impresión cuando te vi en la casa.
—No me diste tiempo a hablar con la niña.
—Vas a tener que esforzarte un poco más. A mí no me engañas con esas tonterías.
—¿Tienes idea de quién es ella?
—¿Que quién es? Pues no.
El pulso de Reynolds se aceleró.
—Es una profeta de carne y hueso. La sibila cumana. Es una de las diez personas
que, uniendo sus fuerzas, pueden conocer y controlar el futuro del mundo.
—¡Vaya! Y yo que la creía una adolescente insoportable, un hervidero de
hormonas.
—La sibila actúa a través de diferentes cuerpos. O eso es lo que cree la gente con la
que trabajo. Delincuentes. Dicen que quieren protegerla, evitar que personas sin escrúpulos
se aprovechen de sus profecías, pero yo creo que su propósito es la
extorsión. Le oí decir a uno de ellos que, si la raptaban, podrían pedir una cifra de
ocho ceros en concepto de rescate —a medida que hablaba, su corazón iba latiendo
más despacio—. Mi trabajo consistía en averiguar dónde la iban a recoger, de modo
que ellos pudieran mandar a alguien allí con una pertenencia de la niña para
demostrar que estaba con nosotros y hacer que el capataz pagase el rescate.
A Miranda le pareció siniestro aquello de «una pertenencia de la niña».
—Pero tus planes eran otros —aventuró.
Antología Noches de baile en le infierno
~136~
—Están utilizando la vertiente religiosa del asunto como una tapadera bajo la que
esconder su codicia. Es asqueroso. Yo me preparé para desbaratar sus planes, pero
entonces —dijo, con voz agitada y el pulso cardiaco alcanzando cotas máximas—
apareces tú y lo complicas todo.
Miranda comprendió que el enfado de Reynolds no era fingido.
—¿Cómo pensabas desbaratar sus planes?
—Se suponía que yo debía lograr que la niña me dijese en qué lugar iban a
recogerla, ¿comprendes? Cuando tú te presentaste, yo iba a explicarle a la niña que
tenía que decir que iban a recogerla en cierto lugar que el destacamento encargado
del caso había elegido para detener a los tipos esos en cuanto aparecieran por allí.
Entretanto, debía conducir a la sibila a un lugar seguro en el que se produciría el
verdadero intercambio. Pero, insisto, llegaste tú y lo echaste a perder. Meses de
trabajo policial tirados por el retrete —sus latidos habían recuperado el ritmo normal.
Miranda lo soltó.
—Lo siento —le dijo.
Él se volvió con una expresión airada que pronto reemplazó por una media
sonrisa al ver la indumentaria de Miranda.
—Qué arreglada te has puesto —se mofó, y después añadió—: Oye, todavía
podemos reconducir la situación. ¿Tienes otro traje como ése?
—¿Otro uniforme de roller derbi? Claro. Pero no es del mismo color. Tira al azul.
—Eso no importa con tal de que se le parezca. Si las dos vais vestidas igual,
podremos convencerlos de que la sibila eres tú y, así, utilizarte de cebo y llevarla a
ella a lugar seguro.
Le explicó el resto del plan con rapidez.
—Aún sería mejor si nos pusiéramos las pelucas y las máscaras. Para redondear el
disfraz.
—Me parece bien. Perfecto. Ve a la entrada de servicio, por la que os colasteis. Hay
un guardia vigilando la puerta exterior, pero hay otra puerta a la izquierda que está
libre. Da a una oficina. Me encargaré de estos tipos y luego iré...
Dejó de hablar, levantó el arma y disparó una ráfaga. Volviéndose, Miranda vio
que había derribado a uno de los guardias.
—Nos ha visto juntos —se justificó él—. No puedo permitir que uno de esos
cabrones te capture o les cuente nuestro secreto a los demás. Los tendré distraídos
por aquí. Tú ve con la sibila, cambiaos y esperadme en la oficina.
Ya se había puesto en marcha cuando se le ocurrió una idea y se detuvo.
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~137~
—¿Cómo nos has encontrado? —le preguntó.
El ritmo cardiaco de Reynolds se ralentizó.
—Tu coche es fácil de seguir.
—Comprendo —repuso Miranda, y se marchó mientras oía a Reynolds decir por
la radio: «Una baja. Repito. Una baja».
Sibby estaba frenética.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Te han disparado?
—No. Creo que ya sé cómo saldremos de aquí.
—¿Cómo?
Miranda se lo explicó al tiempo que se cambiaban y, luego, ambas bordearon la
sala para dirigirse a la oficina. Mientras caminaban, oyó al sargento Reynolds
dándole órdenes a los guardias, manteniéndolos ocupados en rincones apartados de
la estancia, aconsejándoles cosas como: «¡No encendáis las luces! La oscuridad es
nuestra ventaja». En cierto momento, captó un gruñido de dolor, como si alguien
hubiese derribado a uno de los guardias. Estaba impresionada.
Llegaron a la oficina sin encontrarse con nadie. Sibby se sentó en la silla situada
tras la mesa. Miranda empezó a dar paseos cortos al ritmo que le marcaba el enorme
reloj de pared que presidía la oficina, a toquetear y sopesar objetos tales como un
cuenco de cristal, una caja con enseres de escritorio o una fotografía en la que podía
verse a un hombre, una mujer, dos niños pequeños y un perro, todos sentados en un
embarcadero con el crepúsculo de fondo. El perro llevaba puesta una gorra, como si
fuese uno más de la familia.
Una mano tapó el retrato.
—Miranda... Estoy aquí... Te estoy hablando...
Miranda dejó la fotografía sobre la mesa.
—Lo siento. ¿Qué me decías?
—¿Cómo sabes que no te ha engañado?
—Lo sé. Confía en mí.
—Pero si te equivocas...
—No me equivoco.
El reloj chasqueó. Miranda retomó sus paseos.
—Odio ese reloj —dijo Sibby.
Chasquido. Paseo. Sibby:
—No estoy segura de poder lograrlo.
Antología Noches de baile en le infierno
~138~
Miranda se detuvo y la miró.
—Pues claro que vas a lograrlo.
—Yo no soy valiente como tú.
—¿Cómo? Pero si eres tú la que ha besado ya a... ¿a cuántos? ¿Veintitrés?
—Veinticuatro.
—Has besado a veinticuatro en un solo día. Tienes valentía de sobra —Miranda
dudó un momento y agregó—: ¿Sabes a cuántos he besado yo en toda mi vida?
—¿A cuántos?
—A tres.
Tras dar un gritito, Sibby se echó a reír.
—¡Jolines! Ya sé por qué estás tan reprimida. O progresas un poco, o vas a tener
una vida muy triste.
—Gracias.
Dieciocho minutos después, el sargento Caleb Reynolds estaba junto a la puerta de
la oficina, espiándolas por una rendija. Le había costado un poco más de lo previsto
poner todo en orden, pero se sentía bien, confiado, y no le cabía duda sobre lo que
estaba a punto de suceder. Sobre todo viendo a las dos jóvenes vestidas con los
uniformes de las Bees, con aquellas faldas mínimas y las camisetas sin mangas, y
hasta con las máscaras y las pelucas. Eran idénticas entre sí, de no ser porque una iba
de azul y la otra de blanco. Como si fueran muñecas; sí, le gustaba considerarlas de
aquel modo. Eran sus muñecas.
Muñecas caras.
—¿Estás segura de que tus ganas de darle un beso no te están nublando el juicio,
Miranda? —estaba diciendo la muñeca azul.
—¿Y quién ha dicho que yo quiera darle un beso, eh, ladrona de besos? —
respondió la muñeca blanca.
—¿Y quién ha dicho que yo quiera darle un beso? —se burló la muñeca azul—.
Por favor. Deberías aprender a divertirte un poco. Vivir a tope.
—Seguro que aprendo en cuanto pueda librarme de ti, Sibby.
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~139~
La muñeca azul sacó la lengua, y estuvo a punto de hacer que Reynolds soltara
una carcajada. Eran muy guapas, aquellas muñecas, sobre todo cuando estaban
juntas.
—Ahora en serio —dijo la muñeca azul—. ¿Cómo sabes que podemos confiar en
él?
—Tiene sus propios planes —le explicó la muñeca blanca— y apuntan en la misma
dirección que los nuestros.
En aquel momento, Reynolds tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contener
una risotada. No sabía la muñeca hasta qué punto estaba en lo cierto, en especial, en
lo referente a sus propios planes.
Y tampoco sabía lo equivocada que estaba con respecto al resto.
Empujó la puerta hasta abrirla y las vio volverse con la ilusión de estar
contemplando a su salvador pintada en la expresión.
—¿Estás preparada, señorita Cumean?
La muñeca azul asintió.
—Cuida de ella —le recomendó la muñeca blanca—. Ya sabes lo importante que
es.
—Descuida. La dejaré en lugar seguro y regresaré a participar en la segunda parte
de la operación. No le abras la puerta a nadie que no sea yo.
—Entendido.
Reynolds regresó al cabo de un minuto escaso.
—¿Todo bien? ¿Sibby ya está a salvo?
—Ha ido a pedir de boca. Mis hombres estaban en donde debían estar. No ha
habido ningún problema
—Vale, pues ¿cuánto tenemos que esperar hasta que yo pueda salir de aquí?
El se le acercó y la arrinconó contra la pared.
—Cambio de planes —dijo.
—¿Cómo? ¿Es que has añadido una parte en la que me besas antes de que,
haciéndome pasar por Sibby, conduzca a los guardias a la emboscada que los SWAT
les tienen preparada?
A Reynolds le gustó el modo en que Miranda le sonreía mientras hablaba. Le dio
una caricia en la mejilla y dijo:
—No exactamente, Miranda —siguió acariciándola hasta tocarle el cuello.
—¿Pero qué estás dic...?
Antología Noches de baile en le infierno
~140~
Antes de que pudiera terminar, el sargento la aplastó contra la pared y la alzó en
vilo sujetándola por el cuello.
—Ahora sólo estamos tú y yo —dijo Reynolds, apretándole la garganta con más
fuerza—. Lo sé todo sobre ti. Quién eres. Qué es lo que puedes hacer.
—¿De verdad? —barbotó ella.
—De verdad, sí, princesa —Reynolds observó que los ojos de Miranda se
dilataban, que su víctima empezaba a atragantarse—. Sabía que lograría llamar tu
atención.
—No sé de qué estás hablando.
—Sé que tu cabeza tiene un precio. Miranda Kiss: se busca, viva o muerta. Mi plan
primigenio consistía en dejarte vivir durante un tiempo y capturarte más tarde, pero,
por desgracia, a ti se te ocurrió la gran idea de intervenir. Si te hubieras preocupado
de tus asuntos en vez de fijarte en los míos, princesa. Pero ahora no puedo permitir
que vuelvas a entorpecerme el camino.
—¿Te refieres a lo que te propones hacer con Sibby? Tú eres el que quiere
apropiarse del dinero. Tú traicionaste a esos tipos y les hiciste creer que compartías
su causa, al igual que has hecho con nosotras.
—Pero qué chica tan lista.
—¿Entonces me matas, la secuestras a ella y te quedas con el dinero? ¿Eso es todo?
—Sí. Como en el Monopoly, princesa. Permiso de paso y recaudación de
doscientos dólares. Sólo que en este caso son cincuenta millones. Por la niña.
—¡Vaya! —la sorpresa de Miranda no era fingida—. ¿Y cuánto te darán por mí?
—¿Muerta? Cinco millones. Pero viva vales más. Por lo visto, hay quien piensa
que eres una especie de supermujer, que posees superpoderes. Sin embargo, ahora ya
no hay tiempo para eso.
—Eso ya lo has dicho —balbució ella.
—No me digas que te estás aburriendo, Miranda—Reynolds cerró los dedos un
poco más—. Siento que no sea un final demasiado novelesco —afirmó, sonriente,
mirándola a los ojos mientras la estrangulaba.
Advirtió que a ella comenzaba a faltarle el aire.
—Ya que vas a asesinarme, ¿te importaría acabar de una vez? Está siendo
desagradable.
—¿Te refieres a lo que te hago con las manos? ¿O tiene que ver con la sensación de
que fracasas...
—No estoy fracasando.
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~141~
—... una vez más?
Ella le escupió en la cara.
—Sigues teniendo agallas. Eso es lo que admiro de ti. Creo que tú y yo habríamos
llegado lejos, pero, por desgracia, ya no hay tiempo para eso.
Ella presentó batalla una última ocasión, arañándole las manos con que le
atenazaba el cuello, los antebrazos, cualquier parte de su cuerpo, pero él no se
inmutó. Desesperanzada, dejó caer las manos.
Él se le acercó tanto que ella pudo olerle el aliento.
—¿Unas últimas palabras?
—Pues sí: Listerine contra el mal aliento. Te hace mucha falta.
Él se rió y le presionó el gaznate hasta que se le cruzaron las manos.
—Adiós.
Por un segundo, ella sintió que la mirada de su ejecutor le quemaba los ojos.
Después, él oyó un fuerte chasquido y notó que algo le golpeaba en la cabeza por
detrás. Trastabilló, soltó a la chica y perdió la consciencia antes de aterrizar en el
suelo.
Todavía sosteniendo el reloj, la muñeca azul pensó que él nunca sabría quién le
había golpeado.
Vestida con el uniforme azul, Miranda se deshizo del hombre al que le había
atizado con el reloj y corrió hacia Sibby. A sus muñecas todavía se abrazaban los aros
de unas esposas, y de cada uno de ellos colgaba un trozo de cadena. Le temblaban las
manos y los brazos.
Con sumo cuidado, levantó a la niña, inconsciente.
—Vamos, Sibby, abre los ojos.
No debía haber tardado tanto. El plan era sencillo: Sibby y ella intercambiarían su
identidad cambiándose los uniformes. Cuando, como Miranda esperaba, el sargento
Reynolds las traicionase, sería Miranda, disfrazada de Sibby, la que él entregaría a
sus hombres. Miranda acabaría con ellos y luego volvería a rescatar a Sibby.
Al menos, así debía haber sido.
—Venga, Sibby, arriba —dijo Miranda, tomando a la niña en brazos y echándose a
correr.
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Notaba el pulso de Sibby, pero era débil e irregular. Cada vez más débil. «Esto no
estaba previsto.»
—Despierta, Sibby —dijo, con voz quebrada—. Ya ha salido el sol.
Miranda no había calculado que se encontraría con los cinco gorilas de Reynolds
esperándola —¿no tendría que haber estado uno de ellos esperando fuera con el
coche en marcha?—, pero, en especial, no había previsto que la mujer a la que el
sargento había ido a buscar al aeropuerto tuviese los nudillos cubiertos de anillos de
metal. El puñetazo que ésta le había propinado a Miranda les había dado tiempo
para esposarla a una tubería mientras ella se recuperaba, así que había tenido que
noquearlos con una serie de certeras patadas y romper la cadena de las esposas para
liberarse, y eso había hecho que se retrasara más de la cuenta. Dándole al sargento
más tiempo del planeado para que se ensañara con el esófago de Sibby.
Mucho más.
Los latidos eran cada vez más frágiles, casi inaudibles.
—Lo siento muchísimo, Sibby. Tendría que haber llegado antes. Lo he dado todo,
pero no era capaz de romper las esposas, estaba muy atontada y... —Miranda no veía
con claridad y se dio cuenta de que estaba llorando. Tropezó, pero se recuperó y
siguió corriendo—. Sibby, no puede pasarte nada. No puedes dejarme así. Si no te
despiertas, te juro que jamás volveré a divertirme. Ni una sola vez —el pulso de la
niña era poco más que un rumor, y estaba pálida como un fantasma. Miranda sofocó
un sollozo—. Dios, Sibby, por favor...
Un temblor sacudió los párpados de Sibby, quien, al poco, recuperó el color en las
mejillas y el soniquete del ritmo cardiaco.
—¿Ha ido bien? —murmuró.
Miranda contuvo las ganas de abrazarla con todas sus fuerzas y tragó el aparatoso
nudo que le atenazaba la garganta.
—Sí, bien.
—¿Le has...?
—Le he dado con el reloj, como pedías.
Sibby sonrió, le acarició la mejilla y cerró los ojos. No volvió a abrirlos hasta que
estuvieron en el coche y empezaron a alejarse del edificio de la Sociedad Histórica. Se
incorporó y miró alrededor.
—¡Eh! Estoy en el asiento de delante.
—Sólo por esta vez —le explicó Miranda—. No te acostumbres.
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—Vale —Sibby estiró el cuello y giró la cabeza a un lado y a otro—. Era un plan
estupendo. Cambiarnos los uniformes de modo que te confundieran conmigo y no se
anduvieran con contemplaciones.
—Todavía no deben de saber qué ha ocurrido —Miranda se arremangó—. He roto
la cadena, pero no puedo quitarme los aros de las esposas.
Por algún motivo, Miranda pensó en lo que le había dicho Kenzi durante el baile:
«¿Estás preparada para desembarazarte de las inseguridades de la juventud? ¿Lista
para adueñarte del futuro?».
—¿Qué ha pasado con el mago de las plantas?
—He dejado un mensaje anónimo en el contestador de la policía diciendo dónde
pueden encontrarle a él y a los guardias a los que les disparó. A estas alturas, estará
yendo de camino a la cárcel.
—¿Cómo estabas tan segura de que él intentaba engañarnos?
—Siempre sé cuándo alguien está mintiendo.
—¿Cómo?
—Fijándome en varias cosas. Pequeños gestos. Pero, en esencia, fijándome en el
ritmo al que les late el corazón.
—¿Porque, cuando mienten, el corazón les late a más velocidad?
—Depende del caso. Primero debes fijarte en cómo reaccionan cuando están
siendo sinceros, y luego podrás saber en qué momento mienten. Al sargento se le
reducía el rimo cardiaco cada vez que mentía, como si su corazón quisiese ir con más
cuidado.
Sibby la miró con atención.
—¿Puedes oír los latidos del corazón de cualquiera?
—Oigo muchas cosas.
Sibby estuvo un rato meditando.
—Cuando el mago de las plantas me estaba estrangulando me llamó princesa. Y
dijo algo así como que había gente que te cree una especie de supermujer.
Miranda notó que se le hinchaba el pecho.
—¿Eso dijo?
—Y también que tu cabeza tenía precio. Que te buscan, viva o muerta. Sin
embargo, siento decir que valgo diez veces más que tú.
—No fanfarronees.
—¿Entonces es cierto? ¿Eres una supermujer?
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—A lo mejor resulta que te has quedado sin oxígeno en el cerebro, pero lo cierto es
que las supermujeres sólo están en los cómics. Son una invención. Yo soy real, soy
una persona como otra cualquiera.
Sibby resopló.
—Perdona pero tú no eres nada normal. Eres una neurótica y no tienes remedio —
hizo una pausa—. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Eres o no eres una
princesa con superpoderes?
—¿Y tú eres una profetisa sagrada que sabe todo lo que va a ocurrir?
Sus miradas se encontraron. Ninguna de las dos dijo nada.
Sibby se desperezó y se despatarró sobre el asiento, y Miranda subió el volumen
de la radio. Ambas sonreían.
Tras unos cuantos kilómetros, Sibby dijo:
—Me muero de hambre. ¿Por qué no paramos a tomar una hamburguesa?
—Sí, pero como tenemos un horario que seguir, nada de besar a desconocidos.
—Sabía que dirías eso.
Sentada en el coche, Miranda observó cómo la lancha motora desaparecía en el
horizonte. Sibby se había marchado. «No tienes tiempo para relajarte —se dijo a sí
misma—. Es posible que el sargento Reynolds vaya a la cárcel, pero todavía puede
hablar, porque sabes que te mintió cuando le preguntaste cómo te había encontrado,
lo que implica que hay alguien en el internado que sabe algo, y además está lo de la
recompensa que se ofrece por tu captura...»
Su teléfono móvil comenzó a sonar. Alargó un brazo, cogió la chaqueta del traje,
que estaba en el asiento del copiloto, e intentó introducir la mano en el bolsillo
interior, pero descubrió que el aro de las esposas que tenía en la muñeca le
dificultaba la operación. Así las cosas, levantó la chaqueta y la sacudió.
Descolgó en el último momento.
—Hola.
—¿Miranda? Soy Will.
El corazón se le paró.
—Hola —sintió un súbito pudor—. ¿Te lo... pasaste bien en la fiesta?
—Sí, por lo menos hasta cierto momento. ¿Y tú?
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—Pues también, por lo menos hasta cierto momento.
—Te estuve buscando tras lo de la amenaza de bomba, pero no te encontré.
—Ya, es que me encontré en una situación un tanto peliaguda.
Se produjo un silencio, que ambos rompieron a la vez.
—Tú primero —dijo él.
—No, tú —repuso ella, y ambos se troncharon de risa.
—Oye —dijo él—, no sé si pensabas venir a la casa de Sean para seguir la fiesta.
Está aquí todo el mundo. Hay mucho ambiente. Pero...
—¿Pero qué?
—Me preguntaba si no preferirías ir a desayunar unos gofres. ¿En Waffel House?
¿Tú y yo?
Miranda olvidó que le hacía falta respirar.
—Eso sería fantástico —respondió, pero, recordando de pronto que no debía
mostrar tanto entusiasmo, agregó—: Sí, eso estaría bien, supongo.
Will se rió con aquella risa capaz de fundir la mantequilla.
—Yo también creo que sería fantástico —dijo.
Tras colgar, Miranda comprobó que le temblaban las manos. Iba a desayunar con
un chico. Y no sólo con un chico, sino con Will. Un chico que se salía de órbita y que
la consideraba excitante.
«Y también una loca. No sé qué dirá cuando te vea con esas esposas.»
Intentó, una vez más, arrancarse los aros con la mano, pero todo fue imposible. O
bien no eran esposas corrientes, o tumbar a diez tipos en una sola noche —o, más
bien, a ocho, dado que a dos de ellos los había tumbado dos veces— la había dejado
sin fuerzas. Qué interesante, aquello de que pudiese quedarse sin fuerzas. Tenía
mucho que aprender de sus poderes. Pero más tarde.
En aquel momento, tenía media hora libre para ingeniárselas y quitarse los aros de
las esposas. Comenzó a devolver a su lugar todas las cosas que habían caído de la
chaqueta y, al parar el coche, vio una cajita que no recordaba.
Era la que Sibby le había dado al conocerse... ¿De verdad que sólo habían pasado
ocho horas desde entonces? Le había dicho algo extraño, que Miranda recordó de repente.
«Yo creo que si es tuyo», había dicho, enfática, entregándole la caja y el cartel
que llevaba su nombre.
Miranda abrió la cajita. En su interior, envuelta en un trozo de terciopelo negro,
estaba la llave de las esposas.
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«¿Lista para adueñarte del futuro?»
Sí, iba a intentarlo.

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