ARGUMENTO
Cinco historias de amor y seducción sacudidas
por lo sobrenatural. Vampiros exterminadores,
ángeles contra demonios... todo tipo de seres
fantásticos que se aliarán en este volumen para
convertir los bailes de fin de curso en algo...
inolvidable.
MADISON AVERY Y LOS CARONTES
Kim Harrison
«Henos aquí: un general británico, una damisela y un pirata haciendo su entrada
en un gimnasio», pensé mientras observaba los cuerpos moverse en medio del desconcertante
caos resultante de la inexperta y reprimida lujuria adolescente. Nada
como dejar que el instituto Covington convirtiese el baile de fin de curso en un mal
chiste. Por no hablar de mi decimoséptimo cumpleaños. ¿Qué estaba haciendo allí?
Se suponía que los bailes consistían en vestidos de verdad y una banda de música, y
no en vestidos alquilados, música en lata y serpentinas. Y se suponía que mi
cumpleaños iba a ser... cualquier cosa menos aquello.
—¿Seguro que no quieres bailar? —me gritó Josh en el oído, empapándome con su
aliento dulzón.
Intenté no responderle con una mueca. Mantuve la vista fija en el reloj situado
junto al marcador del gimnasio mientras calculaba si una hora más de fiesta sería
tiempo suficiente para que mi padre no me interrogara. La música era machacona: un
mismo pulso rítmico que se repetía sin cesar. Nada nuevo en los anteriores cuarenta
minutos. Y el bajo estaba demasiado alto.
—Sí —contesté, apartándome al compás de la música al notar que intentaba
tomarme por la cintura—. Sigo sin querer bailar.
—¿Qué tal algo de beber? —insistió él, y, tras ladear la cadera, crucé los brazos
para ocultarme el escote. A pesar de que mi desarrollo no fuese, en lo referente a los
pechos, nada espectacular, el corsé del vestido me los levantaba de un modo artificial
y exagerado, y estaba cohibida.
—No, gracias —contesté con un suspiro.
Pese a que no debió de oírme, captó el mensaje y recorrió con la mirada la
estancia. Los vestidos de noche y los recortadísimos disfraces de tabernera se
mezclaban con bravucones piratas y marineros. Aquél era el tema al que se había
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dedicado la fiesta: los piratas. ¡Dios! Yo había estado dos meses trabajando en el
comité organizador de mi antiguo instituto. La fiesta iba a ser el no va más, con una
barcaza a la luz de la luna y un conjunto musical, pero nooo. Mamá había dicho que
a papá le venía bien pasar un tiempo conmigo. Que estaba atravesando la crisis de
los cuarenta y que necesitaba rescatar algo de su pasado con lo que no hiciese falta
discutir. Creo que se había asustado al verme escabulléndome de casa para ir a tomar
un capuchino tardío y, por eso, me había enviado de vuelta a Dullsville y a papá,
sabiendo que yo le hacía más caso a él. Vale, pasaban de las doce. Y era probable que
fuera en busca de algo más que simple cafeína. Y, sí, ya estaba castigada por haber
llegado tarde la semana anterior; precisamente por ese motivo me estaba escapando.
Toqueteando el recio encaje de mi vestido colonial, me pregunté si aquella gente
tenía siquiera una idea de lo que era una verdadera fiesta. Quizá les daba igual.
Josh estaba frente a mí, meneando la cabeza al son de la música y, por lo visto, con
muchas ganas de bailar. No muy lejos, junto a la mesa en donde la comida estaba
dispuesta, se encontraba el tipo que se había colado detrás de nosotros. Miraba en
nuestra dirección, y yo le clavé los ojos sin saber si se interesaba por Josh o por mí. Al
verme observándole, se dio la vuelta.
Volví la mirada hacia Josh, que había empezado a bailar tímidamente, a medio
camino entre el lugar en donde me hallaba yo y la masa de danzarines. Mientras
saltaba y se agitaba, pensé que, en realidad, su vestimenta —el típico traje de general
británico, rojo y blanco, más charreteras y una espada de juguete— le sentaba bien a
su complexión, delgada y torpe. Seguro que había sido idea de su padre, el más
gordo de entre los peces gordos del centro de investigación, que había conservado a
su personal cuando la base militar se había mudado a Arizona. Aun así, se
complementaba muy bien con mi recargado vestidito.
—Vamos, venga. Todo el mundo baila —insistió al descubrirme mirándolo, pero
yo, casi sintiendo pena por él, le dije que no con la cabeza. Me recordaba a uno de
esos tipos del club de fotografía que cerraban la puerta del cuarto oscuro con idea de
aprovecharse un poco de la situación. Menuda injusticia. Me había pasado tres años
tratando de ponerme al nivel de las chicas guapas, tras los cuales allí me encontraba,
comiendo pastelitos en un gimnasio. El día de mi cumpleaños, encima.
—No —contesté. Lo que quería decir era, en realidad: «Lo siento, no me interesas.
Convendría que me dejaras en paz».
Incluso Josh, el gafotas terco y patoso, supo entenderlo. Dejó de bailotear y me
clavó dos ojos muy azules.
—Dios, eres una bruja, ¿sabías? Te pedí que vinieras conmigo porque mi padre me
obligó a hacerlo. Si quieres bailar, estaré por allí.
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Me quedé sin respiración, boquiabierta, como si me hubiese dado un puñetazo en
el vientre. Él alzó las cejas con vehemencia y se alejó con las manos en los bolsillos y
la barbilla bien alta. Dos chicas se apartaron para dejarle pasar y, tras perderlo de
vista, me miraron y comenzaron a cotorrear.
«Oh, no. Soy una pareja de baile desastrosa.» Parpadeé varias veces y aguanté la
respiración, decidida a que los ojos no se me humedecieran. Qué calamidad. No sólo
era la nueva, ¡sino también una acompañante fatal! Mi padre se había portado muy
bien con su jefe, y éste le había dicho a su hijo que viniera conmigo al baile.
«Mierda y gusanos podridos», susurré, preguntándome si de verdad todo el
mundo me estaba mirando o si eran imaginaciones mías. Me coloqué tras la oreja un
mechón de cabello y me retiré a la pared, en la que me apoyé con los brazos cruzados
fingiendo que Josh se había ido a buscar unos refrescos. Pero la procesión iba por
dentro. Acababan de dejarme tirada como una colilla. No. Un cretino me había
dejado tirada como una colilla.
«Lo que te queda por delante, Madison», me dije, dolida, ante la sola idea de los
cotilleos del lunes. Divisé a Josh en las cercanías de la mesa, ignorándome a
propósito. El chico disfrazado de marinero que había entrado detrás de nosotros
estaba hablando con él. Yo no sabía si eran amigos. El marinero le daba codazos para
señalarle los cortísimos vestidos que apenas cubrían a las chicas que bailaban frente a
ellos. Era de esperar que no lo reconociese, pues, por la sencilla razón de que no
estaba contenta en mi nuevo hogar y que no me importaba que los demás se diesen
cuenta, había estado evitando a todo el mundo.
A pesar de que había pertenecido al club de fotografía en el lugar del que
procedía, no era una pija ni tampoco una estrecha. Mis esfuerzos no habían dado
resultado y no había logrado estar a la altura de las verdaderas triunfadoras. Y
tampoco era gótica, pastillera, un cerebrito ni una de esas que jugaban a ser
científicos imitando lo que hacían papá y mamá en el centro de investigación. No
encajaba en ningún sitio.
«Error —me dije mientras Josh y el marinero se reían—. Encajo con las brujas.»
El marinero hizo que Josh se fijara en otro grupo de chicas, que profirieron risitas
por algo que les dijo. El marinero en cuestión llevaba los castaños y rizados cabellos
apretados bajo el gorrito, y el blanco nuclear de su indumentaria le daba el mismo
aspecto que tenían todos los que habían rechazado el disfraz de soldado en favor del
de marinero. Era alto, y había una elegancia sutil en sus gestos que revelaba que
había dejado de ser un niño. Parecía mayor que yo, pero no debía de serlo por
mucho. Al fin y al cabo, él también había venido al baile.
«Y yo no tengo que estar aquí», pensé de repente, apartándome de la pared con los
codos. Josh debía acompañarme a casa, pero mi padre vendría a recogerme si lo llamaba.
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La preocupación hizo que mi viaje a través del gentío hasta las puertas de salida
perdiese fuelle. Mi padre me preguntaría por qué no me había llevado Josh. Podía
soportar su sermón sobre la obligación de ser agradable e integrarme, pero la
vergüenza era demasiado.
Al levantar la mirada, topé con los ojos de Josh. El marinero trataba de ganarse su
atención, pero Josh me observaba a mí. Se burlaba.
Con eso fue suficiente. No iba a llamar a mi padre de ninguna manera. Y tampoco
iba a subirme en el coche de Josh. Iría andando. Los ocho kilómetros enteros. Con
tacones. Una húmeda noche de abril. Embutida en el vestido. ¿Qué era lo peor que
me podría pasar? ¿Encontrarme con una vaca despavorida? Cuánto echaba de menos
mi coche.
—Hora de irse —murmuré, aferrándome a mi resolución y también al vestido, con
la cabeza baja mientras golpeaba con los hombros a quienes me entorpecían el
camino. No pintaba nada en aquel lugar. La gente hablaba entre sí, pero me daba
igual. No necesitaba tener amigos. Los amigos estaban sobrevalorados.
La música aceleró el ritmo y la gente, con cierta torpeza, trató de amoldarse a él.
Salí de mi ensimismamiento cuando advertí que estaba a punto de chocar con
alguien.
—¡Perdona! —grité, intentando hacerme oír, y luego me quedé pasmada.
«Vaya, vaya. Aquí tenemos al señor Capitán de los Piratas. ¿Dónde habrá estado
estas últimas tres semanas y, sobre todo, habrá más como él en algún lugar?»
Nunca lo había visto. En ninguna ocasión desde que estaba empantanada en aquel
pueblo. De lo contrario, me acordaría. Y no era así, por mucho que me esforzara.
Sonrojándome, solté la falda y me cubrí las clavículas con la mano. Así vestida, me
sentía como una fulana pechugona. Él llevaba un disfraz de pirata, negro y ceñido, y
un colgante color pizarra en el pecho, a medias descubierto. Una careta semejante a
la del Zorro le cubría el rostro. Colgaban de ella unos flecos de seda que se
mezclaban con el cabello, oscuro, ondulado y exuberante. Era unos cuantos
centímetros más alto que yo y, mientras recorría su prieto cuerpo con la mirada, me
pregunté dónde se había estado escondiendo aquel monumento.
«Desde luego, no en el aula de música ni en la clase de Política de Estados Unidos
que imparte la señora Fairel», pensé mientras las luces proyectaban su intermitencia
sobre él.
—Disculpa —dijo, tomándome de la mano.
Se me cortó la respiración, no tanto por el contacto como por su acento, que no
pertenecía al Medio Oeste: una especie de cadencia lenta y suave en la que se intercalaba
la tajante exactitud del buen gusto y la sofisticación. Casi podía distinguir en
él los tintineos del cristal y la armonía de la risa, los mismos sonidos reconfortantes
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que tantas veces me habían ayudado a conciliar el sueño mientras las olas rompían
en la playa.
—No eres de por aquí —le espeté mientras me acercaba para oírlo mejor.
Vi crecer una sonrisa en medio del bálsamo que constituían aquella piel morena y
los cabellos oscuros, tan familiares en medio de las caras pálidas y las cabelleras rubias
que dominaban la prisión del Medio Oeste.
—He venido a pasar una temporada — explicó—. Estoy de intercambio, digamos.
Igual que tú —le lanzó una mirada desdeñosa a la gente de alrededor, que se movía
con escaso sentido del ritmo y aún menos originalidad—. En este lugar hay
demasiadas vacas, ¿no crees?
Me reí y, al tiempo, rogué no parecer una esnob descerebrada.
—¡Sí! —celebré casi a gritos, tirando de él hacia abajo para hablarle al oído—. Pero
no estoy aquí de intercambio. Me mudé de Florida. Mi madre vive allí, no lejos de la
costa, pero ahora he venido a la casa de mi padre. Estoy de acuerdo contigo. Esto es
espantoso. Pero, al menos, tú puedes irte a casa.
«¿Y dónde está tu casa, señor Capitán de los Piratas?»
Un tenue indicio de marea baja y canales de agua vino hasta mí, como un
recuerdo, procedente de él. Y, aunque a algunos no les pareciese agradable, hizo que
se me saltaran las lágrimas. Echaba de menos mi antiguo instituto. Echaba de menos
el coche. Echaba de menos a mis amigos. ¿Por qué mamá se había puesto así?
—Cierto —convino él, con una sonrisa irresistible. Se pasó la lengua por los labios
y se irguió—. Deberíamos salir de la pista de baile. Estamos en medio del... jolgorio.
Se me aceleró el corazón. No quería moverme. Corría el riesgo de que se marchara
o, aún peor, de que alguien se lo adjudicase pasándole el brazo por los hombros.
—¿Te apetece bailar? —le pregunté, nerviosa—. No es que se me dé muy bien,
pero esta música tiene ritmo.
Su sonrisa se amplió, y mi pulso por poco se desboca. «Oh, Dios. Creo que le
gusto.» Me soltó la mano, asintió y, tras alejarse un paso, comenzó a moverse.
Por un momento, olvidé acompañarlo y me dediqué a regalarme la vista con su
figura. No hacía extravagancias. Por el contrario, su estilo era otro... Con aquellos
movimientos lentos, resultaba mucho más impactante que si se hubiese puesto a
girar como una peonza.
Al advertir que lo miraba, me sonrió por debajo de la misteriosa máscara, y sus
ojos, de un color a medio camino entre el gris y el azul, me devolvieron la mirada y
me invitaron a aproximarme. Tomé aire, deslicé la mano en la calidez de la suya y
permití que me pusiera en movimiento.
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Bailaba siguiendo los matices de la música, y yo me ofusqué tratando de imitar sus
pasos. Nos cimbreábamos, notábamos el cambio de cada sonido. Me permití
relajarme un poco y dedicarme sencillamente a bailar, lo que resultó ser más fácil si
dejaba de pensar en ello. Sentía cada uno de los golpes de cadera y cada giro de los
hombros, y la ilusión de algo nuevo comenzó a tomar forma en mi interior.
Mientras quienes nos rodeaban seguían efectuando abruptos y rápidos
aspavientos, nosotros danzábamos con lentitud, cada vez más cerca el uno del otro,
mirándonos con intensidad creciente a medida que yo tomaba confianza. Él me
guiaba a través del ritmo de la música, al que pronto se me amoldaron los latidos del
corazón.
—Por aquí casi todos me llaman Seth —anunció, casi arruinando el momento,
pero después me rodeó la cintura y me atrajo hacia sí. Oh, sí. Aquello estaba mejor.
—Madison —le respondí, disfrutando de lo que sentía al bailar más despacio que
los demás. Y, sin embargo, la música aceleraba y hacía que la sangre se me apurase
por las venas. Cuanto más extremo era el contraste, más atrevido se me antojaba lo
que hacíamos—. Nunca te había visto. ¿Estás en el último año?
Los dedos de Seth apretaron el fino algodón de mi vestido, o tal vez me
condujeron más cerca de él.
—El primero de la clase —respondió, agachándose para no tener que gritar.
Las luces de colores jugueteaban sobre su piel, y a mí me pareció flotar. Por mí,
Josh podía irse a freír espárragos. Esto sí era lo que un baile debía ser.
—Comprendo —dije, mirándole a los ojos con el propósito de reconocerlos—. Yo
estoy en un curso inferior.
Me sonrió sin separar los labios, y me sentí pequeña y protegida. Mi sonrisa iba
creciendo. Notaba que la gente empezaba a mirarnos, que dejaban de bailar y se
volvían. Deseé que Josh estuviese entre ellos. Seguro que seguía llamándome bruja,
¿a que sí?
Alcé la barbilla y me atreví a salvar la exigua distancia que todavía me separaba
de Seth. Nuestros cuerpos se tocaban y volvían a apartarse. El corazón estaba a punto
de salírseme por la boca, pero yo quería que Josh sufriese. Quería los cotilleos del día
siguiente, que lo tomasen por idiota por haberme dejado plantada. Quería... algo.
Las manos de Seth, jamás impertinentes o acuciantes, se me paseaban suavemente
por la cintura sin por ello impedirme bailar a mi aire, y me dejé llevar hacia una
dimensión sensual que todos aquellos paletos simplones no habían visto sino en la
televisión. Los labios se me crisparon al ver a Josh y al marinero con el que había
estado hablando hasta entonces. El rostro de Josh estaba lívido de ira, y le dediqué
una sonrisa afectada.
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—¿Quieres que se entere de que no estás con él? —dijo Seth, pensativo, y lo miré—
. Te ha hecho daño —agregó, dándome una caricia en la barbilla que me dejó hormigueos—.
Deberías mostrarle lo que ha perdido.
Sabía que era producto del rencor, pero, aun así, estuve de acuerdo.
Seth se quedó quieto y me abrazó con un gesto continuo y fluido. Iba a besarme.
Lo supe. Todos sus movimientos tenían aquel algo especial. Con el corazón
palpitándome bajo las costillas, incliné la cabeza hacia arriba justo en el momento en
que posaba los labios en los míos y las rodillas se me quedaron tiesas. Alrededor, la
gente se detenía a observar, algunos riéndose y otros con envidia. Cerré los ojos y me
balanceé para continuar el baile mientras nos besábamos.
Aquello era todo lo que yo podría desear. Allí donde me tocaba, surgía una ola de
calor que me recorría, cada vez más ardiente a medida que sus caricias subían de intensidad.
Nadie me había besado de aquel modo, y, de tanto miedo que me daba
estropearlo, apenas podía respirar. Le rodeaba la cintura con las manos, y se la
estreché aún más cuando él me tomó la cara y me la sostuvo como si fuera a
rompérseme. Sus besos tenían un sabor parecido al del humo de la madera. Yo
quería más... de aquello que no había conocido.
Un sonido grave se elevó desde detrás de él, tan leve como el rumor de un trueno
distante. Apretó las manos, y la adrenalina me inundó de arriba abajo. Los besos se
habían vuelto diferentes.
Alarmada, retrocedí un paso. Pese a haberme quedado sin resuello, me sentía
entusiasmada e impaciente. Los temperamentales ojos de Seth me miraban con
aquella expresión un tanto burlona que yo había alejado de mí. Aparté la vista de él,
pero seguí apoyándome en su cintura para mantener el equilibrio. Las mejillas de
Josh estaban encendidas, y su expresión era de enfado.
Alcé las cejas.
—Vamos —dije, tomando a Seth del brazo. Se me antojó imposible que alguien se
presentara con ánimo de arrebatarme el puesto. No después de aquel beso.
Confiada, eché a caminar con Seth a mi lado. Se nos abrió un pasillo por delante, y
me sentí como una reina. A pesar de que la música retumbaba y resonaba, todos nos
observaron caminar sin impedimento hasta las puertas, decoradas con papeles para
que pareciesen los portones de roble de un castillo.
«Plebeyos», pensé cuando Seth empujó la puerta y recibí la fresca corriente de aire
del pasillo. La puerta se cerró detrás de nosotros y la música dejó de atronarnos.
Arrastrando los tacones por las baldosas, fui reduciendo la marcha hasta detenerme.
Junto a la pared había una mesa cubierta con un mantel de papel a la que se sentaba
una mujer de aspecto cansado, la encargada de las entradas. Más lejos, en la entrada,
tres chicos remoloneaban junto a la puerta principal. El recuerdo de nuestros besos se
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abrió paso en mi mente y, de pronto, me puse nerviosa. Aquel chico era increíble.
¿Por qué estaba conmigo?
—Gracias —murmuré, mirando hacia arriba y luego más allá. Cuando advertí que
podía pensar que lo había dicho por los besos, me sonrojé—. Es decir, por sacarme de
allí con el orgullo a salvo —agregué, notando ardor en las mejillas.
—Vi lo que hizo —Seth me invitó a reanudar la marcha y recorrimos el pasillo
hasta llegar al aparcamiento—. O eso o le acabarías tirando el ponche por encima. Y
tú... —esperó a que nuestras miradas se encontraran—... tú querías una venganza
fría, sutil.
No pude evitar una sonrisa un tanto ñoña.
—¿Tú crees?
Actuando como alguien mucho mayor, inclinó la cabeza.
—¿Tienes cómo volver a casa?
Me detuve. El dio un paso más antes de darse la vuelta y mirarme con ojos
alarmados. Sentí frío.
—Lo... lo siento —dijo, parpadeando—. No quería decir que... Me quedaré contigo
hasta que alguien venga a buscarte. No me conoces de nada.
—No, no es eso —me apresuré a decir, avergonzada por el repentino
malentendido. Observé que la mujer encargada de las entradas nos estaba mirando
con perezoso interés—. Es que debo llamar a mi padre. Contarle lo que ha pasado.
La sonrisa de Seth dejó a la vista una blanca hilera de dientes.
—Por supuesto.
Hurgué en el bolso que había comprado junto con el vestido. Mientras sacaba el
teléfono y trataba de recordar el número de mi padre, él aguardó a unos metros. No
respondía nadie, y los dos nos volvimos al oír el ruido que la puerta del gimnasio
hizo al abrirse. Era Josh. Apreté la mandíbula.
Saltó el contestador automático, y, apresurada, farfullé: «Hola, papá. Soy Madison.
Me va a llevar a casa Seth...». Le hice una seña para que me dijera cómo se apellidaba.
—Adamson —respondió él a media voz, mirando fijamente a Josh tras la máscara
y unas largas y voluptuosas pestañas.
«Seth Adamson —dije—. Resulta que Josh es un imbécil. Estaré en casa en unos
minutos, ¿vale?» Sin embargo, dado que en mi casa no había nadie, difícilmente iba a
obtener una respuesta de mi padre. Esperé un momento, como si me hubiera parado
a escuchar. Luego, añadí: «Yo estoy bien. Josh es imbécil. Nada más. Nos vemos
enseguida».
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Satisfecha, plegué el teléfono y lo guardé. Me enganché al brazo de Seth y ambos
nos volvimos en la dirección de la puerta del gimnasio, a la espera de que Josh,
taconeando con sus zapatos de fiesta, llegase a nuestra altura.
—Madison... —estaba disgustado, lo cual contribuyó a incrementar mi
satisfacción.
—¡Hola, Josh! —dije con alegría. Se colocó a mi lado y noté la tensión que
emanaba de él—. Ya tengo con quien ir a casa, gracias —«por nada», añadí para mis
adentros como consecuencia del enfado que todavía me duraba. Tanto por su culpa
como por la de mi padre, quien, al fin y al cabo, había montado todo aquello.
—Madison, espera.
Me tocó el hombro y me di la vuelta. Josh se quedó helado y me soltó.
—Eres un imbécil —le espeté, echándole un vistazo a su indumentaria, que
entonces juzgué pobre—. Y yo no soy una bruja. Por mí, te puedes ir... por ahí —
agregué, conteniéndome para que Seth no pensara que era una malhablada.
Tras alargar un brazo, Josh me tomó de la cintura y tiró de mí.
—Escúchame —me ordenó, y el miedo que le leí en los ojos me impidió
responderle—. No conozco a ese tío. No seas idiota. Déjame llevarte a casa. A tus
amigos puedes contarles lo que quieras. A mí me da igual.
Traté de bufar para expresar con ello mi desdén, pero, como el corsé no me lo
permitía, alcé la barbilla. Él sabía que no tenía amigos.
—He llamado a mi padre. No pasa nada —afirmé, mirando, más allá de él, al alto
marinero, que había seguido a Josh hasta allí.
Sin embargo, Josh no estaba por la labor de dejarme marchar. Picada, giré el brazo
y, cuando estaba por agarrarle la muñeca para defenderme, él lo adivinó y me soltó
de pronto. Cariacontecido, retrocedió un paso.
—Pues entonces os seguiré hasta que estés en casa —prometió, dirigiéndole a Seth
una mirada fugaz.
—Haz como quieras —repuse sacudiéndome el pelo, feliz al comprobar que,
después de todo, Josh no era tan mal tío—. Seth, ¿tienes el coche en el aparcamiento
trasero?
Seth se acercó con una gracia y un refinamiento que contrastaban con el anodino
aspecto de Josh.
—Por aquí, Madison.
Al tomarme del brazo, creí distinguir en sus ojos un brillo de satisfacción. No me
extrañó. Obviamente, había venido solo al baile y, vistas las cosas, Josh sería el que
saldría solo.
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En un gesto de feminidad confiada, me ocupé de hacer sonar los tacones mientras
recorríamos el vestíbulo hacia las puertas del extremo opuesto. El vestido me hacía
sentir elegante, y Seth estaba fantástico. Josh y su silencioso compañero trotaron
detrás de nosotros como los extras de una película de Hollywood.
Seth abrió la puerta y me dejó pasar, pero los otros dos tuvieron que esperar a que
él la transpusiera. El aire refrescaba, y deseé haberle pedido a mi padre otros
cincuenta dólares que invertir en un chal a juego con el conjunto. Barajé la
posibilidad de quejarme para que Seth me ofreciese su abrigo.
La luna era una mancha difuminada tras las nubes y, mientras Seth me escoltaba
escaleras abajo, oí a Josh hablándole a su compañero con un tono furtivo y burlón.
Apreté las mandíbulas y seguí a Seth hasta un estilizado automóvil de color negro
que estaba aparcado sobre el bordillo. Era descapotable y, al imaginarme en el
asiento, bajo el nublado cielo, no pude evitar una sonrisa de oreja a oreja. Tal vez
pudiéramos dar un paseo antes de ir a mi casa. Pese al frío, quería que me viesen
sentada en aquel coche, junto a Seth, mientras el viento me agitaba los cabellos y
sonaba música por los altavoces. Seguro que Seth tenía un gusto musical excelente.
—Madison... —dijo Seth, abriendo la portezuela.
Sintiéndome torpe y especial a la vez, me acomodé en el asiento del copiloto y
noté que el algodón del vestido resbalaba sobre el cuero. Seth aguardó a que yo
introdujese el resto del vestido en el interior y luego cerró la portezuela con
suavidad. Me coloqué el cinturón de seguridad mientras él rodeaba el automóvil. Las
luces de emergencia arrancaban un brillo tenue de la negra carrocería. Sonreí al ver a
Josh correteando hacia su coche.
Seth me asustó, pues apareció de repente en el asiento del conductor sin que la
puerta hiciera ningún ruido. Arrancó el motor, y me agradó el potente bramido que
éste emitía. Por la radio empezó a sonar algo contundente. La letra era extranjera, y
eso le añadía atractivo. Josh encendió las luces de su coche, y Seth, con una sola
mano en el volante, se puso en marcha.
Mientras le miraba en la penumbra el pulso se me aceleró. El aire fresco se me
pegaba a la piel y, a medida que ganábamos velocidad, el viento comenzó a
colárseme por entre los cabellos.
—Mi casa está hacia el sur —le comuniqué cuando llegamos a la carretera
principal, y él tomó la dirección correcta. Los haces de luz del coche de Josh giraron
detrás de nosotros, y yo me arrebujé en el asiento lamentando que Seth no me
hubiese ofrecido el abrigo. Sin embargo, desde que estábamos en el coche, no me
había mirado ni me había dicho nada. Su confianza y audacia habían dejado paso...
¿a la ansiedad? Sin saber a qué se debía, una sensación de alarma empezó a crecer
lentamente en mi interior.
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Como si lo hubiese advertido, Seth me miró. Conducía sin atender a la carretera.
—Ya es tarde —me dijo a media voz, para mi sorpresa—. Ha sido fácil. Les dije
que sería más sencillo mientras fueses joven y estúpida. Casi no ha merecido la pena
el esfuerzo. Desde luego, no ha sido divertido.
Se me quedó la boca seca.
—¿Cómo?
Tras inspeccionar la carretera, Seth volvió a dirigirme la mirada. Estaba
acelerando, y me agarré al asidero de la puerta, tratando de apartarme de él.
—No es nada personal, Madison. Es sólo que tu nombre aparece en una lista.
Digamos, que de almas que deben ser robadas. Un nombre importante, el tuyo, pero,
a fin de cuentas, nada más que un nombre. Decían que era imposible, pero vas a ser
la llave que me abra las puertas de una corte más alta; tú y tu pequeña vida, que ha
llegado a su fin.
¿Qué diablos era aquello?
—Josh —dije, volviéndome, mientras Seth seguía pisando el acelerador—. Nos
sigue. Además, mi padre sabe dónde estoy.
Seth sonrió, y el rayo de la luna que se le reflejó en los dientes me hizo
estremecerme. Todo lo demás estaba perdido en sombras neblinosas y en el chillido
del viento.
—¿Insinúas que eso supone algún impedimento?
Dios mío. Estaba en un buen lío. Se me agarrotaron las entrañas.
—Para el coche —le exigí, aferrándome a la puerta con una mano y apartándome
los mechones de cabello de la cara con la otra—. Detén el coche y déjame bajar. No
puedes hacer esto. ¡La gente sabe dónde estoy! ¡Para el coche!
—¿Qué pare el coche? —se mofó—. Pararé el coche.
Seth clavó los frenos y dio un volantazo. Chillé y me sujeté como pude. El mundo
daba vueltas. Vacié los pulmones de un grito cuando percibí un gran estruendo
acompañado de una sensación de ingravidez. Nos habíamos salido de la carretera. La
gravedad se había invertido. Me pudo el pánico cuando comprendí que el coche
estaba dando una vuelta de campana.
Mierda. Era un descapotable.
Me encogí, me cubrí la nuca con las manos y empecé a rezar. Recibí una fuerte
sacudida y la oscuridad me envolvió. El golpe me había dejado sin aire. Me pareció
estar cabeza abajo. Después, salí despedida en la dirección contraria. Volví a ver el
gris del cielo y tuve el tiempo suficiente de tragar una bocanada de aire antes de que
el coche, cayendo por el terraplén, diese un nuevo vuelco.
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La negrura se me echó encima y el coche chocó contra el suelo.
—¡No! —aullé, desesperada, y luego gemí cuando, con una última sacudida, el
coche se detuvo y descansó sobre las cuatro ruedas. Salí catapultada hacia delante, y
el cinturón de seguridad se me hincó en el torso.
Me quedé inmóvil. Me dolía respirar. Dios, me dolía todo y, mientras resollaba,
observé el parabrisas, hecho pedazos. El resplandor de la luna titilaba en las astillas,
y seguí con la mirada la quebrada línea de cristales hasta descubrir que Seth no
estaba en su asiento. Sentía un dolor interno. No veía sangre, pero pensé que debía
de haberme roto algo. ¿Estaba viva?
—¡Madison! —oí a una voz llamar en la distancia—. ¡Madison!
Era Josh, y agucé la vista tratando de distinguir algo en la cima del terraplén, en el
que brillaban dos puntos de luz. Una figura emprendía el descenso: Josh.
Tomé aire preparándome para llamarlo, pero alguien me tomó la cabeza y me la
volvió en la dirección opuesta.
—¿Seth? —susurré. Parecía haber salido indemne. Estaba de pie, junto al coche
destrozado, vestido con su traje de pirata. La luna le arrancaba destellos plateados de
los ojos y el colgante.
—Sigo vivo —dijo, y las lágrimas me resbalaron por las mejillas. No podía
moverme, pero como el dolor era agudo y generalizado, me pareció que no me había
quedado paralítica. Menudo cumpleaños. Papá iba a matarme.
—Me he hecho daño —anuncié con un hilo de voz y, de inmediato, pensé que lo
que acababa de decir era una estupidez.
—No tengo tiempo para esto —contestó Seth, exasperado.
Espantada, vi cómo sacaba una hoz de entre los pliegues de su vestimenta. Quise
chillar, pero él levantó la hoja como si fuese a asestarme un mandoble y me faltó la
respiración. El filo, manchado de sangre, refulgía.
Fabuloso. Allí me encontraba yo con un psicópata. Había salido del baile con un
psicópata armado con una hoz. Desde luego, me había lucido con la elección.
—¡No! —grité, levantando los brazos, pero la hoja, siseando, cayó sobre mí y me
atravesó sin hacerme daño. Me miré el cuerpo, incrédula. El vestido no estaba roto y
no manaba sangre por ningún lado, pero, no obstante, sabía que la hoz me había
traspasado. De hecho, había llegado hasta el asiento.
Sin comprender, alcé la mirada y vi a Seth, que me observaba tras haber retirado la
hoz.
—¿Qué...? —inquirí, advirtiendo que el dolor físico había desaparecido. Pero me
había quedado sin voz. Él enarcó las cejas con menosprecio. Me quedé estupefacta al
Antología Noches de baile en le infierno
~71~
sentir el primer indicio de la nada más absoluta, a la vez desconocida y familiar como
un recuerdo hacía tiempo perdido.
Aquella aterradora sensación fue ganando terreno, devorando todos los
pensamientos que le salían al paso. Esponjoso y confuso, el vacío comenzó a operar
desde los límites de mi existencia y se movió hacia dentro. Se llevó la luna, luego la
noche, después mi cuerpo y, por último, el coche. Los gritos de Josh se desvanecieron
en un sordo silencio rasgado en el que sólo persistieron los plateados ojos de Seth.
Seth se dio la vuelta y se alejó.
—¡Madison! —oí débilmente, y luego sentí una levísima caricia en la mejilla. Pero
también eso se evaporó, tras lo cual no quedó nada.
2
La nada fue retrayéndose poco a poco de mi ser, para ser sustituida por una
dolorosa serie de pinchazos y el clamor de dos personas que discutían. Me sentía
mal, no tanto por el dolor de espalda, que apenas me dejaba respirar, sino por el
miedo que las voces, quedas y huidizas, convocaban entre mis recuerdos. Casi pude
oler la enmohecida pelusa de mi conejo de peluche cuando me ovillé para escapar de
aquellas voces, que me aterraban más allá de lo imaginable. Que me hubiesen dicho
que no era culpa mía no habría aliviado mi pesar. Un pesar que me proponía
almacenar en mi interior hasta que se convirtiese en parte de mí. Un dolor que calaba
los huesos. Llorar en brazos de mi madre significaría que la quería más. Llorar en el
hombro de mi padre significaría que lo quería más. Menuda forma de crecer tan
chunga.
Sin embargo, aquello... aquello no era una discusión entre mis padres. Parecía
tratarse de una pareja de chicos jóvenes.
Descubrí de pronto que respiraba mejor. Los últimos jirones de niebla
desaparecían dejando algún hormigueo a su paso, y los pulmones, doloridos como si
alguien se hubiese sentado sobre ellos, volvían a moverse. Tras comprender que tenía
los ojos cerrados, los abrí y me encontré con una mancha oscura. Olía a plástico.
—Tenía dieciséis cuando se subió al coche. Es culpa tuya —dijo una acalorada voz
joven y masculina en la distancia. Tuve la impresión de que la discusión había
comenzado hacía un rato, pero de ella sólo conseguía recordar retazos inconexos e
intercalados entre molestos pedazos de nada.
—No vas a conseguir echarme la culpa de esto —afirmó otra voz, esta vez de una
chica, y tan resuelta y amortiguada como la anterior—. Tenía diecisiete en el
momento de entregar el óbolo. El problema es tuyo, no mío. Vamos, ¡si ocurrió
delante de tus narices! ¿Cómo pudiste no darte cuenta?
Antología Noches de baile en le infierno
~72~
—¡No me di cuenta porque no tenía diecisiete! —rezongó la voz masculina—.
Cuando él la recogió, tenía dieciséis. ¿Cómo saber que iba a por ella? ¿Cómo es
posible que tú no estuvieses allí? Fue una metedura de pata gigantesca, pero fue
tuya.
La chica bufó, ofendida. Hacía frío. Tomé aire y me sentí un poco mejor. Los
hormigueos iban a menos, y los dolores a más. Me encontraba en un ambiente
sofocante, envuelta en mi propio aliento. Aquella oscuridad no era natural: había
algo que la provocaba.
—¡Eres un cabeza hueca! —le espetó la chica—. No me digas que metí la pata.
Murió con diecisiete años. Por eso yo no estaba allí. Ni siquiera me fue notificado.
—Los dieciséis no son asunto mío —repuso él con ira—. Creí que estaba ligando
con ese tipo.
De repente, advertí que el velo de oscuridad que retenía mi respiración era, en
realidad, una lámina de plástico. Alcé las manos y, presa del miedo, la arañé. El
pánico me abocó a incorporarme.
¿Estaba sobre una mesa? En cualquier caso, me hallaba sobre algo bastante duro.
Me quité el plástico de encima. Vi a dos chicos junto a unas puertas blancas y
descascarilladas mirándome con gesto sorprendido. El pálido rostro de la chica se
sonrojó, y el chico dio un paso atrás, avergonzado, como si lo hubiesen descubierto
discutiendo con ella.
—¡Ah! —exclamó la chica, echando hacia atrás la larga trenza que formaban sus
oscuros cabellos—. Estás despierta. Bueno, pues hola. Soy Lucy, y éste es Barnabas.
El chico se miró los pies y levantó una mano pudorosa para saludarme.
—¿Qué? —dijo—. ¿Cómo te va?
—Tú eras el que estaba con Josh —afirmé, señalándole con un dedo tembloroso.
El asintió, aunque siguió sin dirigirme la mirada. Su disfraz desentonaba al lado
de los pantalones cortos y la camiseta sin mangas que llevaba ella. Ambos llevaban
colgada del cuello una piedra de color negro. Esta no tenía nada de especial, pero,
como era lo único común en su aspecto, me llamó la atención. En todo caso, también
coincidían en estar enfadados y en mirarme con expresión estupefacta.
—¿Dónde estoy? —pregunté, y Barnabas golpeó las baldosas del suelo con el
pie—. ¿Dónde está Josh? —agregué, notando que debía de encontrarme en un
hospital, pero... Un momento. ¿Estaba metida en una bolsa para cadáveres?—. ¿Esto
es una morgue? —inquirí—. ¿Qué hago yo en una morgue?
Con movimientos espasmódicos, saqué las piernas de la bolsa y me puse en pie.
Los talones emitieron un chasquido al tocar el suelo. Tenía una etiqueta sujeta a la
muñeca con una banda elástica, y me la arranqué con violencia. Se me había roto la
Antología Noches de baile en le infierno
~73~
falda, que, además, estaba cubierta de manchas de grasa. Mi cuerpo estaba salpicado
de pegotes de hierba y mugre, y apestaba a antisépticos y a sudor. Aquello era
demasiado.
—Esto es un error —dije mientras me guardaba la etiqueta en el bolsillo.
Lucy resopló.
—De Barnabas —señaló, y el aludido dio un respingo.
—¡No es culpa mía! —se defendió, gesticulando—. Ella tenía dieciséis cuando se
subió a ese coche. ¿Cómo iba yo a saber que aquel día era su cumpleaños?
—Mira, no sé. Pero lo que cuenta es que murió con diecisiete, ¡de manera que es tu
problema!
¿Muerta? ¿Estaban ciegos?
—¿Sabéis qué? —exclamé, recomponiéndome—. Por mí, podéis seguir
discutiendo hasta el fin de los tiempos, pero yo tengo que llamar y decir que estoy
bien.
Dicho lo cual, me encaminé a la puerta, taconeando.
—Madison, espera —dijo Barnabas—. No puedes hacer eso.
—Conque no puedo —respondí—. Pues mira. El cabreo de mi padre debe de ser
monumental.
Seguí caminando, alejándome de ellos, y, cuando me encontraba a unos cuantos
metros, me asaltó la impresión de estar desconectándome. Mareada y confusa, apoyé
una mano en una mesa de metal cercana, pero el contacto con ella me la acalambró,
como si la frialdad de su superficie me hubiese llegado hasta el hueso. Me sentía...
esponjosa. Ligera. El suave rumor del sistema de ventilación comenzó a apagarse.
Incluso los latidos de mi corazón se volvieron distantes. Me volví, sujetándome el
pecho en un vano intento por hacer que la extraña sensación desapareciese.
—¿Qué...?
Barnabas, en el otro extremo de la habitación, se encogió de hombros.
—Estás muerta, Madison. Lo siento. Si te alejas demasiado de nuestros amuletos,
empezarás a perder sustancia.
Señaló la camilla.
Me quedé sin respiración. Me fallaron las piernas y estuve a punto de caerme. Yo
estaba allí. Es decir, seguía en la camilla. Yacía en la bolsa de plástico, pequeña y pálida,
con el vestido arremangado en un elegante despliegue de gracia atemporal y
olvidada.
¿Estaba muerta? ¡Pero si el corazón seguía latiéndome!
Antología Noches de baile en le infierno
~74~
Noté que iba a desplomarme.
—Estupendo. La señorita va a desmayarse —observó Lucy con sequedad.
Barnabas se adelantó de inmediato para sostenerme. Me rodeó con los brazos, y la
cabeza se me ladeó. Sin embargo, su contacto trajo de vuelta la actividad: los sonidos,
los olores, incluso el pulso cardiaco. Los párpados se me contrajeron. Los apretados
labios de Barnabas se hallaban a escasos centímetros de mí. Estaba muy cerca, y
emanaba de él un aroma que me hizo pensar en girasoles.
—¿Por qué no cierras el pico? —le sugirió a Lucy mientras me ayudaba a sentarme
en el suelo—. ¿Qué tal si ejercitas un poco la sensibilidad, eh? No olvides que es tu
trabajo.
El frío de las baldosas me recorrió el cuerpo y me aclaró la vista. ¿Cómo iba a estar
muerta? ¿Desde cuándo se desvanecían los muertos?
—No estoy muerta —afirmé, titubeante, y Barnabas me ayudó a apoyar la espalda
en una de las patas de la mesa.
—Sí, has muerto —se acuclilló a mi lado y me inspeccionó con preocupación. Con
preocupación sincera—. Lo siento muchísimo. Creí que su objetivo era Josh. No es
normal que dejen pruebas, como la de ese coche destrozado. Tu caso debe de ser de
los pocos descuidos en su historial.
Rememoré el accidente, y me llevé una mano al estómago. Josh había estado
presente. Me acordaba de eso.
—El también cree que estoy muerta. Es decir, Josh.
—Es que estás muerta —intervino Lucy, cáustica.
Dirigí la mirada hacia la camilla, pero Barnabas se interpuso para impedirme ver.
—¿Quiénes sois? —le pregunté, al tiempo que el mareo se me iba pasando.
Barnabas se levantó.
—Pues, bueno, somos Cuadros de Avistamiento, Recuperación, Organización y
Normalización de Tránsitos Erróneos.
Medité sobre ello. Cuadros de avistamiento, recuperación, organización...
¿CARONTE?
¡Horror! La adrenalina se me disparó. Me puse en pie de un salto y miré a la parte
de mí que estaba en la camilla.
—¡Trabajáis para la muerte! —grité, situándome detrás de la mesa. Noté que las
puntas de los dedos comenzaban a entumecérseme y, tras clavar los ojos en el
amuleto de Barnabas, me detuve—. Dios mío, estoy muerta —susurré—. No puede
Antología Noches de baile en le infierno
~75~
ser. Todavía no estoy preparada. ¡Me queda mucho por hacer en la vida! ¡Sólo tengo
diecisiete años!
—Oye, nosotros no somos carontes grises —se defendió Lucy, de brazos
cruzados—. Somos carontes blancos. Los carontes oscuros matan a las personas antes
de que les dé tiempo a entregar su óbolo, los blancos tratan de salvarlas y los grises
son unos traidores peligrosos y fanfarrones que tienen los días contados.
Barnabas parecía avergonzado.
—Los carontes grises son, en realidad, carontes blancos que cayeron en la trampa
y se pasaron... al otro lado. No hacen mucho daño, ya que los carontes blancos no les
dejamos, pero si se produce una crisis de mortalidad repentina y aguda, siempre
pasa que aparecen y se llevan a unas cuantas almas antes de tiempo, de la manera
más trágica posible. Son unos piratas. Carecen de honor —concluyó con voz amarga.
Seguí apartándome de ellos, paso a paso, sin entender la rivalidad de la que
hablaban, hasta que volví a sentirme mal. Miré los amuletos, me acerqué un poco a
ellos y la sensación se evaporó.
—Asesináis a la gente. Eso es lo que dijo Seth. ¡Habló de robar almas! ¡Sois unos
asesinos!
Barnabas se acarició la nuca.
—Pues no. Casi nunca asesinamos a nadie —intercambió una mirada con Lucy—.
Seth es un caronte oscuro, un caronte oscuro. Nosotros sólo nos presentamos cuando
ellos apresan a alguien demasiado pronto o cuando se produce un error.
—¿Un error? —alcé los ojos, esperanzada. ¿Significaba aquello que podían
devolverme al mundo?
Lucy dio unos pasos para aproximarse.
—A ver, tú no ibas a morir. Pero un caronte oscuro te atrapó antes de que te
hubiese llegado el momento de entregar el óbolo. Nuestro trabajo consiste en
detenerlos, pero, a veces, fallamos. Hemos venido a presentar una disculpa formal y
a conducirte a donde debes ir —miró a Barnabas—. Y tan pronto como él reconozca
que todo ha sido culpa suya, yo podré largarme de aquí.
Traté de no mirar mi cuerpo, tendido en la camilla, y me enderecé.
—Yo no voy a ninguna parte. Se trata de un error, ¿no? Pues no pasa nada.
¡Devolvedme a mi lugar! Quiero recuperar mi vida —aterrada, di un paso al frente—.
Porque podéis hacerlo, ¿verdad?
El rostro de Barnabas se contrajo.
—Es que ya es un poco tarde para eso. Todo el mundo sabe que has muerto.
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—¡Me da igual! —grité. De pronto, palidecí. Mi padre. Él creía que yo estaba...—.
Papá... —murmuré con espanto. Tomé una bocanada de aire y, tras volverme en la
dirección de las puertas, eché a correr.
—¡Espera! ¡Madison! —bramó Barnabas, pero yo embestí las puertas con todas
mis fuerzas y logré, a duras penas, atravesarlas a pesar de que no se hubiesen abierto
lo suficiente para permitirme el paso.
Llegué a otra estancia. Acababa de atravesar unas puertas. Era como si mi cuerpo
no existiese.
Había un señor gordo sentado a una mesa, quien se sobresaltó al oír el leve
chirrido que emitieron los goznes de las puertas. Abrió sus ojillos de rata y suspiró.
Me señaló con un dedo.
—Se trata de un error —le espeté, preparándome para seguir mi camino a través
de un tenebroso pasillo abovedado—. No estoy muerta.
Sin embargo, la misteriosa sensación estaba volviendo a adueñarse de mí. Me sentí
ingrávida y difusa. Estirada. Los sonidos me llegaban deformados, y una cortina gris
comenzaba a empañarme la visión.
A mis espaldas, Barnabas empujó las puertas y entró. Todo volvió a la normalidad
como por ensalmo. Mis fuerzas dependían del amuleto. Tenía que conseguir uno
para mí.
—Sí que está muerta —corrigió él, que no se detuvo hasta que me agarró de la
muñeca—. Esto es una alucinación. Ella no está aquí. Y yo tampoco.
—¿De dónde habéis salido? —preguntó el tipo, con los ojos como platos—. ¿Cómo
habéis entrado?
Lucy entró dándole un golpetazo a las puertas que provocó que el tipo de la mesa
y yo diésemos un respingo.
—Madison, basta de tonterías. Tienes que ponerte en marcha.
Aquello fue demasiado para el tipo de la mesa, que alargó un brazo para levantar
el auricular del teléfono.
Pese a mis intentos de zafarme, Barnabas seguía asiéndome de la muñeca.
—¡Tengo que hablar con mi padre! —protesté, y él me empujó.
—Nos vamos —dijo con ojos amenazadores—. Ahora mismo.
Frenética, le di un pisotón. Barnabas aulló y, doblándose de dolor, me soltó la
muñeca. Lucy se rió de él, y yo salí disparada por el corredor. «Intentad detenerme»,
pensé, pero, acto seguido, tropecé con algo grande, cálido y que desprendía un olor
sedoso. Reculé, asustada, al reconocer a Seth. Tras intentarlo lanzando el coche por
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un terraplén, había conseguido matarme con una hoz que no causaba heridas. Era un
caronte oscuro. Era mi muerte.
—¿Por qué habéis venido dos? —inquirió mirando a Barnabas y a Lucy. La
cadencia de su voz me resultaba familiar, pero, al tiempo, me hacía daño oírla.
Además, el olor a mar se había podrido—. Muy bien —agregó, mirándome de
nuevo—. Falleciste el día del aniversario de tu nacimiento. Dos carontes. Ay, ay, ay.
Eres la reina del drama, Madison. Me alegra verte de pie. Es hora de irse.
Apocada y aprensiva, me retiré.
—No me toques.
—¡Madison! —gritó Barnabas—. ¡Corre!
Claro, pero sólo podía correr hacia la morgue. Lucy se colocó delante de mí con los
brazos extendidos, como si se creyese capaz de detener a Seth con la sola fuerza de su
voluntad.
—¿Qué haces tú aquí? —le dijo con voz trémula—. Ella ya está muerta. No puede
entregar el óbolo dos veces.
Confiado, Seth se le acercó arrastrando los pies.
—Yo he recibido su óbolo, como dices, así que puedo hacer con ella lo que me
plazca.
Barnabas palideció.
—Vosotros nunca volvéis a buscarlos, vosotros... —en ese momento, se fijó en la
piedra que colgaba del cuello de Seth—. Pero tú no eres un caronte oscuro, ¿verdad?
Seth sonrió como si acabaran de contarle un chiste.
—No. Soy un poquito más que eso. Algo a lo que no puedes enfrentarte.
Márchate, Barnabas. Limítate a irte. De ese modo, no saldrás malparado.
Impotente, miré a Barnabas. El comprendió que estaba aterrada y se envalentonó.
—¡Barnabas! —chilló Lucy—. ¡No!
Pero Barnabas se lanzó contra la oscura figura vestida de seda negra. Con horrible
indiferencia, Seth le propinó una bofetada tal que hizo que Barnabas saliera
despedido por el aire hasta chocar contra la pared. Resbaló hasta el suelo,
inconsciente.
—¡Corre! —insistió Lucy, empujándome hacia la morgue—. No te apartes del sol y
cuídate de que te toquen los alas negras. Pediré ayuda. Alguien irá a buscarte. ¡Vete
de aquí!
—¿Cómo? —exclamé—. Él está taponando la única vía de salida.
Antología Noches de baile en le infierno
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Seth volvió a moverse, esta vez para golpear a Lucy. Esta se derrumbó, de modo
que sólo quedaba yo, ya que el tipo de la mesa debía de estar muerto o escondido en
algún rincón. Me erguí en toda mi estatura —que no era mucha— y me alisé el
vestido. La cosa iba de mal en peor.
—Ella te estaba intentando decir —explicó Seth, con una voz a la vez conocida y
ajena— que corrieras a través de las paredes. Tienes más oportunidades al sol, con
los alas negras, que conmigo, bajo tierra.
—Pero si no puedo... —dije, y en ese instante recordé lo ocurrido con las puertas.
Las había atravesado, estaba segura. ¿En qué me había convertido? ¿En un fantasma?
La sonrisa de Seth me heló la sangre.
—Me alegro de verte, Madison, ahora que puedo... verte tal como eres —se quitó
la máscara y la dejó caer. Su rostro era hermoso, como de piedra cincelada.
Me lamí los labios y me quedé helada al acordarme de que lo había besado.
Abrazándome el pecho, comencé a alejarme con el propósito de distanciarme lo
bastante de la influencia de Lucy y Barnabas. De aquel modo, podría atravesar las
paredes. Si aquel espantajo pensaba que podía hacerlo, sería porque era cierto.
Seth, no obstante, me vigilaba de cerca.
—Nos marcharemos juntos —dijo—. Nadie creerá que robé tu alma si no te llevo
hasta ellos.
Pero yo seguí reculando. Miré fugazmente a Barnabas y a Lucy, ambos tirados
sobre las baldosas.
—Prefiero quedarme aquí, gracias —le contesté.
Topé con el muro, casi con el corazón en la boca. Se me escapó un chillido. Había
salido del radio de acción de los amuletos, pero, aun así, no ocurría nada. Observé a
Seth y vi la piedra negra que llevaba colgada. Eso lo explicaba todo. ¡Maldición!
—No tienes alternativa —afirmó—. Yo te maté. Eres mía.
Me sujetó por la muñeca. Me inundó una oleada de adrenalina, y me revolví.
—Y una mierda —le espeté, tras lo cual le di una patada en la espinilla.
Él gimió y se inclinó, pero seguía teniéndome presa. Pese a ello, había puesto el
rostro a mi alcance y, tras cogerle del cabello, le aplasté la nariz de un rodillazo. Sentí
los cartílagos romperse, y el estómago me dio un vuelco.
Tras proferir una maldición en una lengua que me provocó un estremecimiento,
me soltó y se cayó.
Antología Noches de baile en le infierno
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Tenía que salir de allí. Y necesitaba estar en condiciones, o nunca lo conseguiría.
Con el corazón en un puño, le quité el colgante, que me quemó la mano como si
fuese fuego. Dispuesta a sufrir cuanto fuese necesario, lo apreté entre los dedos.
Desde el suelo y con la cara ensangrentada, Seth me miraba sin salir de su
asombro. Debía de pensar que se había dado de bruces con una pared transparente.
—Madison... —Barnabas arañó el suelo.
Su mirada, atenazada por el sufrimiento y perdida, miraba en mi dirección.
—Corre —masculló.
Con el amuleto de Seth en la mano, encaré el pasillo... y corrí.
—¡Papa!
Junto a la puerta, abierta, agucé el oído para descubrir algo en el silencio que
reinaba en la casa, pulcra y ordenada como le gustaba mantenerla a mi padre. Detrás
de mí, una cortacésped zumbaba con los primeros albores de la mañana. El
resplandor dorado corría por los suelos de madera y el pasamanos de la escalera que
conducía al piso superior. Había llegado hasta allí en tacones, todavía ataviada con
aquel vestido repugnante. Había sido objeto de las miradas de quienes se cruzaban
conmigo. Me sorprendía no estar exhausta; el pulso acelerado se debía al miedo y no
al esfuerzo.
—¿Papá?
Entré, y se me empañaron los ojos con la emoción cuando, desde el piso de arriba,
me llegó la voz de mi padre, incrédula y agitada:
—¿Madison?
Subí por la escalera saltando los escalones de dos en dos, tropezando con la falda y
sirviéndome de las manos, hasta llegar a la parte alta. Con un nudo en la garganta,
corrí hasta el pasillo al que se abría la puerta de mi habitación. Mi padre estaba
sentado en el suelo, entre cajas abiertas, todavía sin desempaquetar. Tenía el rostro
avejentado y marcado por el dolor. Me quedé quieta, sin saber qué hacer.
Me miró con los ojos muy abiertos, sin dar crédito a lo que veía.
—Nunca vaciaste las cajas —susurró.
Antología Noches de baile en le infierno
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Una lágrima cálida e imprevista me atravesó la mejilla. Al verlo en aquel estado
me di cuenta de que necesitaba que yo le alegrase la vida. Nadie me había necesitado
de aquel modo hasta entonces.
—Lo... lo siento, papá —logré decir, presa de la impotencia.
Suspiró. La emoción le iluminaba la cara. Se levantó de repente.
—¿Estás viva? —me preguntó, jadeante, y, con un grito ahogado, me abandoné en
sus brazos—. Me dijeron que habías muerto. ¿De verdad estás viva?
—Estoy bien —respondí, entre sollozos, desahogándome al fin. Olía como el
laboratorio en el que trabajaba, a aceites y tintas, y me pareció el olor más agradable
del mundo. No podía dejar de llorar. Estaba muerta... o eso creía. Tenía el amuleto,
pero el temor de no saber si podría quedarme con mi padre me carcomía por
dentro—. Estoy bien —repetí, con la voz quebrada—. Pero ha habido un error.
Medio riéndose, me apartó de él para poder observarme. Las lágrimas le brillaban
en los ojos y me sonrió como si estuviese sonriendo por primera vez.
—Estuve en el hospital —afirmó—. Te vi —el recuerdo de la impresión de la que
hablaba se le atravesó en la expresión y, como si quisiera comprobar que yo era real,
me pasó por los cabellos una mano temblorosa—. Pero estás bien. Intenté hablar con
tu madre. Va a pensar que estoy loco. Más loco de lo normal. No pude dejarle un
mensaje en el contestador diciéndole que habías tenido un accidente. Así que colgué.
¿Pero de verdad estás bien?
El llanto apenas me dejaba respirar. Jamás perdería el amuleto. Jamás.
—Perdóname, papá —le dije, llorando—. No debí irme con ese chico. Nunca.
Perdóname. ¡Perdóname!
—Está bien —volvió a abrazarme y comenzó a mecerme, pero yo lloré aún con
más fuerza—. Tranquila. Estás bien —murmuró, acariciándome las mejillas. Sin embargo,
él no sabía que estaba muerta.
De pronto, tras reflexionar un segundo, mi padre contuvo la respiración y
retrocedió un paso. El frío que me invadió mientras él me observaba de arriba abajo
hizo que dejara de llorar con un último sollozo.
—Estás perfectamente —indicó, maravillado—. No tienes ni un rasguño.
Sonreí, nerviosa, y él dejó caer los brazos.
—Papá, tengo que contarte muchas cosas. Yo...
Algo rascó la puerta. Mi padre miró en aquella dirección, y yo me volví para ver a
Barnabas junto a un hombrecillo vestido con una indumentaria suelta, semejante a la
que se estila en las artes marciales, aparatosa y nada funcional. Era de tez morena,
delgado y nervudo, y sus facciones trazaban ángulos marcados. Tenía los ojos de coAntología
Noches de baile en le infierno
~81~
lor castaño oscuro, rodeados de arrugas, y los rizados cabellos blanqueados en las
sienes.
—Discúlpenme —dijo mi padre, colocándose a mi lado—. ¿Han traído ustedes a
mi hija a casa? Muchas gracias.
No me gustó la expresión de Barnabas, y tuve que hacer un verdadero esfuerzo
para no esconderme detrás de mi padre. Todavía me rodeaba con un brazo y yo no
quería apartarme de él por nada del mundo. Maldición. Deduje que Barnabas había
venido con su jefe. Yo deseaba quedarme como fuera. Dios, no quería estar muerta.
¡No era justo!
El hombre de tez morena adoptó una expresión arrepentida.
—No —dijo con voz vigorosa—. Ha llegado aquí por sus propios medios. No
imagino cómo.
Me froté los ojos, asustada.
—Ellos no me han traído a casa —le expliqué a mi padre con nerviosismo—. No
los conozco. He visto al más joven —agregué—, pero no al otro.
Sin embargo, mi padre trató de mostrarse imparcial con una sonrisa de
circunstancias. Deseaba comprender lo ocurrido.
—¿Vienen del hospital? —les preguntó, y luego su expresión se endureció—.
¿Quién es el responsable de que se me haya comunicado el fallecimiento de mi hija?
Este error le va a costar muy caro.
Barnabas se encorvó un poco, y su jefe inclinó la cabeza para mostrar su acuerdo.
—Tiene usted toda la razón, señor.
Recorrió la estancia con la mirada, fijándose en las paredes pintadas de rosa, en los
muebles blancos y las cajas repletas de enseres. Habían dado conmigo, y yo no conocía
sus propósitos. Dado que mi vida había terminado de un modo tan abrupto,
me había convertido en algo parecido a mi habitación: las cosas estaban allí, pero
metidas en cajas. Además, resultaría sencillo volver a cerrar las cajas y guardarlas en
un armario, evitando, con ello, que lo que había en su interior saliese al mundo y se
realizara. Aún me quedaba mucha vida por delante.
Me tensé al verlo entrar en mi habitación, alzando una mano delgada con
intención apaciguadora.
—Tenemos que hablar, jovencita —me dijo.
Me quedé fría. Dios. Quería que me fuese con ellos.
Apreté el amuleto, y mi padre me abrazó con más fuerza. Había leído el miedo en
mis ojos y captaba que algo iba mal. Se adelantó para protegerme de los recién llegados.
Antología Noches de baile en le infierno
~82~
—Madison, llama a la policía —me ordenó, y yo alargué una mano en busca del
teléfono que estaba en la mesilla de noche. Eso sí que lo había sacado de la caja.
—No se apure. Sólo será un momento —adujo el hombre.
Agitó la mano de un modo extraño, como si fuese un personaje de ciencia ficción.
Al instante, el tono de la línea telefónica se cortó, y la cortacésped dejó de zumbar.
Pasmada, miré el teléfono y luego a mi padre, que estaba de pie, frente a los dos
hombres. No se movía.
Me temblaron las rodillas. Tras devolver el auricular del teléfono a su sitio, me
concentré en mi padre. No había nada raro. Excepto, claro, por su inmovilidad.
El superior de Barnabas suspiró.
«Mierda y gusanos podridos», pensé, aterrada. No iba a ser tan sencillo.
—Dejadle en paz —les dije, conmocionada—. O haré que... haré que...
Los labios de Barnabas se crisparon, y su jefe alzó las cejas. Tenía los ojos de color
azul grisáceo, pero, por alguna razón, habría dicho que eran marrones.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó, plantándose sobre la alfombra con los brazos
cruzados.
Miré a mi padre, que seguía como antes.
—Gritar, por ejemplo —afirmé.
—Adelante. Nadie va a oírte. Tu grito transcurrirá tan rápido que ningún oído
podrá captarlo.
Tomé aire preparándome para cumplir mi amenaza, y él sacudió la cabeza. No
pude retener la respiración por más tiempo y vacié los pulmones, pero, cuando lo vi
venir hacia mí, volví a hincharlos. Sin embargo, él se olvidó de mí, tomó una silla y se
sentó apoyando los codos sobre las rodillas. Era una estampa extraña para encontrársela
entre mis cosas, en mi habitación.
—¿Por qué todo tiene que ser tan complicado? —lamentó a media voz,
toqueteando mis cebras de porcelana—. ¿Es esto una broma? —inquirió mirando el
techo—. ¿Te lo estás pasando en grande, verdad? Seguro que te estás divirtiendo de
lo lindo.
Eché un vistazo a la puerta, y Barnabas me previno con un gesto. Bien. También
estaba la ventana... aunque, con aquel vestido, era probable que me matase. Sin embargo,
ya estaba muerta, ¿no?
—¿Mi padre está bien? —pregunté, atreviéndome a tocarle el codo.
Antología Noches de baile en le infierno
~83~
Barnabas asintió, y su jefe volvió a posar los ojos sobre mí. Contrayendo el gesto
como si estuviese tomando una decisión, extendió una mano. Yo la miré, pero no le
correspondí con la mía.
—Es un placer conocerte —dijo, impertérrito—. Madison, ¿verdad? A mí todos me
conocen por Ron.
Tardó un rato en bajar la mano. Volvía a tener los ojos de color marrón.
—Barnabas me ha contado lo que hiciste —explicó—. ¿Me lo enseñas?
Inquieta, solté el brazo de mi padre. Todo aquello era... horripilante, como si el
mundo se hubiese detenido, pero, claro, teniendo en cuenta que yo estaba muerta, el
hecho de que mi padre se hubiese quedado petrificado no tenía demasiada
importancia.
—Enseñarte ¿qué?
—La piedra —respondió Ron, y el matiz de ansiedad que percibí en su voz me
puso en guardia al instante.
Pretendía quedársela, la piedra, lo único que me mantenía viva. O, al menos,
medio viva.
—Me parece que no —repuse, tomando nota del valor del objeto al ver la
expresión alarmada de Ron. La sujeté con la mano y palpé su fría superficie.
—Madison —dijo—. Sólo quiero echarle una ojeada.
—¡No, la quieres para ti! —estallé—. Esa piedra es lo que me permite estar aquí, y
no quiero morir. Vosotros habéis montado este lío. ¡Yo no iba a morir! ¡Es culpa
vuestra!
—Sí, pero resulta que estás muerta —afirmó Ron, extendiendo una mano ante mis
bufidos—. Déjame verla.
—¡No pienso perderla! —grité, y el miedo se instaló en la mirada de Ron.
—¡No, Madison! ¡No digas eso! —bramó, abalanzándose sobre mí.
Con la piedra bien apretada en la mano, me aparté de la escasa protección que me
ofrecía el cuerpo de mi padre.
—¡Es mía! —chillé, tropezando contra la pared.
Consternado, Ron se detuvo. Las cosas parecían haberse equilibrado, para variar.
—Madison —murmuró—. Te estás equivocando.
Sin saber por qué se había parado, lo miré, y después me tensé al notar que un
estremecimiento me le corría de parte a parte. Un frío helado nacido de la mano y la
piedra se propagó por todo mi cuerpo y me agarrotó los miembros. Era como si me
estuviera electrocutando. Oía los latidos de mi corazón, que nacían bajo la piel y
Antología Noches de baile en le infierno
~84~
llenaban el espacio hasta... el infinito. Tan sólo un instante después, la sensación dio
marcha atrás, y noté una oleada cálida que contrarrestaba el frío... hasta que todo se
detuvo.
Me quedé sin respiración, quieta y apoyada en la pared, con el corazón encogido.
La expresión de Ron era de desasosiego, de frustración. Noté un cambio en el amuleto.
Sentía que irradiaba pequeñas chispas e, incapaz de hacer otra cosa, abría la
mano y lo contemplé. Me quedé con la boca abierta. No era el mismo amuleto.
—¡Mirad! —dije estúpidamente—. Es distinto.
Con los hombros caídos, Ron se dejó caer en la silla profiriendo murmullos
ininteligibles. Estupefacta, dejé que el amuleto cayese hasta donde se lo permitía la
longitud de la cadena. En el momento de arrebatárselo al caronte oscuro, era una
piedra sencilla, gris, pulida como un canto rodado. Pero se había vuelto
completamente negra, un punto vacío colgado de la cadena. Y la cadena, que emitía
una luz plateada que colmaba la estancia, había sido, en origen, un cordón negro.
Mierda. Tal vez lo hubiese estropeado. Sin embargo, era hermoso. ¿Cómo iba a
estar estropeado?
—No tenía este aspecto cuando llegó a mis manos —dije, y la mirada de tristeza
que me dirigió Ron me dejó paralizada. Tras él, Barnabas, lívido y atento, presenciaba
la escena casi con terror.
—Qué perspicaz —juzgó Ron con amargura—. Teníamos la esperanza de que esto
tuviese un final feliz, pero nada de eso, lo querías para ti. Pues ahora es tuyo —nuestras
miradas se encontraron, y la suya destilaba ironía y repugnancia—. Felicidades.
Dejé caer la mano. El amuleto era mío. Había dicho que era mío.
—Era la piedra de un caronte oscuro —señaló Barnabas, y capté el miedo que
había en su voz—. Quien la tenía no era un caronte, pero tenía la piedra. ¡Ahora se ha
convertido en un caronte oscuro!
—Oye, espera —le dijo Ron.
—¡Es un caronte oscuro! —gritó Barnabas y, para mi sorpresa, extrajo de su camisa
una hoz igual a la de Seth. Se situó entre Ron y yo de un salto.
—¡Barnabas! —bramó Ron, apartándolo de una bofetada—. No es un caronte
negro, ¡estúpido! Ni tampoco un caronte blanco. Claro que no. Es humana, aunque
esté muerta. ¡Y guarda eso antes de que lo convierta en óxido!
—Pero la piedra es la de un caronte oscuro —protestó Barnabas—. Yo la vi.
—¿Y de quién es culpa que ella conozca la naturaleza del amuleto, Barnabas? —se
mofó Ron, y Barnabas, bajando la cabeza con evidente vergüenza, se dio por vencido.
Antología Noches de baile en le infierno
~85~
Yo seguía arrinconada y con el corazón en un puño, aferrando la piedra con tanta
fuerza que me dolían los dedos. Ron nos dedicó a ambos una mirada cargada de desprecio.
—No es la piedra de un caronte negro a no ser que haya un caronte negro lo
bastante poderoso para dejar pruebas físicas de su existencia o... —explicó, alzando
una mano para indicarle a Barnabas que no lo interrumpiese— que tenga una razón
para volver a por el alma de alguien a quien haya eliminado. Lo que ella tiene es algo
mucho más importante que una piedra de un caronte negro, y vendrán a recuperarlo.
No lo dudes.
Genial. Era lo que me faltaba.
Barnabas recuperó la compostura, aunque el miedo y la preocupación seguían
presentes en su expresión.
—Dijo que no era un caronte, pero pensé que nos tomaba el pelo. Pero si no es un
caronte, entonces ¿qué es?
—Todavía no lo sé. Pero se me ocurren algunas ideas.
Que Ron admitiese su ignorancia en aquel punto fue peor que cualquier otra cosa
que hubiese podido decir. El miedo se me aposentó en las entrañas y me sacudió un
escalofrío. Mirándome, Ron suspiró.
—Tendría que haberlo previsto —murmuró, tras lo cual, dirigiéndose al cielo,
añadió—: ¿No te parece que ya es suficiente?
Su voz reverberó por la estancia acentuando el vacío en que se envolvía el mundo.
Tras recordar que aquellos dos seres no eran humanos, miré a mi padre, tan inmóvil
como un maniquí. No irían a hacerle daño, ¿verdad? ¿Ni siquiera para tapar el error
que habían cometido conmigo?
—Qué se le va a hacer —convino Ron a media voz—. Intentaremos adaptarnos a
la situación lo mejor que sepamos.
Se levantó profiriendo un sonoro suspiro. Al ver que se ponía en movimiento, salí
de mi rincón para defender a mi padre. Ron observó la mano que yo acababa de levantar
con una indiferencia total.
—No voy a ninguna parte —le dije, plantada delante de mi padre como si, en
verdad, pudiera protegerlo—. Y tú no vas a hacerle nada a mi padre. Tengo una
piedra. Tengo un cuerpo. ¡Estoy viva!
Ron me miró a los ojos.
—Tienes una piedra, pero no sabes usarla. Y no estás viva. No te aconsejo que te
mientas a ti misma. Sin embargo, dado que tienes la piedra y ellos tienen tu cuerpo...
Miré a Barnabas y, por su gesto de intranquilidad, supe que aquello era cierto.
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—¿Seth? ¿El tiene mi cuerpo? —pregunté, repentinamente amedrentada—. ¿Por
qué?
Ron se me acercó y me puso una mano en el hombro. Di un respingo. Era cálida, y
pude notar su buena disposición... aunque, claro, no tenía capacidad para serme de
ayuda.
—Para evitar que hagas el tránsito y que, en consecuencia, puedas cedernos a
nosotros la piedra —respondió con ojos apenados—. En tanto estén en posesión de tu
cuerpo, tú tendrás que permanecer aquí. Esa piedra tuya tiene que ser muy poderosa.
Se ha transformado para adaptarse a tu condición de mortal. No conozco muchas
piedras con la misma capacidad. Por lo general, cuando un humano reclama para sí
una piedra, ésta lo desintegra.
Me quedé con la boca abierta. Ron, a su vez, hizo un gesto de asentimiento.
—Adjudicarse lo divino no siendo divino es un modo infalible de lograr que tu
alma se convierta en polvo.
Cerré la boca y luché por mantener la calma.
—Si la piedra cayese en nuestras manos —explicó Ron—, es probable que ellos
queden en desventaja. Pero en este momento la piedra está en el limbo, como tú... y
no es más que una moneda apoyada en el canto, dando vueltas sobre sí misma.
Retiró la mano. Me sentí más sola y, pese a superarlo en altura, también más
pequeña.
—Mientras conserves tu parte corporal, ellos tienen posibilidades de encontrarte
—concluyó, y se acercó a la ventana, desde la que contempló un mundo casi
detenido.
—Pero Seth sabe dónde estoy —le indiqué, confusa, y Ron se dio la vuelta con
lentitud.
—Saben dónde estás físicamente, pero se marchó de aquí llevándose tu cuerpo con
bastantes prisas. Hizo el tránsito sin contar con una piedra con la que registrar el
momento en el que te encuentras. Será difícil que vuelva a encontrarte. En especial, si
no haces nada que pueda llamar la atención.
La señora Anonimato. Sí, eso sí podía hacerlo. Sin problemas.
Me dolía la cabeza y, tras cruzarme de brazos, intenté comprender lo que Ron
acababa de decirme.
—Pese a todo, acabará por llegar hasta ti. Y por recuperar esa piedra negra, desde
luego. ¿Qué pasará entonces? —sacudiendo la cabeza, Ron regresó a la ventana, y la
luz del exterior bañó de oro el perfil de su figura—. Son capaces de todo, de lo
terrible, de lo inimaginable, con tal de perpetuarse.
Antología Noches de baile en le infierno
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Seth tenía mi cuerpo. Me sentí palidecer. Viéndolo, Barnabas carraspeó para
llamarle la atención a Ron, quien me miró y parpadeó como si entendiese las
consecuencias de sus palabras.
—En fin, puedo estar equivocado —dijo, sin que ello me alegrara demasiado—. A
veces me pasa.
Se me aceleró el pulso y el pánico me sacudió. Antes del accidente, Seth había
dicho que yo era su salvoconducto para una corte más alta. No era que me quisiese
muerta. Me quería a mí. Tampoco la piedra que le había robado, sino a mí.
Abrí la boca para contárselo a Ron, pero, de repente, asustada, cambié de opinión.
Barnabas interpretó que mi conmoción se debía a que les estaba ocultando algo, pero
Ron ya había comenzado a cruzar la habitación y le hacía gestos para que saliese. En
silencio y meditabundo, Barnabas se retiró hasta el vestíbulo, tal vez con la preocupación
de que mi ocultamiento le trajese más problemas. Me invadió una sensación de
alarma. ¿No iban a marcharse, verdad?
—Lo único que podemos hacer ahora —afirmó Ron— es mantenerte como estás
hasta que descubramos el modo de disolver la influencia que la piedra ejerce sobre ti
sin que ello implique la destrucción de tu alma.
—Pero si acabas de decir que no me puedo morir —protesté. ¿Adonde se estaban
yendo? ¿Y si volvía Seth?
Ron se detuvo en el umbral de la puerta. Barnabas se quedó detrás de él,
barruntando su preocupación por una mera chica de diecisiete años.
—No vas a morirte, porque ya estás muerta —dijo Ron—. Sin embargo, pueden
pasarte cosas peores.
«Genial», pensé mientras recordaba el baile con Seth, los besos que me había dado,
la sensación de romperle la nariz con la rodilla y la mirada de odio que me había lanzado.
«Lo que te queda por delante, Madison.» No sólo había echado a perder mi
reputación en el nuevo instituto, sino que había insultado al mismísimo ángel de la
muerte. Estaba en su punto de mira.
—¿Barnabas? —dijo Ron, sacándome de repente de mi ensimismamiento.
—¿Sí? —respondió Barnabas, también él tomado por sorpresa.
—Felicidades. Acabas de ser ascendido a ángel de la guarda.
Barnabas se quedó horrorizado.
—Eso no es un ascenso. ¡Es un castigo!
—En parte es culpa tuya —repuso Ron con una voz ruda que desentonaba con la
sonrisa que me estaba dirigiendo—. O más que en parte, quizá —adoptó una expresión
adusta—. Cumple con tus obligaciones. Y no la tomes con ella.
Antología Noches de baile en le infierno
~88~
—¿Y Lucy? ¡La responsabilidad era suya! —protestó con una rebeldía que lo hacía
parecer más joven.
—Madison tiene diecisiete años —le indicó Ron con un tono de voz que no
admitía réplica—. Los diecisiete son tu campo. Es pan comido —se volvió con los
brazos en jarras—. Además de tu condición de caronte blanco, ejercerás de ángel de
la guarda a cargo de Madison. Imagino que el asunto estará solventado en el plazo
de un año —su mirada se tornó distante—. Ya sea de un modo u otro.
—¡Pero...! —objetó Barnabas, que tropezó con la pared del vestíbulo cuando Ron,
dirigiéndose hacia las escaleras, lo apartó de en medio. Yo los seguí, incrédula. ¿Iba a
tener un ángel de la guarda?—. ¡Pero no es posible! —insistió, haciéndome sentir
como una carga indeseable—. ¡No puedo hacer mi trabajo y cuidar de ella al mismo
tiempo! ¡Si me alejo demasiado, la apresarán!
—Entonces haz que te acompañe cuando salgas a trabajar —resolvió Ron,
descendiendo por la escalera—. Es necesario que aprenda a utilizar esa cosa.
Aprovecha tu tiempo libre, que, por lo que sé, no te falta, para enseñarle algo.
Además, no tendrás que preocuparte de que siga viva. Se trata solamente de que no
abandone el limbo. Espero que esta vez hagas un buen trabajo —afirmó.
Barnabas farfulló algo, y Ron me dedicó una sonrisa atribulada.
—Madison —me dijo con intención de despedirse—. No te separes de ese
colgante. Te protegerá de algún modo. Si te lo quitas, los alas negras podrán
encontrarte, y los carontes oscuros nunca se alejan demasiado de los alas negras.
Los alas negras. Ya era la segunda vez que oía aquellas palabras que, de por sí,
bastaban para convocar en mi mente pensamientos funestos.
—¿Los alas negras? —pregunté.
Ron se detuvo en el último escalón.
—Buitres inmundos, apartados de la creación. Captan el olor de las muertes
erróneas antes de que ocurran e intentan robar un pedazo del alma olvidada. No permitas
que te toquen. Pueden percibir tu presencia, dado que estás muerta, pero con
esa piedra creerán que eres un caronte y te dejarán en paz.
Asentí con fruición. Mantenerme lejos de los alas negras. Comprendido.
—¡Crono! —rogó Barnabas, mientras Ron volvía a ponerse en movimiento—. Por
favor. ¡No me hagas esto!
—Busca un poco de viento y sácale todo el partido que puedas —murmuró Ron,
acercándose a la puerta principal—. Es sólo un año.
Se internó en el chorro de luz solar que entraba por el umbral. Y desapareció, no
de repente, sino poco a poco, internándose en la luz. El ambiente de la casa pareció
reanudarse, y la cortacésped volvió a funcionar en la distancia.
Antología Noches de baile en le infierno
~89~
Respiré. El mundo había recomenzado su devenir y los pájaros cantaban, el viento
soplaba y en algún lugar sonaba una radio. Estaba perpleja.
—¿Qué ha querido decir con eso? —le pregunté a Barnabas—. ¿Un año es todo lo
que me queda?
Él me miró de arriba abajo, molesto.
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Madison? ¿Eres tú? —oí decir a mi padre con voz sobresaltada, desde mi
habitación.
—¡Papá! —exclamé, y, en cuanto lo vi aparecer, corrí hacia él. Me recibió con un
abrazo, feliz. Miró a Barnabas con una sonrisa.
—Tú debes de ser el chico que anoche trajo a Madison a casa. Seth, ¿no?
«¿Qué está pasando?», me pregunté, pasmada. Él ya conocía a Barnabas. Y
además, ¿qué había sido de su ira protectora? ¿Cómo se había convertido en padre
simpático en tan poco tiempo? ¿Ya no se acordaba del accidente? ¿O del hospital? ¿O
del coche destrozado? ¿Y de que yo estuviese muerta?
Barnabas, hasta entonces con una actitud un tanto avergonzada, se recompuso
para lanzarme una mirada reprobatoria con la que me recomendaba cerrar la boca.
—No, señor. Soy Barnabas, uno de los amigos de Madison. Anoche también
estuve con ella, después de que Josh se marchase. Me alegro de conocerle, señor. Sólo
he venido a... a ver si a Madison le apetecía hacer algo.
Mi padre estaba orgulloso porque yo hubiese hecho un amigo sin su ayuda, pero,
por encima de todo, estaba confuso. Tras carraspear como si estuviese meditando la
manera de tratar al primer amigo de su hija que él tenía oportunidad de conocer,
optó al fin por darle la mano. Yo me quedé asombrada, mirándolos mientras se
saludaban de aquel modo. Barnabas se encogió ligeramente de hombros, y eso me
bastó para empezar a relajarme. Por lo visto, los últimos acontecimientos habían sido
eliminados de la mente de mi padre y sustituidos por el recuerdo de una noche sin
contratiempos. ¿Qué más podría pedir una adolescente? En fin, lo único que debía
hacer consistía en descubrir cómo lo había hecho Ron. Vamos, por si me hacía falta
en el futuro.
—No habrá nada de comer por aquí, ¿verdad? —dijo Barnabas, rascándose la nuca
con una mano—. Tengo un hambre de lobo.
Como por arte de magia, mi padre, decidido a agradar al supuesto recién llegado,
sugirió que tomáramos unos gofres y se apresuró a ir a buscarlos. Barnabas iba a
seguirlo, pero yo lo retuve por el brazo.
—Así que, entonces, lo que ocurrió ayer fue que Seth me trajo a casa y que luego
estuve viendo la tele, ¿no? —sugerí, ansiosa por saber en qué iba a consistir mi coarAntología
Noches de baile en le infierno
~90~
tada. Él asintió—. ¿Y no ha habido ningún accidente de coche? —agregué—. ¿Hay
alguien que se acuerde de lo ocurrido ayer por la noche?
—Nadie que esté con vida —respondió él—. Ron invierte mucho tiempo en atar
todos los cabos sueltos. Debes de haberle caído bien —miró la piedra que yo llevaba
colgada del cuello—. O, tal vez, se ha enamorado de esa preciosa piedra tuya.
De nuevo nerviosa, lo dejé marchar, y él corrió detrás de mi padre, quien ya se
encontraba en la cocina, preguntándonos a voz en grito si Barnabas iba a quedarse a
desayunar. Me alisé el vestido, me pasé una mano por los cabellos y fui andando
hacia la cocina con pasos lentos y cautelosos. Todo me resultaba muy raro. Un año.
Al menos tenía un año. Podría ser que no estuviese viva, pero lo cierto era que
tampoco me iba a morir. Descubriría cómo usar la piedra y me quedaría en el lugar
al que pertenecía: mi casa, junto a mi padre.
Lo tenía claro.
Inquieta, me senté en el tejado para lanzarle piedras a la noche y, de paso,
reflexionar un poco. No estaba viva, pero tampoco había muerto del todo. Como me
había temido, un cuidadoso interrogatorio efectuado a mi padre había revelado que
además de haber olvidado la visita al hospital, no sabía nada del accidente. Creía que
había plantado a Josh al darme cuenta de que era un impresentable, que había vuelto
a casa con Seth y Barnabas, y que, fiel a mis costumbres, me había pasado la noche
pegada al televisor.
Por otra parte, no le hacía ninguna gracia que hubiese estropeado el disfraz de
alquiler. A mí me había hecho menos gracia que restase de mi paga el dinero para
pagarlo, pero no se me había ocurrido quejarme. Allí estaba yo, más o menos viva, y
eso era lo importante. Le había costado dar crédito a mi sumisa aceptación del
castigo y, tras digerirlo, me había dicho que me estaba haciendo mayor. Ah, si él
supiera.
Había dedicado el día a observar a mi padre y, además, había desempaquetado
mis cosas y las había colocado en sus cajones y estantes correspondientes. Me daba la
impresión de que él sabía que algo no encajaba, pero nada más. No había dejado de
vigilarme en ningún momento, y su constante ir y venir desde la cocina a mi habitación
para traerme chucherías y refrescos había llegado a hartarme. Más de una
vez había descubierto en su cara una expresión de terror, que ocultaba al adivinar
que le estaba mirando. La cena había consistido en una forzada conversación sobre
chuletas de cerdo y, tras picotear del plato durante veinte minutos, me había
disculpado diciendo que la fiesta de la noche anterior me había dejado baldada.
Antología Noches de baile en le infierno
~91~
Sí. Tendría que estar cansada, pero no lo estaba. Por el contrario, eran las dos de la
mañana y me encontraba en el tejado, lanzando piedras al vacío, cuando debería
estar en la cama. Tal vez ya no necesitara dormir.
Para relajarme, arranqué otro trozo de alquitrán de entre las tablillas y lo lancé a la
chimenea. Golpeó el metal con un sonoro tintineo y, tras rebotar, se precipitó en la
oscuridad. Me arrastré por la lisa superficie del tejado para sentarme un poco más
arriba y luego me coloqué los vaqueros en su sitio.
Una leve inquietud comenzó a extendérseme por el cuerpo, desde las puntas de
los dedos, a modo de hormigueo, hasta el interior más hondo, en donde cobró mayor
intensidad. Me asaltó de pronto la sensación de estar siendo observada y, con un
grito ahogado, me di la vuelta en el momento en que Barnabas se dejaba caer desde
el árbol que se arqueaba sobre el tejado.
—¡Oye! —grité mientras él aterrizaba en el tejado y se agachaba como un gato—.
Podrías haberme avisado.
Se irguió con los brazos en jarras. Su figura resplandecía con una luz trémula
procedente de la luna, y su expresión indicaba exasperación.
—Si hubiese sido un caronte negro, ahora estarías muerta.
—Sí, claro, pero es que ya estoy muerta, ¿no es cierto? —repuse, tirándole una
piedra. Erré el disparo por muy poco, pero él no se movió—. ¿Qué quieres? —le
pregunté con hosquedad.
En lugar de contestarme, se encogió de hombros y miró hacia el este.
—Quiero saber qué es lo que no le has contado a Ron.
—¿Cómo?
Imperturbable, cruzó los brazos y me miró fijamente.
—Seth te dijo algo en ese coche. Fue la única situación en la que yo no estuve
vigilando. Quiero saber qué te dijo. Podría ser lo que incline la balanza entre que
sigas adelante con esta farsa de estar viva o que seas conducida a una corte oscura —
sus gestos se tornaron severos y airados—. No voy a cometer un nuevo error contigo.
Tú ya eras importante para Seth antes de robarle la piedra. Por ese motivo fue hasta
la morgue a buscarte. Quiero saber por qué.
Observé la piedra, en la que refulgían los rayos de la luna, y después me miré los
pies. La pendiente del tejado me hacía daño en los tobillos.
—Dijo que mi nombre había sido mencionado en muchas ocasiones, y que se
proponía robar mi alma.
Barnabas se sentó bastante lejos de mí.
Antología Noches de baile en le infierno
~92~
—Eso ya lo ha hecho. Estando muerta, has dejado de ser una amenaza. ¿Por qué
volvió a por ti?
Más tranquilo y cómodo, Barnabas me miró y me pareció entrever la luna en sus
ojos.
—¿Qué razón se te ocurre a ti? —le pregunté con ánimo de confiar en él.
Necesitaba hablar con alguien, pero lo que tenía que contar me impedía llamar a mis
antiguas amistades y hablarles como si tal cosa, de estar muerta, por ejemplo.
Barnabas titubeó.
—No lo sé, pero creo que es mejor que me lo cuentes tú.
Tomé aire y me dispuse a hablar.
—Dijo que el ponerle fin a mi patética vida iba a permitirle entrar en una corte
más alta. Volvió para poder demostrar que me había... eliminado.
Esperé a oír su respuesta, pero ésta no se produjo. Después de un rato, cansada de
aquel silencio, alcé la vista y me encontré con los ojos de Barnabas, que me
escudriñaban como si ello sirviese para desentrañar el verdadero sentido de mis
palabras. Tras quedar claro que no sabía qué pensar, dijo:
—Opino que tendrás que quedarte con la piedra un tiempo. No sé qué habrá
querido decir con eso. Tal vez nada. Olvídalo. Emplea el tiempo en intentar
adaptarte.
—Sí—dije con una risotada sarcástica—. Cambiarse de instituto implica una gran
labor de adaptación.
—Me refería a pasar desapercibida en el mundo de los vivos.
—Ah.
Fantástico. Iba a aprender a adaptarme, pero no al nuevo instituto, sino al mundo
de los vivos. Fenomenal. Recordé de pronto la desastrosa cena con mi padre, y me
mordí el labio.
—Oye, Barnabas, ¿debo comer o no?
—Claro. Siempre que quieras. Yo no como casi nunca —dijo con algo semejante a
la melancolía—. Si eres como yo, te aseguro que nunca tendrás hambre.
Me coloqué los mechones de cabello rebeldes tras las orejas.
—¿Y dormir?
Sonrió.
—Inténtalo. Yo jamás lo consigo, a no ser que me venza el aburrimiento.
Antología Noches de baile en le infierno
~93~
Volví a desprender un fragmento de alquitrán de entre las tablillas y lo lancé, una
vez más, contra la chimenea.
—¿Y cómo es posible que no tenga que comer? —inquirí.
Barnabas me miró.
—Esa piedra te está dando energía que tú estás absorbiendo, que estás tomando.
Ten cuidado con los videntes. Creerán que estás poseída.
—Mmm —murmuré, meditando si debía preguntarle qué debía hacer respecto a la
iglesia. Claro que, como en la iglesia estaban bastante equivocados con la muerte, era
probable que no supiesen tanto como creían.
Suspiré. Me encontraba sentada en el tejado de mi casa junto a un caronte blanco...
mi ángel de la guarda. ¿Sería posible que mi vida —o, más bien, que mi muerte— pudiera
torcerse aún más? Palpé con cuidado la piedra que, de algún modo, me
permitía existir, preguntándome qué iba a hacer yo a partir de aquel momento. Ir al
instituto. Estudiar. Estar con mi padre. Buscarle un sentido a lo que hacía y a mi
identidad. Concretando: si se exceptuaba lo de no comer ni dormir, no iba a ser tan
distinto de mi vida anterior. Por una parte, había un caronte negro que quería
raptarme. Pero también estaba mi ángel de la guarda. Fuera como fuese, la vida
continuaba, aunque yo hubiese dejado de formar parte de ella.
Barnabas se puso en pie de un salto. Sobresaltada, levanté la mirada para ver qué
se proponía.
—Vamos —dijo, extendiendo una mano—. No tengo nada que hacer esta noche y
estoy aburrido. ¿No tendrás vértigo, no?
Mi primer pensamiento fue: «¿Vértigo?». Y el segundo: «¿Vamos adonde?». Sin
embargo, lo que dije fue algo diferente y bastante anodino.
—No puedo. Estoy castigada hasta que haya pagado el disfraz. No puedo poner
un pie fuera de la casa si no es para ir al instituto.
Pese a ello, sonreí y permití que me ayudara a levantarme. Si Ron era capaz de
hacer que mi padre olvidara que su hija había muerto, seguramente Barnabas
lograría borrar de su memoria que me había escapado de casa durante un par de
horas.
—Comprendo. No puedo ayudarte en lo del castigo, pero, en todo caso, no vas a
poner el pie en ningún sitio.
—¿Qué? —balbucí, y me enderecé al ver que se colocaba detrás de mí—. ¡Oye! —
grité, al comprobar que me rodeaba con un brazo.
Mis ganas de protestar cesaron cuando nos ciñó una sombra gris, una sombra
palpable, que olía como la almohada de plumas de mi madre. Barnabas me sujetó
Antología Noches de baile en le infierno
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con más fuerza, la gravedad se invirtió y dejé de tener los pies en el suelo. Me quedé
sin aire.
—¡Vaya! —grité, mientras el mundo se extendía por debajo de nosotros, en tonos
oscuros y plateados—. ¿Tienes alas?
Barnabas se rió y, mientras mi estómago se estremecía, subimos más alto.
Tal vez... tal vez no lo fuese a pasar tan mal, después de todo.
sábado, 24 de octubre de 2009
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