sábado, 24 de octubre de 2009

quinto cuento




y el escrito por nuestra queridisima
sthephanie meyer

ARGUMENTO
Cinco historias de amor y seducción sacudidas
por lo sobrenatural. Vampiros exterminadores,
ángeles contra demonios... todo tipo de seres
fantásticos que se aliarán en este volumen para
convertir los bailes de fin de curso en algo...
inolvidable.


EL INFIERNO EN LA TIERRA
Stephenie Meyer
Gabe miró hacia el otro extremo de la pista de baile y frunció el ceño.
No sabía muy bien por qué le había pedido a Celeste que fuese con él a la fiesta, y
menos aún por qué ella le había respondido que sí. Verla en aquellos momentos, tan
abrazada a Heath McKenzie que éste debía de tener dificultades para respirar, no
hacía más que aumentar sus dudas. Los cuerpos de ambos se habían fusionado
dando lugar a una masa indivisible que se agitaba siguiendo un ritmo propio, que
poco tenía que ver con el de la música que colmaba la sala. Las manos de Heath
erraban por el deslumbrante vestido blanco de Celeste con notable audacia.
—Mala suerte, Gabe.
Gabe apartó la mirada del espectáculo que su pareja estaba dando y observó a su
amigo, que se le acercaba.
—Hola, Bry. ¿Cómo te va la noche?
—Mejor que a ti, tío, mejor que a ti —repuso Bryan, sonriente. Levantó la copa,
llena a rebosar de un ponche de color bilioso, como para brindar. Gabe llevó la
botella de agua que tenía en la mano hasta la copa de su amigo y suspiró.
—No tenía ni idea de que Celeste sintiese algo por Heath. ¿Qué pasa? ¿Es su ex o
algo así?
Bryan bebió un sorbo de aquel líquido siniestro, esbozó una mueca y sacudió la
cabeza.
—No, que yo sepa. Ni siquiera los había visto hablando antes de esta noche.
Ambos miraron a Celeste, quien, al parecer, había perdido algo muy querido en el
interior de la boca de Heath.
—¡Up! —dijo Gabe.
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—Tal vez se deba al ponche —aventuró Bryan con ánimo de alentar a su amigo—.
No sé si alguien le habrá echado algo en la copa, pero ¡ay! Es probable que no sea
consciente de que está con alguien que no eres tú.
Bryan bebió otro sorbo y su expresión volvió a contraerse.
—¿Por qué bebes eso? —inquirió Gabe.
Bryan se encogió de hombros.
—No lo sé. A lo mejor porque espero que, después de haberme tragado el vaso
entero, la música empiece a parecerme un poco menos patética.
Gabe asintió.
—Sí, el oído no perdona. Debí haberme traído el iPod.
—Me gustaría saber dónde está Clara. ¿Existe alguna ley femenina que les exija
pasarse un tanto por ciento de la noche reunidas en el cuarto de baño?
—Así es. Y quienes no la cumplen se arriesgan a sufrir castigos ejemplares.
Bryan soltó una carcajada, pero fue momentánea. La sonrisa se le desvaneció, y
estuvo un rato jugueteando con la corbata.
—En cuanto a Clara... —dijo
—No tienes por qué decir nada —afirmó Gabe—. Es una chica estupenda. Estáis
hechos el uno para el otro. Estaría ciego si no lo viera.
—¿Seguro que no te importa?
—Te dije que la invitaras a venir contigo al baile, ¿no?
—Sí, me lo dijiste. Sir Galahad se anota otro tanto. Pero ahora en serio, tío, ¿es que
tú nunca piensas en ti y sólo en ti?
—Claro, de vez en cuando. Oye, pero hablando de Clara... Más te vale que se lo
pase muy bien esta noche o tendré que romperte la nariz —Gabe sonrió—. Ella y yo
todavía somos buenos amigos, así que no creas que no voy a llamarla para
preguntarle qué tal.
Bryan suspiró, pero, de pronto, notó un nudo en la garganta. Si Gabe Christensen
pretendía romperle la nariz, no le iba a costar demasiado. A Gabe no le importaba
arañarse los nudillos o ganarse un borrón en su expediente si ello servía para
enderezar algo que, a su juicio, estaba torcido.
—Cuidaré de Clara —dijo Bryan, con la esperanza de que sus palabras no fuesen
interpretadas como un compromiso. Había algo de Gabe y sus penetrantes ojos azules
que le hacía sentirse... como si tuviera que dar lo mejor de sí mismo. De vez en
cuando, se le hacía irritante. Con gesto asqueado, Bryan vació el resto de lo que
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quedaba en el vaso sobre un musgo seco que adornaba la base de una higuera
artificial—. Si es que llega a salir del servicio.
—Buen chico —aprobó Gabe, pero la sonrisa se le aguó. Celeste y Heath habían
desaparecido entre la gente.
Gabe no sabía qué se debía hacer cuando a uno lo dejaban plantado en el baile de
fin de curso. ¿Cómo iba él a responsabilizarse de que ella llegara a su casa sana y
salva? Y ese Heath, ¿a qué se dedicaba?
De nuevo, Gabe se preguntó por qué había tenido que pedirle a Celeste que fuese
con él a la fiesta.
Era una chica muy guapa, espectacular. Cabello rubio platino —tan poblado y
suave que parecía pelusa—, ojos castaños y separados, y labios curvos y siempre
tocados por un leve rubor. Los labios no eran la única parte curva en ella. Con aquel
vestido ceñido y corto que se había puesto, hacía que Gabe perdiese la cabeza.
Sin embargo, él no se había fijado en ella por su aspecto. La razón había sido otra
muy distinta.
Una razón estúpida, por cierto, y vergonzosa. Gabe jamás se lo contaría a nadie,
pero lo cierto era que, de vez en cuando, percibía que una persona necesitaba ayuda.
Que lo necesitaba a él, en particular. Había notado aquella inexplicable sensación al
conocer a Celeste, como si, en algún lugar, bajo el inmaculado maquillaje, la
estilizada rubia estuviera escondiendo a una doncella en apuros.
Una razón muy estúpida y, obviamente, equivocada. En aquel momento, Celeste
no parecía necesitar la ayuda de Gabe.
Volvió a escudriñar la pista de baile sin distinguir su brillante cabellera y suspiró.
—Hola, Bry. ¿Me echabas de menos? —Clara, que llevaba el pelo, rizado y oscuro,
lleno de purpurina, se separó de un grupo, de chicas y se unió a ellos, junto a la
pared. El resto de sus amigas se dispersó—. ¿Qué pasa, Gabe? ¿Y Celeste?
Bryan le pasó un brazo por los hombros.
—Creí que te habías marchado —le dijo—. Imagino que tendré que cancelar la
noche loca que acabo de planear con...
El codo de Clara aterrizó sobre el vientre de Bryan.
—La señora Finkle —dijo Bryan para concluir, jadeante, señalando a la
vicedirectora, que vigilaba la estancia con ojos feroces desde la esquina más alejada
de los altavoces—. Íbamos a clasificar suspensos a la luz de las velas.
—¡Oye, pues por mí no te lo pierdas! Creo que he visto al entrenador Lauder junto
a las galletas. Tal vez me acerque a convencerle de que nos vayamos a hacer
flexiones.
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—O a lo mejor podríamos ir a bailar —sugirió Bryan.
—Claro. Eso tampoco estaría mal.
Riéndose y abrazados, ambos se marcharon hacia la pista de baile.
A Gabe lo alegró que Clara no esperase respuesta a la pregunta que le había
hecho. No habría sabido qué decirle, y eso le parecía un tanto embarazoso.
—Hola, Gabe. ¿Dónde está Celeste?
Gabe hizo una mueca y se dio la vuelta para encontrarse con Logan.
Por el momento, Logan también estaba solo. Tal vez se debía a que su pareja
también había ido a reunirse con sus amigas.
—Pues no lo sé —admitió Gabe—. ¿La has visto?
Logan apretó los labios durante un momento como si estuviese debatiéndose entre
hablar o callarse. En un gesto de nerviosismo, se pasó la mano por los oscuros
cabellos.
—Bueno, creo que sí. Pero no estoy muy seguro... Lleva un vestido blanco, ¿no?
—Sí. ¿Dónde está?
—Creo que la vi en la entrada. No podría asegurártelo. Costaba verle la cara...
Porque la cabeza de David Alvarado se la cubría por completo...
—¿David Alvarado? —exclamó Gabe, sorprendido—. ¿No te confundirás con
Heath McKenzie?
—¿Con Heath? Qué va. Era David, seguro.
Heath era un fornido defensa de fútbol americano, rubio y más bien pálido. David
apenas sobrepasaba el metro cincuenta de estatura, era moreno y tenía el cabello de
color negro. No había manera de confundirlos.
Logan sacudió la cabeza con pesar.
—Lo siento, Gabe. Menudo asco.
—No te preocupes.
—Al menos no estás solo en el club de los solteros —se lamentó Logan.
—¿En serio? ¿Qué ha ocurrido con tu pareja?
Logan se encogió de hombros.
—Está por ahí, en algún lugar de la fiesta, mirando con cara hosca a todo el
mundo. No quiere bailar, no quiere hablar, no quiere ponche, no quiere sacar fotos y
tampoco quiere estar conmigo —fue contando con los dedos cada una de aquellas
negativas—. Es que no entiendo por qué ha querido venir al baile conmigo.
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Probablemente, lo único que le apetecía era presumir de vestido, el cual, tengo que
reconocer, es el no va más.... Ojalá hubiera venido con otra persona.
Logan paseó una mirada soñadora por un grupo de chicas que bailaban entre ellas
en un área libre de hombres. Gabe tuvo la impresión de que Logan se fijaba en una
de ellas en particular.
—¿Qué tal con Libby?
Logan suspiró.
—No sé. Creo... creo que me habría dicho que sí si se lo hubiera pedido, pero...
Qué más da.
—¿Cómo se llama la chica con la que has venido?
—Es la nueva, Sheba. Es un poco temperamental, pero guapísima, casi exótica.
Cuando me insinuó que quería venir conmigo, me quedé tan pasmado que no pude
negarme. Pensé que ella sería... que nos lo pasaríamos... bien... —la voz de Logan fue
perdiéndose en dudas hasta cesar.
Lo que en realidad había pensado cuando Sheba le había ordenado, y no pedido,
que la acompañase a la fiesta no era algo de lo que pudiese hablar en voz alta, y mucho
menos con Gabe. Había muchas cosas que se volvían inapropiadas cuando
estaba en las cercanías de Gabe. Con Sheba sucedía justamente lo contrario. Cuando
había visto el enloquecedor vestido de cuero rojo que ella pensaba ponerse, se le
había llenado la cabeza de ideas que de ningún modo juzgaba inapropiadas si ella lo
miraba con aquellos ojos oscuros.
—Me parece que nunca he hablado con ella —dijo Gabe, interrumpiendo la breve
ensoñación de Logan.
—Si lo hubieras hecho, te acordarías.
Pero Sheba no había tardado mucho en olvidar a Logan una vez habían llegado a
la puerta, ¿no era cierto?
—Oye, ¿crees que Libby habrá venido sola? No me suena que nadie le haya
pedido...
—Eh, pues con Dylan.
—Ah —musitó Logan, cariacontecido. Luego, sonrió con desgana—. La noche es
lo bastante nefasta como para no torturarse con estos temas... ¿Pero no iban a traer a
un grupo de música? Ese pinchadiscos es...
—Tienes razón. Parece que nos estuviera castigando por nuestros pecados —juzgó
Gabe, y profirió una carcajada.
—¿Pecados? ¿Pero qué pecados puedes haber cometido tú, Galahad el Puro?
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—¿Me tomas el pelo? Por poco me expulsan y me quedo sin permiso para estar
aquí esta noche —claro que, vistas las cosas, Gabe no acababa de ver en qué medida
le favorecía encontrarse allí—. He tenido mucha suerte.
—El señor Reese se lo merecía. Nadie lo duda.
—Sí, cierto —dijo Gabe, tensándose de pronto. En el instituto, todos recelaban del
señor Reese, pero poco pudieron hacer hasta que el profesor de Matemáticas cruzó
una línea que no debía haber cruzado. Los de los últimos cursos también conocían
bien al señor Reese y, sin embargo, Gabe no iba a permitir que acorralara a aquella
novata de primer año... Con todo, noquear a un profesor era un poco radical. Seguro
que podía haber solventado la situación de un modo mejor. De todas maneras, sus
padres, como siempre, le habían prestado su ayuda.
—Podríamos irnos, si te apetece —dijo Logan, interrumpiendo sus pensamientos.
—Ya, pero no querría que Celeste se quedase sin que nadie la acompañe a casa...
—Mira, Gabe, esa tía no es tu tipo —«es perversa, una fulana en toda regla»,
podría haber añadido Logan, pero aquélla no era la clase de palabras que decir
cuando se estaba en compañía de Gabe—. Ya la acompañará el tío que le está
metiendo la lengua hasta la garganta.
Gabe suspiró y meneó la cabeza.
—Esperaré hasta que sepa que no hay problema.
Logan soltó un bufido.
—Es increíble que se lo hayas pedido justo a ella. Vale, ¿y si nos escapamos un
rato para ir a buscar un par de discos decentes? Luego podríamos secuestrar ese
montón de basura con el que el pinchadiscos nos está castigando...
—Bien pensado. Me pregunto qué opinará el conductor de la limusina sobre un
viajecito extra...
Logan y Gabe acabaron por enzarzarse en una discusión sobre cuáles eran los
mejores discos a escoger —los cinco primeros eran evidentes, pero de ahí en adelante
la lista se volvía subjetiva— y, mientras duró, pasaron un rato muy divertido.
Tenía gracia que, mientras bromeaban sobre el tema, Gabe tuviera la impresión de
que ellos eran los únicos que se lo estaban pasando bien. El resto de la gente que ocupaba
la sala tenía aspecto de estar irritada por algo. Y en la esquina, junto a las
galletas rancias, parecía que una chica estaba llorando. ¿No era Evie Hess? Y otra
chica, Úrsula Tatum, tenía los ojos enrojecidos y el maquillaje corrido. Quizá el
ponche y la música no eran las únicas cosas repugnantes en aquella fiesta. Clara y
Bryan parecían felices, pero, a excepción de ellos dos, de Logan y de Gabe —teniendo
en cuenta que estos últimos habían sido humillados y rechazados hacía muy poco—,
el resto del personal no estaba pasando un buen rato.
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Menos perspicaz que Gabe, Logan no captó la negatividad que reinaba en el
ambiente hasta que Libby y Dylan comenzaron a discutir. Libby salió de la pista de
baile a grandes trancos, y entonces se dio cuenta.
Logan se revolvió, intranquilo, y fijó la vista en Libby, que se alejaba.
—Oye, Gabe, ¿te importa si te dejo?
—Para nada. Adelante.
Logan salió corriendo tras ella.
Gabe se quedó sin saber qué hacer. ¿Debía buscar a Celeste y preguntarle si no le
importaba que se marchase? Sin embargo, lo incomodaba la idea de interrumpirla
por el único motivo de hacerle aquella pregunta.
Decidió ir a por otra botella de agua y buscar el rincón más tranquilo de la sala en
el que poder sentarse a esperar a que la noche se arrastrara hasta su final.
Y entonces, mientras iba en busca de aquel rincón tranquilo, Gabe notó de nuevo
aquella sensación extraña, pero con una intensidad que desconocía. Era como si
alguien se estuviese ahogando en aguas tenebrosas y le estuviese pidiendo ayuda a
gritos. Frenético, miró alrededor con la intención de discernir la procedencia de la
llamada. La viveza y la urgencia de su angustia lo abrumaban. No se parecía a nada
que hubiera sentido hasta entonces.
Por un momento, fijó la mirada en una chica... en su espalda, que se alejaba de él.
La chica tenía el cabello oscuro y brillante, con un brillo de lentejuelas. Llevaba un
espectacular vestido largo del color de las llamas. Mientras Gabe observaba, sus
pendientes emitieron un destello rojo.
Casi sin proponérselo, Gabe fue tras ella, atraído por el aura de necesidad que
captaba a su alrededor. Ella se volvió a medias, y Gabe pudo divisar una palidez
singular, un perfil aguileño —labios carnosos de marfil y cejas oscuras e inclinadas—,
que quedó oculto en cuanto la chica transpuso la puerta del baño de mujeres.
Gabe tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no seguirla hasta aquel
territorio, para él, vedado. Notaba que el anhelo de ella lo succionaba como si fuera
un pozo de arenas movedizas. Se apoyó en la pared en la que se abría la puerta del
baño, se abrazó el pecho con fuerza y trató de convencerse de que debía aguardar a
que la chica saliera. Aquel insano instinto suyo era un desvarío. ¿No era Celeste
suficiente prueba de ello? No era más que un producto de su imaginación. Tal vez
debía marcharse de allí sin perder un minuto.
Pero Gabe no fue capaz de alejar los pies ni siquiera un paso más allá de aquel
lugar.
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A pesar de que la chica, tacones de aguja incluidos, medía poco más de un metro
cincuenta, había algo en su figura —estilizada y envarada como un florete de esgrima—
que la hacía parecer más alta.
No obstante, las paradojas iban más allá de la altura: el oscuro de los cabellos que
contrastaba con la lividez de la piel, la delicadeza y la rudeza de las facciones,
pequeñas y afiladas, y las fuerzas de atracción y de repulsión que emanaban de las
hipnotizadoras ondulaciones que trazaba su cuerpo y de la hostilidad abierta que
caracterizaba su expresión.
Sólo había una cosa que no caía en la ambigüedad. Su vestido, sin duda, era una
obra de arte: unas lenguas brillantes y rojas de cuero incendiado que le descubrían
los hombros, lamían sus sinuosas curvas y acababan besando el suelo. Mientras
cruzaba la pista de baile, muchos pares de ojos femeninos la siguieron con envidia, y
muchos pares de ojos masculinos, con deseo.
Pero a su paso también se producía otro fenómeno: mientras la chica del vestido
explosivo rodeaba a quienes estaban bailando, se producían súbitos y mínimos estallidos
de horror, dolor y vergüenza, formando remolinos que sólo podían deberse a
una coincidencia. Un tacón alto se rompía y el talón que se apoyaba en él se doblaba.
Un vestido de satén se descosía por la costura hasta la altura de la cintura. Una
lentilla se caía y se perdía en la mugre del suelo. Una cinta de un sujetador se partía
en dos y ocasionaba un desaguisado. Una cartera se caía de un bolsillo. Un calambre
inesperado anunciaba una temprana llegada de la regla. Un collar prestado se
convertía en una lluvia de cuentas que se diseminaban por el suelo.
Y todo era así: desastres leves en torno a los que giraban pequeños círculos de
desgracia.
La chica pálida de cabello oscuro sonrió para sí misma como si, de algún modo,
pudiese sentir los destrozos que provocaba y disfrutara con ellos... y tal vez, también,
como si los saborease, pues se pasó la lengua por los labios en señal de satisfacción.
Tras lo cual frunció el ceño, y unas arrugas reconcentradas le surcaron la frente. La
única persona que la estaba observando vio un extraño resplandor rojizo junto a los
lóbulos de sus orejas, como de chispas rojas que salieran despedidas. En ese
momento, todo el mundo se volvió para mirar a Brody Farrow, quien se asía el brazo
y gritaba de dolor; se había dislocado el hombro con el mero movimiento del baile.
La chica del vestido rojo sonrió excesivamente.
Taconeando sobre las baldosas del suelo, recorrió el vestíbulo hasta llegar al
cuarto de baño de señoras. La siguieron débiles lamentos de dolor y desazón.
En el interior del baño, un puñado de chicas revoloteaban frente a los espejos que
cubrían la pared hasta el suelo. Sólo tuvieron un momento para quedarse boquiabiertas
ante el despampanante vestido y para advertir que la menuda chica que
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lo llevaba tiritaba por un momento, pese al asfixiante y viciado calor de la estancia,
antes de que el caos subsiguiente las distrajera. Comenzó por Emma Roland, quien se
clavó en el ojo el cepillo del rímel. Con la impresión, hizo un aspaviento y derribó el
vaso de ponche que Bethany Crandall tenía en la mano, y el líquido empapó a
Bethany y alcanzó otros tres vestidos en los lugares menos indicados. La temperatura
del ambiente se elevó de pronto cuando una de las chicas —que lucía una
ignominiosa mancha verdosa que le cruzaba el pecho— acusó a Bethany de haberle
tirado el ponche encima a propósito.
La chica pálida de cabello oscuro se limitó a sonreír ante la pelea que se fraguaba,
tras lo cual caminó hasta el excusado más alejado y cerró la puerta.
No aprovechaba la intimidad de un modo convencional. En lugar de ello, sin
miedo a la escasa esterilización del medio en que se hallaba, la chica apoyó la frente
en la pared de metal y cerró los ojos con fuerza. Sus manos, apretadas en pequeños y
tenaces puños, también descansaron sobre el metal, como buscando soporte.
Si alguna de las chicas que se encontraban en el cuarto de baño de señoras hubiese
estado atenta, se habría preguntado qué era lo que provocaba el resplandor rojizo
que se filtraba por la rendija abierta entre la puerta y la pared. Pero todas ellas tenían
la cabeza puesta en otra cosa.
La chica del vestido rojo apretó las mandíbulas con fuerza. De entre ellas brotó un
borbotón ardiente e incendiado que dejó unas marcas oscuras en la delgada capa de
pintura que protegía la pared de metal. Empezó a resollar, luchando contra un peso
invisible, y el fuego, avivándose, envió gruesos dedos rojos a estrellarse contra la fría
superficie de la pared. Las llamas le envolvieron el cabello, pero no le quemaron los
suaves y oscuros mechones. Un humo tenue, a modo de jirones, empezó a salirle por
la nariz y los oídos.
Y, al fin, sus oídos expulsaron una lluvia de chispas cuando ella pronunció entre
dientes una única palabra:
—Melissa.
En la atestada pista de baile, Melissa Harris levantó la vista con aire distraído. ¿Era
que alguien acababa de llamarla? No encontró a nadie que estuviese lo bastante cerca
como para ser dueño de aquella voz susurrante. Sería cosa de su imaginación.
Melissa devolvió la vista a su pareja y trató de concentrarse en lo que ésta le estaba
diciendo.
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Se preguntó por qué había aceptado ir al baile con Cooper Silverdale. No era su
tipo; un chico menudo, consumido por los aires que se daba, con demasiado por demostrar.
No había dejado de hablar en toda la noche, sobre su familia y sus
posesiones, y Melissa estaba cansada de ello.
Otro susurro captó la atención de Melissa, que se dio la vuelta.
Allá, demasiado alejado para que la voz procediera de él, Tyson Bell la estaba
mirando a los ojos mientras bailaba con otra chica. Estremeciéndose, Melissa bajó la
vista de inmediato e intentó no adivinar con quién estaba Tyson y, sobre todo, no
mirar.
Se acercó más a Cooper. Era aburrido y superficial, sí, pero mejor que Tyson.
Cualquiera era mejor que Tyson.
«¿Ah, sí? ¿En serio crees que Cooper es la mejor opción?» Las preguntas se
abrieron paso por entre los pensamientos de Melissa como si provinieran de una
persona ajena. Sin querer, alzó la mirada y se encontró con las pestañas pobladas y
los ojos oscuros de Tyson. Continuaba observándola.
Pues claro que Cooper era mejor que Tyson, y que el segundo fuese muy guapo no
tenía nada que ver. El atractivo físico no era más que parte de la engañifa.
Cooper perseveraba en su cháchara, atragantándose con las palabras en un vano
intento por ganarse el interés de Melissa.
«Cooper pertenece a una liga inferior a la tuya», le susurró la voz. Melissa sacudió
la cabeza, avergonzada por pensar de aquel modo tan vanidoso. Cooper era tan
bueno como cualquiera, tan válido como ella misma.
«No tanto como Tyson. Recuerda cómo era...»
Melissa intentó sacarse de la mente aquellas imágenes: los cálidos ojos de Tyson,
llenos de añoranza... sus manos, rugosas y dulces, recorriéndole la piel... su voz
vibrante, que hacía que las palabras cotidianas se transformaran en poesía... el modo
en que le hervía la sangre cada vez que él le besaba los dedos...
Sintió que el corazón se le descompasaba de deseo.
Deliberadamente, Melissa convocó otros recuerdos para combatir aquellas
imágenes intempestivas. El puño brutal de Tyson estrellándosele en la cara de
repente, los puntos negros nublándole la mirada, el suelo al que se aferró con las
manos, el vómito obstruyéndole la garganta, el dolor agudo que le recorrió todo el
cuerpo...
«Lo sintió muchísimo. Lo sintió de verdad. Te lo prometió. Nunca más.» La
imagen de los ojos color café de Tyson anegados en lágrimas se le instaló en la cabeza
sin que ella lo pretendiera.
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Meditabunda, Melissa buscó a Tyson con la mirada. Allí estaba, escrutándola.
Tenía la frente arrugada y las cejas crispadas, contraídas por el pesar...
Melisa sufrió un nuevo estremecimiento.
—¿Tienes frío? ¿Quieres mi...? —Cooper se desembarazó de la chaqueta de su
esmoquin y de pronto, azorándose, se quedó paralizado—. No puedes tener frío.
Aquí hace un calor espantoso —dijo sin mucha convicción, volviendo a enfundarse la
chaqueta.
—Estoy bien —le aseguró Melissa. Se obligó a observar tan sólo la aniñada y
amarillenta cara de Cooper.
—Este lugar apesta —lamentó Cooper, y Melissa asintió, feliz por la coincidencia
de sus opiniones—. Podríamos ir al club de campo de mi padre. El restaurante es excelente,
o sea que si te apetece un postre, es el lugar indicado. No tendremos que
esperar por la mesa. En cuanto oigan mi nombre...
Melissa volvió a perder la concentración.
«¿Por qué estoy aquí con este petimetre enano? —le dijo la extraña voz de sus
pensamientos, que, curiosamente, era la suya propia—. Es un pelele. ¿Qué más da
que no haya matado una mosca en su vida? ¿Es que la seguridad es lo único que el
amor puede ofrecer? No siento esa necesidad en el vientre al ver a Cooper que si
siento junto a Tyson... No debo mentirme a mí misma. Todavía quiero estar con él. Sí,
quiero estar con él. ¿No es eso amor?»
Melissa deseó no haber bebido tanto de aquel ponche infame y aguardentoso. No
le permitía pensar con claridad.
Vio cómo Tyson dejaba a su pareja plantada y atravesaba la pista de baile hasta
situarse a su lado; allí lo tenía, al perfecto modelo de héroe de los deportes, ancho de
hombros y viril. Le pareció que Cooper, todavía allí, se volvía invisible.
—Melissa —le dijo Tyson con voz melosa mientras la aflicción le retorcía las
facciones—. Melissa, por favor —ignorando las quejas que Cooper farfullaba, alargó
una mano hacia ella.
«Sí, sí, sí, sí», gritaba la voz en su cabeza.
La invadieron un millar de recuerdos lujuriosos, y su mente, confusa, capituló.
Titubeante, Melissa asintió.
Tyson sonrió, aliviado, jubiloso, y, tras hacer a Cooper a un lado, la abrazó.
Era tan sencillo dejarse llevar por él. Melissa sintió que la sangre, ardiente, le
recorría las venas a gran velocidad.
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—¡Sí! —siseó la chica pálida de cabello oscuro, oculta en el excusado, y una lengua
viperina de fuego le tiñó la cara de rojo. Las crepitaciones de la combustión
generaban un fragor que cualquiera habría oído de no ser por las irritadas voces que
disputaban en el cuarto de baño.
Las llamas remitieron, y la chica inhaló una bocanada de aire. Se le agitaron los
párpados por un instante, y después cerró los ojos. Apretó los puños con tal fuerza
que la piel se le tensó casi hasta rasgársele en la zona de los nudillos. Su esbelta
figura comenzó a temblar, como si estuviese acarreando una montaña. La tensión, la
determinación y la expectación formaban a su alrededor un halo casi visible.
Cualquiera que fuese el cometido que se había propuesto, saltaba a la vista que
llevarlo a cabo era cuestión de suma importancia.
—Cooper —siseó, y el fuego se le asomó por la boca, la nariz y los oídos. Tenía el
rostro bañado en llamas.
«Como si fueras insignificante. Como si fueras invisible. ¡Como si no existieses!»
Cooper vibraba de furia, y las palabras que sonaban en su cabeza alimentaron su
rabia, la llevaron al extremo.
Automáticamente, se llevó una mano hacia el bulto que ocultaba en la chaqueta,
en la zona de la espalda. La impresión de contemplar la pistola desvirtuó su ira y lo
hizo parpadear, como si acabara de despertarse de un mal sueño.
El vello del cuello se le erizó. ¿Qué estaba haciendo en la fiesta con un arma?
¿Estaba loco?
Aquello era una barbaridad, pero, por otra parte, ¿qué otra cosa podía hacer si
Warren Beeds le había dicho que era un fanfarrón descerebrado? Vale, quedaba claro
que el sistema de seguridad del instituto era un chiste, que cualquiera podría colarse
llevando lo que le viniese en gana. Lo había demostrado, ¿no? Sin embargo, ¿valía la
pena tener aquella pistola en el baile por la sencilla razón de poder enseñársela a
Warren Beeds?
Observó a Melissa. Tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el hombro de
aquel forzudo imbécil. ¿Es que se había olvidado de él de golpe y porrazo?
La furia volvió a revolvérsele en las entrañas, y se llevó las manos a la espalda.
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Esta vez, Cooper sacudió la cabeza con vigor. Qué locura. No había traído la
pistola para aquello... Era tan sólo una broma, una travesura.
«Pero mira a Tyson. ¡Mira esa sonrisa de superioridad, de engreimiento que le
cruza la cara! ¿Quién se habrá creído que es? ¡Si su padre no es más que un jardinero
sobrevalorado! Se confía creyendo que no voy a hacer nada ante el hecho de que me
haya robado la pareja. Ni siquiera se acuerda de que ella vino conmigo. Y si se
acordara, tampoco le importaría. Y Melissa; Melissa ha olvidado que existo.»
Cooper apretó las mandíbulas, presa del resentimiento. Imaginó cómo
desaparecería la mueca de superioridad de la cara de Tyson, cómo se transformaría
en miedo y terror en cuanto se enfrentase al cañón de la pistola.
Pero, como si recibiera una bofetada, Cooper volvió a la realidad.
«Ponche. Me hace falta más ponche. Es barato y malo, pero por lo menos es fuerte.
Después de unos buenos tragos de ponche, tomaré una decisión.»
Inhalando aire para recomponerse, Cooper se encaminó a la mesa en la que se
servían las bebidas.
Contrariada, la chica de cabello oscuro, en el cuarto de baño, frunció el ceño y
sacudió la cabeza. Respiró hondo unas cuantas veces y, luego, con voz gutural,
susurró:
—Hay tiempo de sobra. Un poco más de alcohol que le nuble la mente, que se
apodere de su voluntad... Paciencia. Hay muchos otros a los que prestarles atención,
multitud de detalles que aguardan su turno...
Apretó las mandíbulas y pestañeó de nuevo, varias veces, durante largo rato.
—Primero, Matt y Louisa, y después, Bryan y Clara —se dijo, como si estuviera
elaborando una lista—. ¡Ah, y luego ese entrometido, Gabe! ¿Por qué aún no sufre?
—volvió a tomar aire—. Es momento de que mi pequeña ayudante vuelva al trabajo.
Se apretó las sienes con los puños y cerró los ojos.
—Celeste —masculló.
La voz que le invadió la cabeza a Celeste era conocida, casi deseada. Últimamente,
sus mejores ocurrencias llegaban por aquella vía.
«Mira qué cómodos están Matt y Louisa.»
Antología Noches de baile en le infierno
~160~
Celeste le dedicó una sonrisa a la pareja en cuestión.
«Se lo pasan bien, ¿verdad? Ahora, ¿es eso justo?»
—Debo irme... —intentando recordar su nombre, Celeste escudriñó el rostro de
quien estaba con ella—... Derek.
Los dedos del chico, que le ascendían por las costillas, se quedaron paralizados.
—Ha estado bien —le aseguró Celeste, frotándose los labios con el dorso de la
mano como para borrar cualquier rastro que hubiera podido quedar de él. Se apartó.
—Pero Celeste... Yo creía que...
—Ya, hasta luego.
Celeste se dirigió hacia Matt Franklin y su chica, aquel ratoncillo de nombre
prescindible, con una sonrisa tan afilada como una hoja de afeitar. Durante un
segundo, se acordó de su pareja oficial para el baile —el casto y puro Gabe
Christensen— y le entraron ganas de reír. ¡Qué bien se lo debía de estar pasando
aquella noche! La humillación a que lo estaba sometiendo hacía que valiese la pena
que hubiera ido a la fiesta con él, si bien no acababa de ver el motivo que la había
llevado a decirle que sí. Celeste sacudió la cabeza para desprenderse de aquel
recuerdo exasperante. Gabe la había mirado con aquellos ojos azules e inocentes y —
durante unos treinta segundos— ella había querido decirle que sí. Había querido
acercársele. En aquel breve instante, había barajado la posibilidad de aplazar sus
refinados planes y dedicarse a pasar un rato agradable con un chico agradable.
¡Uf! Cuánto se alegraba de haber rechazado aquel horrible pensamiento bonachón.
Celeste se lo estaba pasando como nunca. Le había estropeado la noche a la mitad de
las chicas que estaban en la sala y había logrado que la mitad de los chicos se
pelearan por ella. Los hombres eran todos iguales, y además eran todos para ella, sus
conquistas. Había llegado el momento de que el resto de chicas se dieran cuenta de
ello. ¡Aquella estrategia de dominación general de la fiesta había sido una verdadera
genialidad!
—Hola, Matt —saludó Celeste con voz zalamera, dándole una palmadita en el
hombro.
—Ah, hola —respondió Matt, mirándola con expresión confusa.
—¿Te importa si te rapto un momento? —le preguntó Celeste, aleteando con las
pestañas y echando los hombros hacia atrás para que las luces le iluminaran las
clavículas—. Hay algo que... quiero enseñarte —Celeste se lamió los labios.
—Ah —Matt tragó saliva, visiblemente conmocionado.
Celeste notó que los ojos del chico con el que acababa de estar se le clavaban en la
espalda, entre otras cosas, adivinó, porque Matt era su mejor amigo. Ahogó una
risita. Más que perfecto.
Antología Noches de baile en le infierno
~161~
—¿Matt? —intervino la chica que lo acompañaba con voz herida al ver que él le
soltaba la cintura.
—Será sólo un segundo... Louisa.
¡Ja, ja! ¡Ni siquiera él se acordaba del nombre del ratoncillo! Celeste aprovechó
para deslumbrarlo con su sonrisa.
—¿Matt? —insistió Louisa, estupefacta y dolida, mientras Matt tomaba de la mano
a Celeste y la seguía hacia el centro de la pista de baile.
El excusado de la esquina del cuarto de baño se había quedado a oscuras. La chica
que lo ocupaba estaba apoyada en la pared, esperando mientras recuperaba el
aliento. A pesar de lo caldeado del ambiente, la chica estaba temblando.
La disputa entre chicas se había acabado y había entrado una nueva remesa, que
estaba en aquel momento frente al espejo, repasándose el maquillaje.
La chica del vestido rojo se recompuso un poco y, luego, un nuevo chispazo rojo
brilló junto a sus orejas. Quienes estaban frente al espejo se volvieron para mirar la
puerta del baño, pero la chica del vestido rojo salió del excusado y, sin que nadie lo
notara, se escabulló por una ventana. Ellas continuaron observando la puerta, a la
espera del sonido que las había hecho darse la vuelta.
La pegajosa y húmeda noche de Miami era tan desagradable como el clima del
infierno. Vestida con su grueso vestido de cuero, la chica sonrió con alivio y se frotó
los brazos.
Se permitió relajar el cuerpo apoyándose en un contenedor de basuras cercano, y
se asomó por la abertura superior, de la que procedía un olor pestífero a comida
podrida. Cerró los ojos, inhaló aquel aire con energía y recuperó la sonrisa.
Otro olor, aún más corrupto, semejante al de la carne rancia y requemada o
todavía peor, surgió en medio de aquella sofocante atmósfera. Con una sonrisa más
amplia, la chica respiró aquel nuevo aroma como si se tratara del perfume más
preciado.
Y, después, abrió los ojos y el cuerpo se le quedó tenso y recto.
Una risita se elevó desde la oscuridad aterciopelada.
—¿Añorando el hogar, Sheeb? —inquirió una voz femenina.
La chica, viendo aparecer a quien acababa de hablar, gruñó. Se trataba de una
mujer hermosísima, de cabello oscuro, que parecía ir ataviada con una especie de
Antología Noches de baile en le infierno
~162~
niebla oscura que giraba perezosamente alrededor. No era posible verle los pies ni
las piernas... tal vez porque no tuviese. En su frente prorrumpían dos pequeños y
pulidos cuernos de ónice.
—Chex Jezebel aut Baal-Malphus —ladró la chica del vestido rojo—. ¿Qué estás
haciendo aquí?
—¿Tan formal te pones, hermanita?
—¿A mí qué me importan las hermanas?
—Comprendo. Somos miles y miles las que compartimos ese mismo parentesco...
Un ejército difícil de manejar. Mira, si te contentas con llamarme Jez, yo resumiré el
Chex Sheba aut Baal-Malphus y te llamaré Sheeb.
Burlona, Sheba bufó.
—Creí que te habían asignado a Nueva York.
—Sí, pero me estoy tomando un descanso... como tú, por lo que veo —Jezebel
señaló el lugar en el que estaba Sheba—. Nueva York es fabulosa, casi tan perversa
como el mismo infierno, por si te interesa, pero incluso los asesinos se van a dormir
de vez en cuando. Estaba aburrida, así que he venido a ver si os lo estabais pasando
bien en la fiesssta —profirió una carcajada. La niebla oscura la rodeaba bailando.
Sheba frunció el ceño, pero guardó silencio.
Inquieta, había vuelto a concentrarse en los confiados adolescentes que se
encontraban en el interior de la sala de baile del hotel. Buscaba interferencias. ¿No
habría venido Jezebel a entorpecerle sus propósitos? La mayoría de las diablesas se
alejaban kilómetros de su camino por la única razón de molestar a una competidora
de menor envergadura, hasta el punto de que, a veces, con tal de fastidiar, llevaban a
cabo buenas acciones. Hacía una década, Balan Lilith Hadad aut Hamon se había
hecho pasar por un ser humano para introducirse en uno de los institutos a cargo de
Sheba. Esta había comenzado a notar, extrañada, que todas sus perversas
maquinaciones acababan en un final feliz. Luego, al descubrir lo que sucedía, se
había quedado pasmada ante la audacia de Lilith, quien había orquestado tres casos
distintos de amor verdadero simplemente para que la descendieran de categoría. Por
suerte, Sheba había logrado sacarse de la manga una buena traición que, a última
hora, se había llevado por delante dos de los enamoramientos. Sheba tomó aire.
Entonces, ¡había estado muy cerca de volver al instituto de diablesas!
Sheba le hizo una mueca a la voluptuosa diablesa que tenía frente a sí, flotando. Si
tuviese un trabajo tan fantástico como el de Jezebel —¡era una diablesa homicida, casi
lo mejor a lo que se podía aspirar!—, Sheba se limitaría al progreso del caos y se
olvidaría de aquellas trivialidades.
Antología Noches de baile en le infierno
~163~
Los pensamientos de Sheba, en busca de traiciones, se retorcían como un humo
invisible por entre la gente que bailaba en la sala. Pero todo marchaba como debía.
La desgracia estaba alcanzando nuevas cotas. El sabor de la infelicidad humana le
llenaba la mente. Delicioso.
Sabedora de las actividades de Sheba, Jezebel soltó una risa sofocada.
—Tranquila —le recomendó Jezebel—. No he venido para causarte problemas.
Sheba bufó. Pues claro que había venido a causarle problemas. A eso se dedicaban
las diablesas.
—Bonito vestido —juzgó Jezebel—. Piel de sabueso del infierno. No hay nada
mejor para incitar a la lujuria y a la envidia.
—Sé cómo hacer mi trabajo.
Jezebel volvió a reírse y Sheba, guiada por su instinto, se inclinó para recoger el
sabor sulfuroso del aliento de la visitante.
—Pobre Sheeb, todavía anclada a un cuerpo semihumano —se mofó Jezebel—.
Recuerdo lo bien que huele todo. Repulsivo. ¡Y sobre todo la temperatura! ¿Es que
los seres humanos tienen que congelarlo todo con el maldito aire acondicionado?
La expresión de Sheba se había tornado sobria y relajada.
—Ya. Hay muchas desgracias que quedan por provocar.
—¡Ése es el espíritu que se debe tener! Con sólo unos cuantos siglos más de
experiencia, estarás a mi altura, pasándotelo en grande.
Sheba sonrió con satisfacción.
—O tal vez no falte tanto.
Jezebel alzó una ceja, que se elevó sobre su lívida frente hasta rozar uno de los
cuernos.
—¿Pero qué me dices? ¿Te guardas en la manga algo particularmente maligno,
hermanita?
Sheba calló y se volvió a tensar al percibir que Jezebel estaba enviando sus propios
pensamientos hacia la fiesta que tenía lugar en el interior del hotel. Preparándose
para devolver el golpe si Jezebel hacía ademán de deshacer alguno de sus entuertos,
Sheba apretó la mandíbula. Sin embargo, Jezebel se limitó a mirarlo todo sin tocar
nada.
—Mmm —murmuró Jezebel—. Mmm.
Sheba cerró las manos cuando la inspección de Jezebel se acercó a Cooper
Silverdale, pero, una vez más, aquella hermana suya se contentaba con observar.
Antología Noches de baile en le infierno
~164~
—Bien, bien —murmuró Jezebel—. ¡Vaya! Tengo que admitirlo, Sheeb: estoy
impresionada. Has introducido una pistola, nada menos. Y una mano, tan colmada
de motivos como de alcohol, ¡que debilitará el juicio de ese desdichado! —la diablesa
más vieja sonrió con algo parecido a la franqueza—. Esto sí que es perverso. Es decir,
una diablesa media dedicada a homicidios, alborotos o disturbios podría montar algo
parecido en una fiesta de estas características, ¿pero una niña medio humana que
trabaja en desgracias? Increíble. ¿Cuántos años tienes? ¿Doscientos, trescientos?
—Ciento ochenta y seis —repuso Sheba, todavía recelosa.
Jezebel sacó una lengua de fuego por entre los labios.
—Estoy impresionada, insisto. Ya veo que no desatiendes lo que se te encomienda.
Tienes ahí a una muchedumbre desgraciada —Jezebel se rió—. Has acabado casi con
todas las relaciones prometedoras, has roto varias docenas de amistades largas, has
creado nuevas enemistades... y tres, cuatro, cinco, nada menos, cinco peleas
avecinándose —enumeró Jezebel, con la mente puesta en la fiesta—. ¡Incluso el
pinchadiscos está bajo tu influencia! Eso es cuidar los detalles, desde luego. Puedo
contar con los dedos de la mano a los miserables que aún no lo son del todo.
Sheba sonrió con sorna.
—Ya les llegará su turno.
—Horrendo, Sheeb. Infame de verdad. Eres un orgullo para las de nuestra estirpe.
Si todas las fiestas de instituto tuviesen a una diablesa como tú, el mundo sería
nuestro.
—Vaya, Jez, vas a hacer que me sonroje —ironizó Sheba.
Jezebel soltó una risotada.
—Claro que tienes un poco de ayuda, ¿verdad?
Los pensamientos de Jezebel rodearon a Celeste, que acababa de arrinconar a otro
chico más. Las chicas plantadas lloraban y, entretanto, los chicos a los que Celeste se
había quitado de en medio cerraban los puños y le lanzaban miradas iracundas a sus
competidores. Ardiendo de lujuria, todos y cada uno habían resuelto que Celeste
acabaría la noche junto a ellos y no con los demás.
Aquella noche, Celeste estaba encargándose de la mitad de la labor.
—Me sirvo de las herramientas que están a mi alcance —explicó Sheba.
—¡Qué nombre tan cargado de ironía! ¡Qué mente corrupta! ¿Pero es humana de
verdad?
—Me acerqué a ella al entrar, sólo para cerciorarme —admitió Sheba—. Huele a
humano, puro y auténtico. Horripilante.
Antología Noches de baile en le infierno
~165~
—Entiendo. Pues hubiera jurado que había un diablo entre sus ancestros. Todo un
hallazgo. Sin embargo, Sheba, ¿qué es eso de que te hayas citado con alguien? No es
muy profesional entablar contacto físico de esa manera.
Sheba alzó la barbilla en señal de agravio, pero no respondió. Jezebel tenía razón;
servirse de la forma humana en lugar de la mente diabólica era burdo y poco
fructífero. Aun así, lo único que importaba era el resultado. La puntual intervención
de Sheba había logrado que Logan no descubriese al amor de su vida.
—En fin, en cualquier caso, eso no disminuye la altura de tus logros —
contemporizó Jezebel—. Si terminas tu labor a este nivel, saldrás en los libros de
texto de las futuras generaciones de diablos.
—Gracias —respondió Sheba. ¿Acaso Jezebel pensaba que adulándola de aquel
modo lograría que bajase la guardia?
Jezebel sonrió, y los vapores que la rodeaban se torcieron por los bordes para
imitar su sonrisa.
—Sólo un consejo, Sheba. Mámenlos sumidos en la confusión. Si no logras que
Cooper apriete el gatillo, haz que alguno de esos pandilleros en potencia crea que le
están disparando —Jezebel estaba encandilada—. Percibo que esa fiesta es muy
proclive al alboroto. Si bien es cierto que enviarán a una diablesa de los motines si la
cosa se pone tensa, nadie podrá quitarte el honor de haber sido la que lo fraguó.
Sheba asintió, y las chispas relampaguearon junto a sus oídos. ¿Qué hacía Jezebel?
¿Dónde estaba la trampa? Recorrió con la mente una y otra vez a todos los que
participaban en la fiesta, pero no pudo encontrar ni rastro del sabor sulfuroso
característico de Jezebel. Allí sólo había desgracia, la que ella misma había causado, y
un puñado de focos de felicidad que pronto sofocaría.
—Me estás sirviendo de mucha ayuda, Jezebel —dijo Sheba con un tono
deliberadamente ofensivo.
Jezebel suspiró, y algo en el modo en que sus vapores se replegaron le dio aspecto
de estar... avergonzada. Por primera vez, Sheba tuvo dudas sobre las pretensiones de
Jezebel. Sin embargo, consideró que, por fuerza, tenían que ser malvadas. No podía
ser de otro modo tratándose de una diablesa.
Con expresión arrepentida, Jezebel le preguntó a media voz:
—¿Tanto te cuesta creer que a mí me interese que te asciendan?
—Sí.
Jezebel volvió a suspirar. Y, una vez más, la niebla que la vestía se retorció de
disgusto e hizo que Sheba titubease.
—¿Por qué? —inquirió Sheba—. ¿Por qué te interesas en mis asuntos?
Antología Noches de baile en le infierno
~166~
—Sé que está muy mal, o muy bien, según se mire, que yo te dé consejos que te
ayuden en tu trabajo. No es muy perverso de mi parte.
Sheba asintió con cautela.
—Forma parte de nuestro carácter natural la tendencia a ponerle la zancadilla a
todo el mundo, así se trate de diablos, humanos... e incluso ángeles, si se nos presenta
la oportunidad. El mal es nuestra meta. Desde luego, también nos vengamos, así nos
haya perjudicado la ofensa o no. No seríamos diablesas si no nos dejáramos guiar por
la envidia, la gula, la lujuria y la ira —Jezebel añadió a sus palabras una risita—.
Recuerdo que hace no sé cuantos años, Lilith estuvo a punto de lograr que bajaras
varios puestos en el escalafón, ¿verdad?
Acicateados por aquel recuerdo, los ojos de Sheba se incendiaron por un
momento.
—A punto.
—Lo supiste llevar con más eficacia que la mayoría. Eres una de las mejores de
entre las que se dedican a la desgracia, como ya sabes.
¿Volvían las adulaciones? Sheba se tensó.
Con un dedo, Jezebel hizo que sus vapores se elevaran y que luego trazasen
círculos en el cielo nocturno.
—Pero hay algo aún más importante, Sheba. Las diablesas como Lilith no ven más
allá del mal que tienen delante. Pero el mundo es muy grande y está plagado de seres
humanos que están constantemente tomando millones y millones de decisiones.
Nosotras podemos torcer una mínima parte de esas decisiones. Y, a veces, visto
desde mi perspectiva, da la impresión de que los ángeles nos aventajan...
—¡Jezebel! —protestó Sheba, fuera de sí—. Es nuestro bando el que va ganando.
Fíjate en las noticias de todos los días... Es evidente que los superamos.
—Lo sé, lo sé. Pero a pesar de todas las guerras y la destrucción... por alguna
extraña razón, Sheba, todavía queda por ahí demasiada felicidad. Cada vez que
convierto un atraco en un homicidio, hay un ángel del otro lado de la ciudad que
hace que un testigo salte sobre el atracador y lo detenga. ¡O que convence al
atracador para que deje la mala vida! ¡Bah! Perdemos terreno.
—Pero los ángeles son débiles, Jezebel. Todo el mundo lo sabe. Están tan llenos de
amor que no se pueden concentrar. En la mitad de las ocasiones, los muy frívolos se
enamoran de un ser humano y venden las alas a cambio de conseguir un cuerpo
humano en el que materializarse. ¡Qué necios! —Sheba examinó su propio cuerpo,
asqueada—. Nunca he comprendido la necesidad de llevar un cuerpo durante medio
milenio. Supongo que es sólo para torturarnos, ¿no? Los señores oscuros deben de
disfrutar viendo cómo nos retorcemos.
Antología Noches de baile en le infierno
~167~
—Su propósito es más elevado. Pretenden que aprendáis a odiar a los seres
humanos.
Sheba se la quedó mirando.
—¿Por qué me iba a hacer falta aprender? El odio es a lo que me dedico.
—A veces pasan cosas —repuso Jezebel—. Los ángeles no son los únicos que tiran
la toalla. También hay diablesas que han trocado sus cuernos por un humano.
—¡No! —en un principio sorprendida, Sheba pronto albergó sospechas—.
Exageras. Hay diablesas que de vez en cuando se arriman a algún humano, pero sólo
para atormentarlo. Se trata, simplemente, de un poco de diversión maligna.
Jezebel se estremeció y retorció los vapores hasta darles forma de ocho, pese a lo
cual guardó silencio. Eso hizo que Sheba creyera en lo que había dicho.
—¡Vaya! —exclamó Sheba tras tragar saliva.
Nunca lo habría imaginado. Reunir aquella malignidad deliciosa y tirarla por la
borda. Sacrificar un par de cuernos laboriosamente ganados —unos cuernos por los
que Sheba, en aquel momento, destruiría cualquier cosa— para quedarse encerrada
en un débil y mortal cuerpo humano.
Sheba le echó un fugaz vistazo a los refulgentes cuernos de ónice de Jezebel y
frunció el entrecejo.
—No me explico cómo es posible que alguien sea capaz de una cosa así.
—¿Te acuerdas de lo que has dicho sobre los ángeles? ¿Que el amor los distrae? —
le preguntó Jezebel—. Bueno, pues el odio también puede ser una distracción. Piensa
en Lilith y en sus buenos actos, cargados de malas intenciones. Tal vez sólo sea un
modo de meterse con las diablesas inferiores, pero ¿adonde puede llevarla? La virtud
corrompe.
—No comprendo de qué modo jugarle una mala pasada a otra diablesa puede
llevarte a ser tan estúpida como un ángel —murmuró Sheba.
—Sheba, no subestimes a los ángeles —la reprendió Jezebel—. Déjalos en paz, ¿me
oyes? Incluso una poderosa diablesa media como yo evita enzarzarse con uno de
esos pajarracos emplumados. Ellos respetan la distancia, y nosotras también
debemos respetarla. Deja que sean los Señores Diabólicos los que se encarguen de los
ángeles.
—Ya lo sé, Jezebel. No fui engendrada hace diez años.
—Lo siento. He vuelto a intentar ayudarte —Jezebel se estremeció—. ¡Es que á
veces me frustro tanto! ¡Con tanta bondad y luz como hay por todas partes!
Sheba sacudió la cabeza.
Antología Noches de baile en le infierno
~168~
—No estoy de acuerdo. Es la desgracia la que abunda.
—Igual que la felicidad, hermana. Está por doquier —repuso Jezebel con tristeza.
Se produjo un largo silencio. La pegajosa brisa se paseaba por la piel de Sheba.
Miami no era un infierno, pero, al menos, era confortable.
—¡No en mi fiesta! —sentenció Sheba, con súbita fiereza.
Jezebel sonrió, y sus dientes, negros como la noche, quedaron al descubierto.
—Ya lo comprendo, ya sé por qué quiero ayudarte. Nos hace tanta falta que haya
más diablesas como tú luciendo el mal. Necesitamos a las peores en primera fila.
Dejemos que las Lilith vayan con sus pequeñas travesuras al embrollo del infierno.
Pero que las Sheba se pongan de mi lado. Quiero a mil como Sheba. Así podremos
ganar la batalla de una vez por todas.
Sheba dedicó un rato a sopesar lo que acababa de oír.
—Eso que dices es perverso, pero de un modo extraño, hasta el punto de que
parece beneficioso.
—Sí, sé que es retorcido.
Ambas se rieron juntas por primera vez.
—En fin, vuelve a lo tuyo y destruye esa fiesta.
—Estoy en ello. Vete al infierno, Jezebel.
—Gracias, Sheeb. Lo mismo digo.
Jezebel le guiñó un ojo y luego sonrió hasta que los dientes parecieron cubrirle la
cara. Se evaporó en la noche.
Sheba se demoró en el sucio callejón hasta que el arrebatador aroma del azufre se
hubo disuelto del todo, y luego decidió que se había terminado el tiempo de
descansar. Animada por la posibilidad de unirse a la primera línea de diablesas,
Sheba volvió a toda prisa a atender sus desgracias.
La fiesta estaba en su momento álgido, y las piezas iban encajando una a una.
Celeste, muy metida en su perverso juego, estaba ganando muchos puntos. Se
adjudicaba un punto por cada chica que se iba a lloriquear a un rincón de la sala, y
dos por cada chico que le daba un puñetazo a su rival.
Antología Noches de baile en le infierno
~169~
Las semillas que Sheba había plantado crecían por toda la sala. El odio estaba
floreciendo y, con él, la lujuria, la ira y el desasosiego. Era un jardín venido del
infierno.
Sheba disfrutó de todo ello oculta tras el tiesto en el que se levantaba una palmera.
Ella no podía obligar a los humanos a que hiciesen algo en particular. Ellos
gozaban de libertad de elección desde su nacimiento, de modo que sólo podía
tentarlos, sugerirles. Había pequeñas cosas —tacones altos, costuras, músculos
menores— que sí podía manipular, pero su poder no bastaba para alterar el
funcionamiento de un cerebro. Sus víctimas debían optar por escuchar lo que les
insinuaba. Y aquella noche lo estaban escuchando.
Sheba estaba lanzada y no quería dejar cabos sueltos, así que antes de volver a su
proyecto más ambicioso —Cooper iba intoxicándose poco a poco y estaba casi preparado—
hizo que sus pensamientos recorrieran la estancia en busca de aquellas
pequeñas y exasperantes burbujas de felicidad que todavía resistían.
Nadie iba a salir de aquella fiesta sin un rasguño. No mientras a Sheba le quedase
una chispa en el cuerpo.
Allá... ¿Qué era aquello? Bryan Walker y Clara Hurst se miraban el uno al otro con
ojos soñadores, totalmente ajenos a la ira, el desasosiego y la pésima música que los
rodeaba, y dedicados a pasar el rato en buena compañía.
Sheba consideró las alternativas existentes y decidió que Celeste debía intervenir.
Aquella humana iba a disfrutarlo: nada mejor que hacer alarde de tu poder frente al
amor verdadero. Además, Celeste seguía a pies juntillas todas las indicaciones que le
sugería Sheba y podía adaptarse a cualquier plan diabólico.
Sheba continuó con su labor de análisis antes de pasar a la acción.
No muy lejos, descubrió que había cometido un error imperdonable. ¿No era
aquél su supuesta pareja, Logan, pasándoselo en grande? Imposible. Parecía que
había encontrado a la tal Libby y que ambos eran horrorosamente felices. En fin, no
iba a ser muy difícil rectificar aquel detalle. Iría a recuperar a su pareja y haría que
Libby se marchara corriendo a sollozar en una esquina. Sí, actuar de una manera tan
física no dejaba de ser poco profesional y burdo, pero, con todo, siempre era mejor
que permitir que la felicidad ganase la más mínima batalla.
La evaluación de Sheba llegaba a su fin. Sólo restaba un pequeño foco de paz, y,
para variar, no se trataba de una pareja, sino de un chico que pululaba por el extremo
opuesto de la sala. El insufrible Gabe Christensen.
Sheba frunció el ceño. ¿Y por qué tenía ése que estar feliz? Lo habían rechazado y
estaba solo. Su pareja era el azote de la fiesta. En sus circunstancias, cualquier chico
del montón estaría a rebosar de rabia y dolor. ¡Pero él insistía en hacerla trabajar!
Antología Noches de baile en le infierno
~170~
Sheba inspeccionó la mente de Gabe con mayor atención. Mmm. Lo suyo no era
verdadera felicidad. De hecho, en aquel momento estaba muy preocupado y buscaba
a alguien. Tenía a la vista a Celeste, quien se retorcía en compañía de Rob Carlton al
son de una canción lenta (Pamela Green asistía al espectáculo con estupefacción, y
era una delicia ver cómo su despecho se desparramaba alrededor), pero ella no era el
motivo de su turbación. Era otra la persona a la que buscaba.
Así que Gabe no era feliz, pero, no obstante, la felicidad no era el sentimiento que
estaba transgrediendo la atmósfera de desgracia que Sheba había creado. Se trataba,
muy al contrario, de la bondad que aquel chico exudaba. O incluso algo peor.
Sheba se agachó tras la palmera y continuó sumida en sus pensamientos.
Comenzó a salirle humo por la nariz.
—Gabe.
Gabe sacudió la cabeza con aire ausente y retomó la búsqueda.
Había estado esperando durante media hora, y había visto a multitud de chicas
salir del cuarto de baño, unas detrás de las otras. De vez en cuando sentía algo, pero
nada que se pareciera a la exasperada y vehemente necesidad de aquella chica en
particular.
Una vez que tres grupos de chicas distintos hubieron entrado y salido del baño,
Gabe detuvo a Jill Stein y le preguntó si sabía algo de ella.
—¿Cabello negro y vestido rojo? No, no he visto a nadie con ese aspecto. Además,
creo que el baño está vacío.
La chica debía de habérsele escapado.
Gabe volvió a la pista de baile, reflexionando sobre la joven misteriosa. Por lo
menos, Bryan y Clara, por una parte, y Logan y Libby, por la otra, se estaban
divirtiendo. Bien por ellos. En lo que concernía al resto, la noche parecía estar siendo
espantosa.
Y entonces, volvió a asaltarle aquella sensación. Sintiendo la desesperación que
había estado buscando, Gabe levantó la cabeza. ¿Dónde estaba ella?
Antología Noches de baile en le infierno
~171~
Frustrada, Sheba resopló. La mente de aquel chico estaba sobria y se resistía como
ninguna otra a su insidiosa influencia. Pero aquello no bastaba para detenerla. Conocía
otros caminos.
—Celeste.
Era hora de que la chica mala atormentase a su propia pareja.
Sin tener que esforzarse, Sheba le indicó a Celeste los pasos a seguir. Al fin y al
cabo, a juzgar por los criterios humanos, Gabe poseía un evidente atractivo. Desde
luego, un atractivo suficiente para Celeste, cuyos criterios dejaban bastante que
desear. Gabe era alto y fibroso, con cabello oscuro y facciones proporcionadas. Tenía
los ojos de color azul claro, rasgo que Sheba, personalmente, encontraba un poco
repulsivo —eran tan puros, tan elevados, ¡ay!— y que, no obstante, encandilaba al
resto de las mortales. A aquellos ojos claros se debía que Celeste hubiese aceptado la
invitación del santurrón.
Y menudo santurrón. Sheba entrecerró los ojos. Gabe ya había estado en su punto
de mira en otras ocasiones. Había sido él el que había desbaratado los planes que le
tenía reservados al lascivo profesor de Matemáticas, los cuales habían constituido
una especie de preparativo de la fiesta donde Sheba se ocupó de que cada persona
eligiese a la pareja equivocada. Si Gabe no se hubiese enfrentado al señor Reese en
aquel momento crítico de tentación... Sheba apretó la mandíbula y empezó a expulsar
chispas por los oídos. Habría logrado arruinar a aquel tipo y también a la pequeña,
tan inocente. En todo caso, el señor Reese no había estado tan cerca de caer, pero habría
sido un escándalo fenomenal. Fuera como fuese, el profesor de Matemáticas se
había vuelto extremadamente cauteloso, pues estaba preocupado con aquellos dichosos
ojos claros. Había llegado a sentirse culpable. Qué demencial.
Gabe Christensen le debía la resolución de cierto misterio. Y Sheba obtendría lo
que le correspondía.
Miró a Celeste y se preguntó por qué no iniciaba el acoso a su pareja. Celeste
seguía colgada de Rob, disfrutando del dolor de Pamela. ¡Bastaba ya de
entretenimiento! Había estragos que causar. Sheba susurró en la mente de Celeste
una serie de consejos y la encaminó hacia Gabe.
Celeste se desentendió de Rob y miró a Gabe, quien todavía continuaba
escudriñando la multitud. Las miradas de ambos se encontraron durante un segundo
y, acto seguido, Celeste regresó a los brazos de Rob, acobardada.
Curioso. Los ojos claros de Gabe parecían repeler a la rubia despiadada tanto
como a ella misma.
Sheba volvió a intentarlo, pero, por primera vez, Celeste sacudió la cabeza y
perseveró en su intento de olvidar a Gabe por medio de los ansiosos labios de Rob.
Antología Noches de baile en le infierno
~172~
Desconcertada, Sheba recorrió la sala con el pensamiento en busca de otra persona
con capacidad para eliminar a aquel renegado, pero, de repente, le surgió una
ocupación mucho más importante.
Cooper Silverdale estaba temblequeando de ira a un lado de la pista de baile.
Miraba a Melissa y a Tyson con los ojos desencajados. Melissa apoyaba la cabeza en
el hombro de Tyson y no advertía la sonrisa vehemente que éste le dirigía a Cooper.
Era el momento de actuar. Cooper estaba decidiendo si debía tomar otro vasito de
ponche para ahogar sus penas, pero estaba tan cerca de desmayarse que Sheba no se
lo permitió. Se concentró en él y Cooper, aturdido, se dio cuenta de que el ponche era
repugnante. Ya estaba harto. Tiró el vaso medio vacío al suelo y volvió a clavar la
mirada en Tyson.
«Ella me considera patético —dijo la voz en la mente de Cooper—. Qué va, ni
siquiera piensa en mí. Pero puedo lograr que no vuelva a olvidarse de mí en su
vida...»
Con el sentido alterado por el alcohol, Cooper se llevó una mano a la espalda y
acarició el cañón de la pistola que ocultaba bajo la chaqueta.
Sheba contuvo la respiración. Las chispas le salían a borbotones por los oídos.
Y luego, en el instante crucial, Sheba perdió la concentración al notar que alguien
la estaba mirando con desusada intensidad.
Allí estaba, en la sala, aquella necesidad absorbente, tirando de él... como si
alguien se estuviera ahogando y chillase pidiendo ayuda. Tenía que ser la misma
chica. Gabe jamás había percibido una llamada tan urgente en su vida.
Desesperado, escudriñó la pista de baile, pero no la divisó. Caminó por los bordes,
repasando las caras de quienes no estaban bailando, pero tampoco la encontró entre
ellos.
Vio a Celeste con un nuevo chico, pero no se detuvo en eso. Si Celeste le pedía que
la llevase a casa en aquel momento, tendría que decirle que no era posible. Había alguien
que lo necesitaba más que ella.
La sensación se intensificó tanto que Gabe creyó por un momento que se estaba
volviendo loco. A lo mejor, la chica del vestido rojo era un producto de su
imaginación. Tal vez, la febril sensación de necesidad no era más que el principio de
un delirio.
Antología Noches de baile en le infierno
~173~
En aquel instante, los denodados ojos de Gabe encontraron lo que habían estado
buscando.
Tras rodear al voluminoso y enfurruñado Heath McKenzie, Gabe se fijó en un
destello de luz roja, pequeño pero brillante. Allí estaba —medio oculta tras una
palmera artificial, con aquellos pendientes en los que chispeaban las centellas— la
chica del vestido rojo. Sus oscuros ojos, profundos como el pozo en el que él se la
había imaginado ahogándose, se encontraron con los de Gabe. La necesidad formaba
un aura que vibraba alrededor de ella. Ni siquiera tuvo que decidir acercársele.
Pensó que, de haberlo querido, no habría sido capaz de detenerse.
Estaba seguro de que, antes de aquella noche, nunca había visto a aquella chica.
Era una perfecta extraña.
Sus ojos, oscuros y almendrados, eran serenos y cautelosos, pero, al mismo
tiempo, lo estaban llamando a gritos. De ellos partía la necesidad que él sentía. Ya no
podía resistirse a su súplica, aun en el caso de que el corazón se le parase.
Ella lo necesitaba.
Desconfiada, Sheba vio que Gabe Christensen caminaba hacia ella. Vislumbró su
propia cara en la mente de aquel chico y comprendió que había estado... buscándola
a ella.
Se permitió disfrutar de aquella breve distracción —sabiendo que Cooper se había
convertido en su esbirro y que unos pocos minutos de demora no cambiarían nada—
y regodeándose con la deliciosa ironía. ¿Conque Gabe deseaba que Sheba se ocupara
de él en persona? Bien, pues le haría el favor de complacerlo. Ello haría que su
desgracia fuese aún más dulce, ya que él iba a ser quien la elegiría. Se enderezó
cuanto pudo y permitió que el vestido de cuero le acariciase la figura de modo
provocativo. Sabía lo que cualquier varón humano sentía cada vez al examinar aquel
vestido.
Pero el insolente la miraba a los ojos.
Era peligroso mirar a los ojos a una diablesa. Los humanos que se quedaban
mirando demasiado tiempo podían quedarse atrapados. Se quedaban prendidos a la
diablesa por toda la eternidad, y ardían por ella...
Reprimiendo una sonrisa, Sheba, a su vez, lo miró a los ojos con toda la intensidad
de que fue capaz. Pobre necio.
Antología Noches de baile en le infierno
~174~
Gabe se detuvo a escasa distancia de la chica, lo bastante cerca para no tener que
hablar a gritos. Sabía que estaba mirándola con demasiada deliberación; ella iba a
juzgarlo un maleducado o un tipo raro. Pero, por el contrario, ella le devolvía la
mirada con la misma deliberación, sondándole los ojos.
Abrió la boca con intención de presentarse, pero, de pronto, la chica adoptó una
expresión de pasmo. ¿De pasmo? ¿No sería de horror? Entreabrió los labios y profirió
un leve jadeo que Gabe oyó. La abandonó la rigidez y comenzó a desplomarse.
Gabe saltó hacia ella y la sujetó antes de que llegara al suelo.
Cuando el fuego la abandonó, Sheba notó que le fallaban las piernas. Su llama
interna se apagó, se desecó, desapareció como tragada por un tornado.
Había dejado de hacer frío en la estancia, y allí no olía más que a sudor, a colonia y
a aire viciado. Ya no podía saborear las deliciosas desgracias que había creado. Lo
único que podía saborear era su propia boca, reseca.
Pero sentía los poderosos brazos de Gabe Christensen que la estaban sosteniendo.
El vestido de la chica era blando y cálido. Tal vez ése fuera el problema, pensó
Gabe mientras la sujetaba. A lo mejor, lo caldeado del ambiente y el vestido bastaban
para explicar su desfallecimiento. Ansioso, Gabe le apartó de la cara los sedosos
mechones de pelo que se la ocultaban. La frente estaba fresca, y la piel no estaba
pegajosa de sudor. Pese a todo, ella no apartaba los ojos de él.
—¿Te encuentras bien? ¿Te tienes en pie? Perdona, pero no sé cómo te llamas.
—Estoy bien —contestó la chica con voz suave, ronroneante y, sobre todo,
sorprendida—. Me... me tengo en pie.
Se incorporó, pero Gabe prefirió no soltarla. No quería. Y ella tampoco hacía
ademán de apartarse. Había apoyado las menudas manos en sus hombros, como si
fueran una pareja de baile.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó ella con aquella voz sibilante.
—Gabe... Gabriel Michael Christensen —dijo, armando una sonrisa—. ¿Y tú?
—Sheba —respondió ella, con los oscuros ojos cada vez más abiertos—. Sheba...
Smith.
Antología Noches de baile en le infierno
~175~
—Bueno, pues ¿te apetecería bailar, Sheba Smith? Si te sientes bien, claro.
—Sí —susurró ella, casi para sí misma—. Sí, ¿por qué no?
Seguía mirándolo a los ojos.
Sin moverse de donde estaban, Gabe y Sheba se adaptaron al compás de un nuevo
adefesio de canción. Sin embargo, en aquel momento Gabe no encontró que la espantosa
música fuese tan molesta.
Gabe hizo un resumen mental de la situación. Chica recién llegada. Vestido
impresionante. Había venido con Logan, a quien, tras pedirle que la acompañara a la
fiesta, había dejado plantado. Durante medio segundo, Gabe dudó sobre si estaba
mal que estuviera dejando a su amigo sin pareja. Pero la duda no tardó en disiparse.
En primer lugar, Logan estaba disfrutando de la noche en compañía de Libby.
¿Por qué iba a interrumpir algo que estaba destinado a ser como era?
Y en segundo lugar, Logan y Sheba no pegaban ni con cola.
Gabe siempre había estado en posesión de un instinto muy fino para aquella clase
de cosas: para los caracteres que se compenetraban, para las personalidades que
armonizaban entre sí. Había sido el blanco de muchas bromas que lo tachaban de
casamentero, pero a él no le importaba. A Gabe lo que le importaba era que la gente
fuese feliz.
Y aquella chica en particular —Sheba—, con su intensidad y aquellos pozos que se
le abrían en los ojos, no casaba con Logan.
Al tocarla, aquel desesperado sentimiento de necesidad había comenzado a
remitir. Gabe se sentía mucho mejor ahora que la tenía entre los brazos, como si
aquello amortiguase la urgencia de la extraña súplica. Ella estaba a salvo; ya no se
ahogaba ni se perdía. Gabe temía separarse de ella, pues le preocupaba que la
apremiante sensación se reprodujese.
Para Gabe, era extraño sentirse en el lugar apropiado y en el momento justo, con
total comodidad. No era la primera vez que estaba con una chica; tenía cierto éxito
entre sus compañeras y había pasado por diversas relaciones esporádicas que, en
cualquier caso, nunca habían durado. Siempre había otra persona que resultaba ser
más apropiada que él y, por otra parte, ninguna de ellas había necesitado a Gabe de
verdad, a no ser como amigo. Lugar en el que, por cierto, siempre se había
mantenido.
Nunca le había ocurrido algo parecido a lo que le estaba pasando en aquel
momento. ¿Es que pertenecía a aquella chica, cuya esbelta figura estaba abrazando y
protegiendo?
Consideró una tontería pensar de un modo tan fatalista y se propuso esforzarse en
actuar con normalidad.
Antología Noches de baile en le infierno
~176~
—No hace mucho que has llegado a Reed River, ¿verdad? —le preguntó.
—Hace sólo unas semanas —contestó ella.
—Me parece que no coincidimos en ninguna asignatura.
—No. Me acordaría si alguna vez hubiese estado cerca de ti.
Era una extraña manera de expresarlo. Ella se le sumergía en los ojos con la
mirada, y sus manos continuaban apoyándosele en los hombros. Instintivamente,
Gabe se le acercó un poco más.
—¿Te lo estás pasando bien? —le preguntó.
Ella profirió un suspiro procedente de lo más íntimo de su ser.
—Ahora sí —respondió con inexplicable tristeza—. Muy bien.
¡Atrapada! ¡Como una idiota, como una cachorra recién salida del infierno, como
una novata, como una debutante!
Incapaz de resistirse, Sheba se acomodó entre sus brazos. Observó aquellos ojos
celestes y experimentó la ridícula necesidad de suspirar.
¿Cómo era posible que no hubiese identificado indicios de lo que iba a ocurrir?
La bondad rodeaba a aquel chico como si fuera un escudo. Su influencia sobre él
se había estrellado sin hacerle mella. Las únicas personas que habían estado a salvo
de su malicia—aquellas pequeñas burbujas de felicidad que escapaban a su control—
eran las que trataba y tocaba, eran sus amigos.
¡Por sí solos, aquellos ojos debían haberla puesto sobre aviso!
Celeste había demostrado ser más inteligente que ella. Por lo menos, sus instintos
la habían mantenido apartada de aquel peligroso espécimen. Una vez libre de la
intensidad de la mirada de Gabe, había sabido preservar una distancia prudencial. Y
además estaban los motivos que habían llevado a Gabe a elegir a Celeste. ¡Estaba
claro por qué se había sentido atraído por ella! Las piezas del puzzle encajaban a la
perfección.
Sheba se balanceó siguiendo la pulsión que retumbaba en el ambiente, al calor de
la protección y la seguridad que le ofrecía el cuerpo de Gabe. Unos finos hilos de
felicidad comenzaban a infiltrársele en su desolado interior.
¡No! ¡Cualquier cosa menos la felicidad!
Si ya comenzaba a alegrarse, entonces otras cosas más beneficiosas no se harían
esperar. ¿Es que no había modo de evitar la horrible maravilla del amor?
Antología Noches de baile en le infierno
~177~
No, si una se encontraba en brazos de un ángel.
Pero Gabe no era un ángel verdadero. Carecía de alas y tampoco era uno de esos
bobos angelotes que entregaban las plumas y la vida eterna a cambio del amor
humano. Sin embargo, había alguien en su familia que sí lo había sido.
Gabe era una suerte de ángel a medias que, además, desconocía su condición. Si lo
hubiese sabido, Sheba lo habría oído en su mente y habría escapado a su divino horror.
Pero, como Sheba estaba teniendo ocasión de comprobar, era evidente; podía
paladear el aroma de los asfódelos que emanaba de su piel. Además, saltaba a la
vista que había heredado los ojos de un ángel, los mismos que deberían haberla
prevenido, de no haber estado tan centrada en estrategias perversas.
Había una razón para que diablesas tan experimentadas como Jezebel
desconfiaran de los ángeles. Si para un humano resultaba arriesgado mirar a los ojos
a un diablo, mucho más arriesgado era para un diablo caer embrujado bajo la mirada
de un ángel. Cuando un demonio le mantenía la mirada a un ángel durante
demasiado tiempo, el demonio quedaba atrapado en los fuegos del infierno hasta
que el ángel se diese por vencido en su pretensión por salvarlo.
Porque ésa era la misión de los ángeles. Los ángeles salvaban.
Sheba era un ser inmortal, y se quedaría empantanada durante tanto tiempo como
Gabe conservara su pretensión de estar con ella.
Un ángel común habría identificado al instante la verdadera naturaleza de Sheba,
y la habría echado de allí si fuese lo bastante poderoso, o la habría evitado en caso
contrario. Sin embargo, Sheba tenía una idea exacta de lo que su presencia
provocaría en los sentidos de alguien con la vocación salvadora de Gabe. Inocente
por carecer de una experiencia que necesitaba comprender, la condición maldita de
Sheba debía de haberlo atraído como el canto de una sirena.
Impotente, contempló el hermoso rostro de Gabe y notó que la invadía una oleada
de felicidad. Se preguntó hasta cuándo duraría aquella tortura.
Hasta entonces, lo bastante para haberle aguado una fiesta que se anunciaba
perfecta.
Desposeída de su fuego infernal, Sheba ya no ejercía ninguna influencia sobre los
mortales que estaban en la sala. Sin embargo, a su pesar, era muy consciente de que
su trabajo se estaba viniendo abajo.
Cooper Silverdale soltó un grito de espanto al ver que tenía una pistola en la
mano. ¿En qué había estado pensando? Devolvió el arma a su lugar, bajo la chaqueta,
y corrió al baño, en donde, acometido por violentas arcadas, vomitó el ponche que
había bebido.
Antología Noches de baile en le infierno
~178~
Los desórdenes estomacales de Cooper interrumpieron la pelea en la que se
habían enzarzado Matt y Derek a puño limpio y que estaba teniendo lugar en el
cuarto de baño de hombres. Los dos amigos se miraron las caras amoratadas. ¿Por
qué se peleaban? ¿Por una chica que no le gustaba a ninguno de los dos? ¡Qué
tontería! Tal era su necesidad de pedirle disculpas al otro, que estuvieron interrumpiéndose
durante un rato. Al fin, con una sonrisa en los labios partidos y
pasándose el brazo por los hombros, ambos regresaron a la pista de baile.
David Alvarado había desestimado su proyecto de atacar a Heath después de la
fiesta, ya que Evie le había perdonado que desapareciera con Celeste. Ambos estaban
bailando, mejilla con mejilla, al parsimonioso compás de una canción romántica, y él
no conocía motivo que pudiese llevarle a abandonarla.
Pero David no era el único que se sentía de aquel modo. Como si la canción que
sonaba fuese mágica en lugar de insípida, las personas que estaban en la sala se
dirigieron, cada una, hacia el chico o la chica con los que debían haberse emparejado
desde un principio, y de ese modo transformaron el misterio de la noche en felicidad.
El entrenador Lauder, solitario y deprimido, dejó de mirar las galletas, bastante
poco apetecibles, y observó la tristeza que le pesaba en los ojos a la vicedirectora
Frinkle. Ella también se sentía sola. Con una sonrisa dubitativa en la cara, el
entrenador se le acercó.
Sacudiendo la cabeza y pestañeando como si acabara de despertarse de una
pesadilla, Melissa Harris empujó a Tyson y se fue corriendo hacia la salida. Buscaría
al conserje y pediría un taxi...
Como una cinta elástica demasiado estirada, el ambiente de la fiesta de Reed River
inició su lenta venganza. Si Sheba no hubiese dejado de ser quien era, habría tirado
de aquella cinta hasta romperla en pedazos. Pero la situación era otra, y la desgracia,
la ira y el odio iban desvaneciéndose. Las mentes que habían sido sus prisioneras
volvían a relajarse, a buscar la alegría, a darse amor a manos llenas.
Incluso Celeste se cansó del alboroto. Se quedó con Rob, estremeciéndose
ligeramente al recordar unos ojos azules perfectos, mientras una canción lenta se
fundía con la siguiente.
Tampoco Sheba y Gabe advertían que las canciones terminaban y que empezaban
otras.
¡Toda la desgracia y todo el dolor destruidos! Aun en el caso de que lograra
liberarse, Sheba caería muy bajo en el escalafón diabólico. ¿Cuál era la verdadera
injusticia?
¡Y Jezebel! ¿Acaso lo tenía todo planeado? ¿Habría intentado distraer a Sheba para
que no advirtiera que un medio ángel campaba a sus anchas por la fiesta? Ya no tenía
Antología Noches de baile en le infierno
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modo de saberlo, pues había perdido la capacidad de ver a Jezebel —ya estuviese
riéndose o rezongando— al extinguirse su fuego infernal.
Descontenta consigo misma, Sheba suspiró de felicidad. Gabe era balsámico.
Hacía que ella se sintiera realmente bien, como nunca hasta entonces.
¡Sheba debía escabullirse antes de que la felicidad y el amor acabaran con ella! ¿Se
quedaría atrapada para siempre junto al celestial retoño de un ángel.
Gabe le sonrió, y ella volvió a suspirar.
Sheba sabía lo que Gabe debía de estar sintiendo en aquellos momentos. Los
ángeles nunca eran más felices que cuando hacían felices a los demás, y cuanto
mayor fuese la felicidad inspirada, mayor era la felicidad sentida. Teniendo en
cuenta lo desgraciada y miserable que había sido Sheba, Gabe tenía que estar que no
cabía en sí de gozo, como si tuviera alas y pudiese volar. El jamás desearía que ella se
marchara.
A Sheba sólo le quedaba una última oportunidad de regresar a su lamentable,
desgraciado, requemado y apestoso hogar. Que Gabe le ordenase volver en aquel
mismo instante.
Sopesando aquella posibilidad, Sheba se sintió aún peor, notó que su desgracia
previa seguía dispuesta a recibirla de nuevo. Al notar que ella se desmoronaba, Gabe
la abrazó con más fuerza, y la desgracia de Sheba naufragó en la satisfacción. Con
todo, mantuvo la esperanza.
Contempló aquellos ojos angelicales y llenos de amor y sonrió en alas de los
sueños que le inspiraban.
«Eres la encarnación del mal —se recordó a sí misma. Tienes verdadero talento
para la desgracia. Conoces todas las vertientes del sufrimiento. Podrías escaparte de
esta emboscada y recuperar tu existencia anterior.»
Vistas las cosas, con todo el dolor y el perjuicio que Sheba era capaz de provocar,
¿sería posible que aquel chico angelical la mandase al infierno?
Fin
Antología Noches de baile en le ioo soii peerfeectaa peeronfierno

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