sábado, 24 de octubre de 2009

segundo cuento

ARGUMENTO
Cinco historias de amor y seducción sacudidas
por lo sobrenatural. Vampiros exterminadores,
ángeles contra demonios... todo tipo de seres
fantásticos que se aliarán en este volumen para
convertir los bailes de fin de curso en algo...
inolvidable.

adecir verdad fue mi favorito no puede dormir


EL RAMILLETE
Lauren Myracle

¡Atención, lectores! El siguiente cuento se basa en La pata de mono, escrito por W. W.
Jacobs y publicado por primera vez en 1902, relato que, en mi adolescencia, me puso los pelos
de punta. ¡Tened cuidado con lo que se os ocurra desear!
Lauren Myracle
El viento azotaba la casa de Madame Zanzíbar y hacía que un caño suelto golpease
los tablones. Pese a que sólo fuesen las cuatro de la tarde, el cielo estaba oscuro. En la
sala de espera, decorada con escaso gusto, había tres lámparas irradiando una luz
brillante, todas ellas envueltas en sendos pañuelos de fantasía. Los tonos verde rubí
bañaban el redondo rostro de Yun Sun mientras que los reflejos azules y púrpuras le
daban a la cara de Will el aspecto jaspeado de alguien recién fallecido.
—Cualquiera diría que te acabas de levantar de la tumba —observé.
—Frankie —me dijo Yun Sun con tono de regañina. Inclinó la cabeza en la
dirección de la oficina de Madame Z, cuya puerta estaba cerrada. Supongo que temió
que nos oyera y se ofendiese. Del pomo colgaba un mono de plástico rojo que servía
para indicar que Madame Z se encontraba atendiendo a un cliente. Nosotros éramos
los siguientes.
Will puso los ojos en blanco.
—Soy un ladrón de cuerpos —gimió. Extendió los brazos hacia nosotros—.
Dadme vuestros corazones y vuestros hígados.
—¡Oh, no! El ladrón de cuerpos ha tomado posesión de nuestro querido Will —me
aferré al brazo de Yun Sun—. Rápido, dale tú lo que pide; ¡así a mí me dejará en paz!
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Yun Sun sacudió el brazo.
—No me hace gracia —dijo con un tono de voz cantarín y a la vez amenazador—.
Y si os seguís metiendo conmigo, acabaré por marcharme.
—Vamos, no seas idiota —respondí.
—Pues mírame bien, porque mis muslos y yo nos largamos de aquí.
Debido al ajustadísimo vestido de noche que llevaba, que enseñaba un poquito
demasiado, Yun Sun estaba obsesionada con que tenía las piernas rechonchas. Pero
al menos no le faltaba el vestido de noche. Ni tampoco la oportunidad para llevarlo.
—¡Bah! —exclamé.
Sus malos humos estaban amenazando la buena marcha de nuestros planes, los
cuales, por cierto, constituían la única razón para hallarnos en aquel lugar. La noche
del baile de fin de curso estaba cada vez más cerca, y yo, desde luego, no iba a ser la
típica muermo que se quedaba en casa mientras las demás chicas se rebozaban en
purpurina y salían a bailar subidas a unos espectaculares y aparatosos taconazos de
más de siete centímetros de altura.
De ninguna manera porque, además, muy en el fondo, sabía que Will quería
pedirme que fuese su pareja. Para que lo hiciese sólo le hacía falta un empujoncito.
Bajé la voz y le dediqué una sonrisa a Will con la que quise decirle algo como «Bla,
bla, bla... Cosas de chicas. ¡Nada importante!».
—Haber venido hasta aquí fue idea de las dos, Yun Sun. ¿Recuerdas?
—No, Frankie. La idea fue tuya —respondió ella. Y, por añadidura, en voz alta—.
Yo ya tengo con quién ir, aunque se me vaya a asfixiar entre los muslos, el pobrecillo.
Tú eres la única que necesita un milagro de última hora.
—¡Yun Sun! —miré a Will, que se había puesto colorado. Pero qué mala, Yun Sun.
Mira que soltarlo así, de buenas a primeras. ¡Yun Sun era perversa!
—¡Ay! —gritó. Le acababan de dar un porrazo, yo.
—Estoy bastante cabreada contigo —le informé.
—Basta de andarse por las ramas. Tú lo que quieres es que él te pida que vayáis
juntos al baile, ¿o no...? ¡Ay!
—Oye, calma —intervino Will. Estaba haciendo eso que hacía cuando se ponía de
los nervios, lo de bajar y subir la nuez, qué adorable. Aunque, claro, también qué perturbador.
Me hacía pensar en cosas que, por el momento, quedaban un paso más allá
de lo probable.
En cualquier caso, Will estaba en posesión de una nuez y, cuando la movía arriba
y abajo, me parecía delicioso. Le daba aspecto de vulnerabilidad.
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—Me ha pegado —se quejó Yun Sun.
—Se lo merecía —contraataqué. Sin embargo, prefería no seguir con el tema, que,
a aquellas alturas, se había vuelto demasiado indiscreto. Así que le di una palmada
en la pierna y añadí—: Pero te perdono. Ahora, cállate.
Lo que Yun Sun no acababa de entender —o, mejor dicho, lo que entendía
perfectamente pero se negaba a llevar a la práctica— era que no todas las cosas deben
decirse en voz alta. Sí, yo quería que Will viniera conmigo al baile, y deseaba que no
tardase demasiado en pedírmelo, porque sólo quedaban dos semanas para «La
primavera es del amor».
Y sí, el nombre que le habían puesto a la fiesta era estúpido, pero no por ello
menos cierto. La primavera, indiscutiblemente, era del amor. Tampoco era menos
cierto que Will era mi príncipe azul, siempre, claro, que dejase atrás aquella
persistente timidez suya y, de una vez por todas, se atreviera a dar el paso. ¡Ya valía
de tanta palmada amistosa en el hombro, tanta risita y tanta guerra de cosquillas!
¡Bastaba de toqueteos y grititos aprovechando el visionado de copias para alquiler de
Los ladrones de cuerpos o Bajaron de las colinas! ¿Cómo no se daba cuenta de que, si me
quería, allí me tenía?
El fin de semana anterior, había faltado muy poco para que me hiciera la pregunta;
estaba segura al noventa y cinco por ciento. Habíamos estado viendo Pretty Woman,
un empalague de tomo y lomo que, aun así, no deja de ser entretenido. Yun Sun se
había ido a la cocina en busca de comida. Estábamos solos.
«Oye, Frankie —había dicho Will. Golpeteaba el suelo con los pies y se retorcía las
manos en el interior de los bolsillos—. ¿Te importa si te hago una pregunta?»
Cualquier memo sabría de qué iba el asunto, y si lo único que quería era que
subiese el volumen, pues con haber dicho «Eh, Franks, sube el volumen» habría sido
suficiente. Natural. Directo al grano. Sin necesidad de comentarios introductorios.
Sin embargo, dado que los comentarios introductorios estaban allí... pues ¿qué otra
cosa querría preguntarme que no fuese «¿Vienes al baile conmigo?» El gozo eterno
estaba al alcance de la mano, a sólo unos segundos.
Pero entonces metí la pata. Su evidente nerviosismo hizo que yo también perdiera
los papeles, y en lugar de dejar que las cosas siguieran su curso, resolví cambiar de
tema por puro y simple capricho. Qué idiota.
—Fíjate, ¡eso sí que es de libro! —exclamé, señalando el televisor.
Richard Gere iba galopando en su caballo blanco, que en realidad era una
limusina, hacia el castillo de Julia Roberts, que en realidad era un edificio de ladrillo
bastante cochambroso. Bajo nuestra atenta mirada, Richard Gere salió por el techo
solar del coche y remontó la escalera de incendios, todo ello para ganarse el favor de
su amada.
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—Nada de ñoñerías del tipo «Es que creo que me gustas» —recalqué. Estaba
cometiendo un error grave, y lo sabía—. Ahí tienes una verdadera prueba de amor, y
lo demás son cuentos.
Will tragó saliva.
—Ah —se limitó a decir. Y se quedó embobado con Richard Gere, pensando, estoy
segura, que jamás podría estar a su altura.
Mientras, sabedora de que acababa de sabotearme a mí misma, de que había
echado a perder una fiesta de fin de curso feliz, seguí con la vista fija en la tele. A mí
no me importaban las «verdaderas pruebas de amor»; a mí lo que me importaba era
Will. Pero, sin embargo, había sido tan lista como para espantarlo. Aquello
demostraba, sin ningún género de dudas, que si él era un poca cosa, yo lo era aún
más.
Qué se le iba a hacer. Todo ello explicaba que nos encontrásemos en la casa de
Madame Zanzibar. Ella nos diría qué nos deparaba el futuro y, siempre que no
estuviese ciega, nos indicaría lo que cualquier observador imparcial: que Will y yo
estábamos hechos el uno para el otro. Oírlo con todas las letras le valdría a Will para
juntar fuerzas y hacer un segundo intento. Me pediría que fuese con él al baile y, en
esta ocasión, yo le diría que sí, aunque me fuese la vida en ello.
El mono de plástico colgado del pomo de la puerta comenzó a agitarse.
—Mirad, se mueve —susurré.
—Vaya —exclamó Will.
Salió de la oficina un hombre negro de cabellos plateados. No tenía dientes, de
modo que el labio inferior se le arrugaba como una pasa.
—Niños —dijo, tocándose el borde del sombrero.
Will se levantó y le abrió la puerta principal. Así era él. La ráfaga de viento que se
coló por el vano estuvo a punto de tirar al anciano, y Will lo ayudó a tenerse en pie.
—¡Guau! —soltó Will.
—Gracias, hijo —dijo el anciano. Lo de los dientes también se notaba en que
farfullaba un poco—. Acuérdate de salir pitando antes de que se desate la tormenta.
—Creí que eso ya había ocurrido —repuso Will. Más allá de la entrada, las ramas
de los árboles crujían y se revolvían.
—¿Cómo? ¿Te refieres a este vientecito de nada? —se mofó el anciano—. Pero si
esto no es más que un bebé que todavía no ha empezado a crecer. Empeorará
bastante antes de que acabe la noche. Acuérdate de lo que te digo —nos lanzó una
mirada a todos—. De hecho, niños, ¿no deberíais estar en casa, a salvo y calentitos?
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No había por qué ofenderse si una persona mayor y desdentada nos llamaba
«niños». Claro que aquélla era la segunda vez en veinte segundos.
—Estamos a punto de acabar el instituto —le expliqué—. Sabemos cuidar de
nosotros mismos.
La risotada que profirió me recordó el sonido que producen las hojas secas.
—Está bien —concedió—. Seguro que no te equivocas.
Dio un paso inseguro para trasponer la puerta. Tras agitar la mano sin mucho
entusiasmo, Will la cerró.
—Pobre loco —dijo una voz, detrás de nosotros.
Nos dimos la vuelta y vimos a Madame Zanzibar aguardando junto a la puerta de
la oficina. Vestía unos pantalones de chándal de Juicy Couture y una chaqueta a
juego de color rosa fucsia, que llevaba abierta hasta la clavícula.
Tenía los pechos redondos y firmes, y, puesto que no parecía llevar sujetador,
sorprendentemente respingones. Se había pintado los labios de color naranja claro, el
mismo que el de la laca de uñas y el del filtro del cigarrillo que sostenía entre dos
dedos.
—Y bien. ¿Vamos a pasar o nos vamos a quedarnos fuera? —inquirió, mirándonos
a todos—. ¿Desvelamos los misterios de la vida o los dejamos para mejor ocasión.
Me levanté de la silla y tiré de Yun Sun. Will vino detrás. Madame Z nos hizo
pasar a su oficina y, tras hacernos una señal para que nos sentáramos, los tres nos
apretujamos en un sillón que acusaba un exceso de relleno. Will advirtió que la cosa
no marchaba y se acomodó en el suelo. Yo me contoneé un poco para que Yun Sun
me dejara más espacio.
—¿Ves? Son como chorizos —dijo, en referencia a sus muslos.
—Aparta —le ordené.
—Bueno, bueno —dijo Madame Z sentándose tras la mesa, no sin antes pasarnos
revista. Le dio una chupada al cigarrillo—. ¿En qué puedo ayudaros?
Me mordí el labio. ¿Cómo decirlo?
—Tú eres vidente, ¿no?
Madame Z exhaló una bocanada de humo.
—Bravo, Sherlock. ¿Te dio pistas el anuncio de las páginas amarillas?
Me subieron los colores, y también se me pusieron los pelos de punta. Mi
pregunta iba con intención de romper el hielo. ¿Tenía ella algún problema con lo de
romper el hielo? En todo caso, si de verdad era vidente, ¿no debería saber qué me
llevaba a estar en su oficina?
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—Ah... vale. En fin. El caso es que me estaba preguntando...
—¿Sí? Dispara.
Hice un esfuerzo.
—Bueno... pues me estaba preguntando si cierta persona especial va a hacerme
cierta pregunta especial —evité, a propósito, mirar a Will, pero si oí su exclamación
de sorpresa. No lo había visto venir.
Madame Z ge presionó la frente con dos dedos y puso los ojos en blanco.
—¡Ejem! —dijo—. Mmm... Mmm... Está todo bastante confuso. Sí, pero aquí hay
pasión —Yun Sun soltó una risita, y Will tragó saliva—. Sin embargo, también
capto... ¿Cómo diría? Algunos factores que complican la situación.
«Bravo, Sherlock —pensé—. ¿Qué tal si te esfuerzas un poco y me das algo más
trabajado, eh?»
—Pero esa pasión va a hacer que él... o sea, que la persona... ¿actúe? —pese al
nudo en el estómago, le estaba echando mucha cara.
—Actuar o no actuar... ¿es ésa la cuestión? —preguntó Madame Z.
—Sí, ésa es la cuestión.
—Ya veo. Esa es siempre la cuestión. Y lo que nos tenemos que preguntar a
nosotros mismos es... —no continuó la frase. Detuvo la mirada en Will y palideció...
—¿Qué? —inquirí.
—Nada —respondió ella.
—No. Algo —repuse. Su numerito de entrar en contacto con los espíritus no me
estaba impresionando. ¿Creía que nos íbamos a tragar que algo la había poseído de
repente? ¿Que su visión llegaba al más allá? Y qué más. ¡Lo único que debía hacer era
contestar a la maldita pregunta!
Madame Z hizo como que se estaba recomponiendo y, con mano temblorosa, le
dio una larga calada al pitillo.
—Si se cae un árbol en el bosque y no hay nadie allí para oírlo, ¿hace ruido?
—¿Cómo?
—Eso es todo. O lo tomas o lo dejas —parecía inquieta, así que decidí tomarlo.
Pese a ello, aprovechando que Madame Z no miraba, le hice una mueca a Yun Sun.
Will afirmó no tener ninguna pregunta concreta que plantear, pero, por algún
motivo, Madame Z insistió en obtener un mensaje para él. Paseó las manos sobre el
aura de Will y le instó severamente a evitar las alturas, lo que, puesto que a Will le
encantaba escalar, resultaba ser de lo más apropiado. No obstante, lo curioso fue la
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reacción de Will. Primero, alzó las cejas y, acto seguido, pareció sentir algo muy
distinto, como una especie de placer secreto por anticipado. Me miró y se sonrojó.
—¿Qué pasa aquí? —pregunté—. Tienes cara de guardarte un as en la manga.
—Pero qué dices —contestó él.
—¿Qué nos ocultas, Will Goodman?
—Nada, ¡lo juro!
—¡No seas tonto, chico! —le espetó Madame Z—. Haz caso de lo que te digo.
—Bueno, no tienes que preocuparte por él —le recomendé—. Es la prudencia en
persona —miré a Will—. En serio, ¿es que has descubierto un sitio para escalar distinto
y fantástico? ¿Tienes un mosquetón nuevecito?
—Es el turno de Yun Sun —afirmó Will—. Venga, Yun Sun.
—¿Sabes leer la mano? —le preguntó Yun Sun a Madame Z.
Madame Z suspiró. Sin fijarse mucho en lo que estaba haciendo, palpó la palma de
la mano de Yun Sun.
—Serás tan bella como te permitas ser —juzgó. Punto y final. Allí acababan sus
perlas de sabiduría.
Yun Sun quedó tan anonadada como yo. Me dispuse a protestar en el nombre de
todos los presentes. Porque, ¡por favor!, ¿un árbol en el bosque? ¿Ten cuidado con las
alturas? ¿Serás tan bella como te permitas ser? Aun a pesar de su puesta en escena,
hasta cierto punto sobrecogedora, tenía claro que nos la estaba jugando a los tres.
Sobre todo a mí.
Pero antes de que tuviese oportunidad de abrir la boca, el teléfono móvil que
estaba sobre la mesa comenzó a sonar. Madame Z lo cogió y pulsó el botón de
descolgar con una de aquellas uñas de color naranja.
—Madame Zanzibar, a su servicio —dijo. A medida que escuchaba la voz que le
hablaba desde el otro lado de la línea, su expresión empezó a cambiar. Se volvió
brusca e irritable—. No, Silas, no. Se llama... Sí, muy bien, candidiasis. Candidiasis.
Yun Sun y yo intercambiamos una mirada de espanto, pero lo cierto es que yo
había empezado a divertirme. No tanto por la candidiasis que, por lo visto, afectaba a
Madame Z. Aunque, por otra parte, menuda guarrada. Sino por el hecho de que
estuviese hablando de ello con el tal Silas delante de nosotros. Estábamos
comenzando a obtener algo sustancial a cambio de nuestro dinero.
—Dile al farmacéutico que ya es la segunda vez este mes —protestó Madame Z—.
Necesito algo más fuerte. ¿Cómo? Para el picor, ¡imbécil! ¡O que venga a rascarme él!
—se revolvió en la silla y colocó una de aquellas piernas embutidas en el chándal
Juicy Couture sobre la otra.
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Will me miró con ojos alarmados.
—Yo no pienso rascarle nada —susurró—. ¡Me niego!
Me reí. Era un buen síntoma que se envalentonara delante de mí. El proyecto
Madame Z no marchaba según lo planeado, pero ¿cómo acabaría? Tal vez tuviese, al
fin, el efecto deseado.
Madame Z me apuntó con la brasa del cigarrillo y yo bajé la mirada con aire
arrepentido. Para distraerme, me concentré en la extraña y variada quincalla que se
amontonaba en los estantes. Había un libro que se llamaba La magia de lo convencional
y otro Qué hacer cuando los muertos hablan... pero no se los quiere escuchar. Le di un golpe
con la rodilla a Will y le señalé mis descubrimientos. El gesticuló como si estuviese
asfixiando a un pobre desgraciado, y yo tuve que contener una carcajada.
Encima de los libros vi lo siguiente: un bote de matarratas, un monóculo a la
antigua, un tarro lleno de lo que parecían ser restos de uñas, una taza de Starbucks
mellada y una pata de conejo. Y encima de todo había... Ah, qué maravilla.
—¿Es eso una calavera? —le pregunté a Will.
—Fíjate —exclamó tras emitir un silbido.
—Vale, vale —dijo Yun Sun, apartando la mirada—. Si hay una calavera de
verdad, yo prefiero no saberlo. ¿Nos podemos marchar ya?
Le tomé la cabeza con ambas manos y se la orienté en la dirección apropiada.
—Mira. ¡Todavía tiene cabello!
Madame Z colgó el teléfono.
—Ineptos. No hay ni uno que se salve —concluyó. Su palidez había desaparecido.
Por lo visto, conversar con Silas le había avivado el ánimo—. ¡Ah! Ya veo que habéis
descubierto a Fernando.
—¿La calavera es de él? —pregunté—. ¿De Fernando?
—Dios mío —lamentó Yun Sun.
—Afloró a la superficie después de un corrimiento de tierras, en el cementerio de
Chapel Hill —nos contó—. Bueno, con el ataúd y todo. La madera se encontraba en
bastante mal estado; debía de ser de principios del siglo veinte. Como nadie le
prestaba atención, me apiadé de él y me lo traje aquí.
—¿Abriste el ataúd? —inquirí.
—Sí —respondió, orgullosa. Me habría gustado saber si llevaba el Juicy Couture
mientras se dedicaba a asaltar tumbas.
—Es desagradable. Esa cosa todavía conserva el cabello —dije.
—No es una cosa —rezongó Madame Z—. Ten un poco de respeto, por favor.
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—Bueno, pero es que no sabía que los cadáveres tuviesen pelo.
—Pero no piel —afirmó Madame Z—. La piel se pudre al principio y desprende
un olor más bien insoportable. Lo del cabello es distinto. A veces, semanas después
de que el difunto haya pasado a mejor vida, todavía sigue creciendo.
—Increíble —comentó Will.
—¿Y eso? —preguntó Yun Sun en referencia al recipiente de plástico transparente
que contenía una especie de órgano rojizo flotando en un líquido indeterminado—.
Dime que eso no pertenece a Fernando, por favor. Dímelo.
Madame Z se mofó de aquella posibilidad con un gesto desdeñoso.
—Es mi útero. Le pedí al buen doctor que me lo diese después de hacerme la
histerectomía.
—¿Tu útero? —Yun Sun parecía a punto de desmayarse.
—No iba a permitir que lo incinerasen —protestó Madame Z—. ¡De ninguna
manera!
—¿Y aquello de allá? —le señalé una especie de cosas resecas amontonadas en el
estante más alto. El jueguecito del veo-veo demostraba ser más entretenido que la
adivinación por medio de las manos.
Madame Z siguió la dirección que le indicaba. Abrió la boca, pero luego la cerró.
—Eso no es nada —sentenció con firmeza, aunque advertí que le costaba dejar de
mirar los misteriosos objetos—. Bien. ¿Hemos terminado?
—Venga —junté las manos como si estuviera rezando—. Dinos qué es.
—No creo que lo queráis saber —repuso ella.
—Yo sí —dije.
—Pues yo no —terció Yun Sun.
—Sí, ella también —resolví—. Y Will también. ¿A que sí, Will?
—No puede ser peor que el útero —convino Will.
Madame Z apretó los labios.
—Por favor —le rogué.
Murmuró algo apenas inteligible sobre adolescentes estúpidos y sobre que no
pensaba considerarse responsable, pasara lo que pasase. Después, se levantó y se
aproximó a la estantería en cuestión. En lugar de bambolearse, el pecho de aquella
mujer se mantuvo firme e inamovible. Recogió el bulto y lo dejó frente a nosotros.
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—Ah —recuperé el aliento—. Un ramillete —capullos de rosa, parduscos y
quebradizos; espigas de gisófila grisáceas, tan secas que sus fibras formaban copos
que se esparcían por la mesa, y una flácida cinta roja rodeando los tallos.
—Una campesina francesa le echó un maleficio —afirmó Madame Z con un tono
de voz indescifrable. Daba la impresión de que algo la obligaba a pronunciar las
palabras sin que ella quisiese hacerlo. O al revés. A lo mejor, sí quería contarlo pero
trataba de resistirse—. Quería demostrar que el amor verdadero va de la mano del
destino, y que cualquiera que intente interferir se expone a un riesgo que debe
asumir.
Se dispuso a devolver el ramillete a su lugar.
—¡Espera! —grité—. ¿Cómo funciona? ¿Qué es lo que hace?
—No te lo voy a contar —respondió ella, obstinada.
—¿«No te lo voy a contar»? —me burlé—. ¿Es que tienes cuatro años?
—¡Frankie! —intervino Yun Sun.
—Tú eres como todas las demás, ¿no es cierto? —me dijo Madame Z—. Estás
dispuesta a cualquier cosa con tal de conseguir un novio. Necesitas enamorarte hasta
el tuétano, cueste lo que cueste.
Las mejillas me ardían. Pero el tema ya estaba encima de la mesa. Novios. Amor.
Creí ver un rayo de esperanza.
—Haz el favor de contárselo —rogó Yun Sun—, o de lo contrario no vamos a
conseguir marcharnos.
—No —insistió Madame Z.
—No te extrañe que se lo calle. Es una invención suya.
Los ojos de Madame Z relampaguearon. Yo la había provocado, y aquello no
estaba bien, pero algo me dijo que, fuera lo que fuese aquel ramillete, no era ninguna
invención. Mi curiosidad fue en aumento.
La vidente puso el ramillete en el centro de la mesa, en donde se quedó sin que
pudiera apreciársele nada especial.
—Tres personas, tres deseos cada una —informó Madame Z—. Ésa es su magia.
Yun Sun, Will y yo nos miramos los unos a los otros, y nos dio un ataque de risa.
Era absurdo y al mismo tiempo perfecto: la tormenta, el vejete y, como colofón, aquel
anuncio lanzado de un modo tan siniestro.
Sin embargo, la mirada de Madame Z provocó que cortáramos las carcajadas de
inmediato. En concreto, la mirada que le dirigió a Will.
Will intentó recuperar el ambiente desenfadado.
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—Bueno, ¿y por qué no la utilizas? —le preguntó con la actitud del buen chico que
pretende mostrarse atento y cortés.
—Ya lo hice —contestó Madame Z. El pintalabios naranja parecía una mancha.
—Y... ¿se cumplieron los tres deseos? —quise saber.
—Punto por punto —respondió ella, lacónica.
Ninguno supo qué decir a aquello.
—¿Hay alguien más que lo haya hecho? —intervino Yun Sun.
—Una señora. Desconozco la naturaleza de los dos primeros deseos que formuló,
pero el último duró hasta su muerte. Así es como el ramillete llegó a mis manos.
Nos quedamos embobados, sin saber qué hacer. La situación se había tornado
irreal, pero, aun así, allí estábamos nosotros, y no era un sueño.
—Espeluznante —juzgó Will.
—Entonces... ¿por qué te lo quedas? —pregunté—. Si ya se han cumplido tus tres
deseos...
—Buena pregunta —repuso Madame Z después de quedarse unos segundos
observando el ramillete. Se sacó del bolsillo un mechero color turquesa y lo encendió.
Cogió el ramillete con determinación, como si se preparase para llevar a cabo una
acción hacía tiempo pospuesta.
—¡No! —chillé, arrebatándole el ramillete de las manos—. Si tú no lo quieres,
¡dámelo a mí!
—Nunca. Debo quemarlo.
Cubrí los pétalos de rosa con los dedos. Su textura era semejante a la de la
arrugada mejilla de mi abuelo, que yo solía acariciarle cuando iba a visitarlo al hogar
de ancianos.
—Estás cometiendo un error —me avisó Madame Z. Me quitó las flores con cierta
brutalidad. Percibí la misma lucha interna que me había parecido notar en ella al
insistirle para que hablara del ramillete, como si habitara en éste un poder con
capacidad para dominarla. Lo cual era absurdo, desde luego—. Todavía queda
tiempo para cambiar tu destino —afirmó.
—¿Y qué destino es ése? —inquirí. Se me quebró la voz—. ¿El de que un árbol se
cae en el bosque y, pobre de mí, llevo puestos tapones en los oídos?
Los ojos de Madame Z, enmarcados en unas gruesas pestañas, se clavaron en mí.
La piel que los rodeaba era tan fina como el papel pinocho, y comprendí que aquella
mujer era mayor de lo que había creído en un principio.
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—Eres una jovencita maleducada e irrespetuosa. Te hacía falta una buena zurra —
se acomodó en la silla giratoria que ocupaba y tuve la impresión momentánea de que
se había librado de la malsana influencia del ramillete. Podría ser, también, que fuera
el ramillete el que la hubiese librado—. Quédatelo, si eso es lo que quieres. No me
hago responsable de lo que pueda suceder a partir de ahora.
—¿Cómo funciona? —le pregunté.
Ella soltó un bufido.
—Por favor —le rogué. No era mi intención ponerme pesada. Pero el asunto tenía
muchísima importancia—. Si no me lo cuentas, seguro que me sale mal. Yo qué sé...
Seguro que destruyo el mundo.
—Frankie... déjalo ya —susurró Will.
Sacudí la cabeza. Era superior a mis fuerzas.
Madame Z chasqueó la lengua con actitud desdeñosa. Bueno, y a mí qué.
—Sostenlo en la mano derecha y pronuncia tu deseo —explicó—. Sin embargo, te
lo digo una vez más: te vas a arrepentir.
—No es necesario que me asustes —dije—. No soy tan estúpida como crees.
—No, lo eres aún más —convino ella.
Will decidió intervenir para reconducir la conversación. Le molestaban las
desavenencias.
—Así que... ¿no volverías a utilizarlo si tuvieras la oportunidad?
Madame Z alzó las cejas.
—¿Tengo aspecto de necesitar que se me cumplan más deseos?
Yun Sun profirió un sonoro suspiro.
—Ya, pues a mí sí que me vendría bien. ¿Por qué no pides que me sean
concedidos los muslos de Lindsay Lohan?
Me encantan mis amigos. Son fantásticos. Levanté el ramillete, y Madame Z, con
un grito ahogado, me aferró la muñeca.
—¡Por tu bien, niña! —gritó—. ¡Si vas a pedir un deseo, al menos que sea
razonable!
—Estoy de acuerdo, Frankie —afirmó Will—. Piensa en la pobre Lindsay...
¿Quieres que pierda los muslos?
—Todavía le quedarían las pantorrillas —repuse.
—¿Y con qué las sostendría? ¿Y qué productor de cine contrataría a una actriz de
la que sólo se puede filmar el torso?
Antología Noches de baile en le infierno
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Me dio la risa, y Will pareció quedarse satisfecho consigo mismo.
—Sois de lo que no hay —juzgó Yun Sun.
La respiración de Madame Z se había vuelto agitada. Tal vez fuera cierto que no se
sentía responsable de mis actos, pero el susto que se había llevado al verme alzar el
ramillete no era fingido.
Deposité el ramillete en mi bolso teniendo cuidado de no dañarlo. Y, tras sacar la
cartera, le pagué a Madame Z el doble de lo acordado. No me molesté en dar
explicaciones. Sencillamente, le puse los billetes en la mano. Ella los contó y, con
hastío y labios color naranja incluidos, se permitió darme unos consejos.
Por su actitud deduje que se daba por vencida... pero insistió en que tuviese
mucho cuidado.
Siguiendo el ritual de la noche de los viernes, fuimos a mi casa a tomar una pizza.
Un ritual que, por cierto, solía repetirse los sábados y los domingos. Mis padres
estaban en Botsuana, adonde habían ido a pasar un semestre sabático, y eso
implicaba que «Casa Frankie» era nuestra sala de fiestas particular. Claro que
tampoco hacíamos fiestas. La casa, alejada de la ciudad, situada junto a un
descuidado camino de tierra y sin vecinos alrededor que pudieran quejarse, se
prestaba a ello. Pero preferíamos estar los tres solos o, a lo sumo, aceptar la presencia
ocasional de Jeremy, el novio de Yun Sun. Aun así, Jeremy consideraba que Will y yo
éramos raros. No le gustaba la pifia en la pizza y no compartía nuestros gustos
cinematográficos.
La lluvia se estrellaba con fuerza contra el techo de la furgoneta de Will, ocupado
con las serpenteantes curvas de Restoration Boulevard. Dejamos atrás la bollería
Krispy Kreme y la carnicería Piggly Wiggly, y pasamos junto al solitario depósito de
agua del condado, que elevaba su gloria hacia los cielos. Íbamos bastante apretados,
pero a mí no me importaba. Ocupaba el asiento de en medio. Cada vez que cambiaba
de marcha, Will me rozaba la rodilla con la mano.
—Ah, el cementerio —anunció cuando vimos aparecer por el costado una verja de
hierro forjado—. ¿Qué os parece si guardamos un minuto de silencio por Fernando?
El resplandor de un relámpago iluminó las sucesivas filas de lápidas, y comprobé
lo espeluznantes y perturbadores que son los cementerios. Huesos. Piel putrefacta.
Ataúdes, algunos de los cuales, a veces, salían a la superficie.
Antología Noches de baile en le infierno
~46~
Respiré aliviada cuando llegué a casa. Mientras Will llamaba a la pizzería y Yun
Sun examinaba lo que el videoclub nos había deparado para la semana, fui encendiendo
las luces de todas las habitaciones.
—Algo agradable, ¿vale? —dije, desde el vestíbulo.
—Entonces nada de Night Stalker, ¿no? —respondió Yun Sun.
Me uní a ella en el estudio e inspeccioné la pila de películas.
—¿Qué tal High School Musical? Es lo menos horripilante que se me ocurre.
—Estás de broma —afirmó Will, colgando el teléfono—. Piensa en Sharpay y su
hermano haciendo ese baile sexy con maracas. ¿No te parece eso horripilante?
Me reí.
—Pero adelante, chicas —dijo—. Elegid la que os venga en gana. Tengo que ir a
hacer un recado.
—¿Te vas? —le preguntó Yun Sun.
—¿Y la pizza? —inquirí yo.
Abrió su cartera y dejó un billete de veinte dólares sobre la mesa.
—Estaré de vuelta en media hora. Lo prometo.
Yun Sun sacudió la cabeza.
—Te lo voy a volver a preguntar: ¿te vas? ¿Ni siquiera te quedas a cenar?
—Es que tengo que ir a hacer una cosa —repuso él.
Se me encogió el corazón. Deseaba que se quedase, aunque sólo fuera un poquito
más. Corrí a la cocina y saqué del bolso el ramillete de Madame Z o, mejor dicho, el
mío.
—Bueno, pues, al menos, espera a que haya pedido mi deseo —le dije.
Mi ocurrencia le hizo gracia.
—Está bien. Anda, pide el deseo.
Titubeé. El estudio era cálido y acogedor, la pizza venía de camino y me
encontraba con los mejores amigos del mundo. ¿Qué otra cosa podría querer?
La parte avariciosa de mi cerebro protestó. El baile, desde luego. Yo quería que
Will me pidiese que fuéramos juntos. Tal vez fuese muy egoísta de mi parte tener lo
que tenía y querer más, pero decidí no pensarlo demasiado.
«Porque míralo», me dije. Los amables ojos castaños, la sonrisa torcida, los rizos
angelicales, toda la dulzura y bondad que, en suma, lo caracterizaban.
Will simuló el ruido de un redoble de tambor. Levanté el ramillete.
Antología Noches de baile en le infierno
~47~
—Quiero que cierto chico me invite a ir al baile con él —pronuncié.
—¡Acaban de oírlo, queridos amigos! —gritó Will. Estaba eufórico—. ¿Y quién no
soñaría con acompañar a nuestra fabulosa Frankie al baile? Tendremos que esperar
unos momentos para ver si su deseo...
—¿Frankie? —intervino Yun Sun, interrumpiendo a Will—. ¿Frankie, estás bien?
—Se ha movido —dije, lanzando el ramillete al suelo. Me invadió un sudor frío—.
Os lo juro por Dios. Se movió en el momento en que pedí el deseo. ¡Y esta peste! ¿No
la oléis?
—No —me respondió Yun Sun—. ¿Qué olor?
—Tú sí lo hueles, ¿no, Will?
Will sonreía, todavía de aquel extraño humor que había manifestado desde que...
en realidad, desde que Madame Z le había aconsejado mantenerse alejado de las
alturas. Restalló un trueno, y él me dio un empujón en el hombro.
—Ya, y ahora vas a decir que la tormenta es cosa del maleficio de tu deseo, ¿no? —
se mofó—. O, aún mejor, mañana, cuando te levantes, dirás que has encontrado una
criatura jorobada y maliciosa escondida en el edredón, ¡a que sí!
—Como a flores podridas —dije—. ¿De verdad que no lo oléis? ¿No me estaréis
tomando el pelo?
Will extrajo las llaves del bolsillo de su pantalón.
—Nos vemos en el segundo acto, compañeras. Oye, Frankie.
—¿Qué?
Un nuevo trueno sacudió la casa.
—No pierdas la ilusión —afirmó—. Lo bueno se hace esperar.
Lo observé desde la ventana caminar hacia la furgoneta. Caían cortinas de agua.
Luego, mientras una idea penetraba en mi cabeza y apartaba todo lo demás, me volví
y miré a Yun Sun.
—¿Has oído lo que acaba de decir? —le agarré las manos—. Dios mío, ¿crees que
significa lo que creo que significa?
—¿Y qué otra cosa iba a significar? —repuso Yun Sun—. ¡Te va a pedir que vayas
al baile con él! Es sólo que... No sé. ¡Está intentando que sea una gran sorpresa!
—¿Qué piensas que va a hacer?
—Ni idea. ¿Alquilar una valla publicitaria? ¿Enviarte una banda de música?
Chillé. Ella chilló. Nos pusimos a saltar como locas.
Antología Noches de baile en le infierno
~48~
—Tenías razón. Lo del deseo ha sido una gran idea —dijo—. Era lo que faltaba
para darle a Will el último empujón... ¿Y lo de las flores podridas? ¡Emocionante!
—Lo del olor era cierto, de verdad —insistí.
—Ya, claro.
—En serio.
Me miró con expresión burlona y meneó la cabeza.
—Pues, entonces, supongo que habrán sido imaginaciones tuyas —aventuró.
—Puede ser —convine.
Recogí el ramillete del suelo sujetándolo cautelosamente con el dedo gordo y el
índice. Lo llevé a la estantería y lo coloqué detrás de una fila de libros. Deseaba apartármelo
de la vista.
A la mañana siguiente, bajé trotando por la escalera con la estúpida esperanza de
encontrar... No lo sé. ¿Cientos de M&Ms formando las letras de mi nombre?
¿Corazones de serpentina adornando las ventanas?
Nada más lejos de eso. Encontré un pájaro muerto. Su cuerpecito yacía en el
felpudo, como si, durante la tormenta nocturna, se hubiese abierto la cabeza contra la
puerta.
Lo envolví en una servilleta de papel y lo llevé al contenedor de basura intentando
no sentir su levísimo peso.
—Lo siento mucho, pajarito lindo y dulce —dije—. Vuela hacia el cielo —tiré el
cadáver, y la tapa del contenedor se cerró con gran estruendo.
Regresé de inmediato. El teléfono estaba sonando. Debía de ser Yun Sun, con el
propósito de que la pusiera al día. La noche anterior, se había marchado con Jeremy a
eso de las once, pero antes me había hecho prometerle que la avisaría en el momento
en que Will diese el paso.
—Hola, cielo —dije, después de ver que no me había equivocado—. Todavía no
tengo noticias... Lo siento.
—Frankie... —dijo Yun Sun.
—Pero he estado pensando en Madame Z. En esa obsesión suya con lo de no jugar
con el destino.
—Frankie...
Antología Noches de baile en le infierno
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—En fin, ¿cómo va a perjudicarme que Will me pida que vaya con él a la fiesta? —
me acerqué al congelador y saqué la caja de gofres helados—. ¿Por el intercambio de
fluidos, tal vez? ¿Me va a traer flores, y una abeja va a salir de ellas y va a picarme?
—Frankie, cállate. ¿No has visto las noticias esta mañana?
—¿Un sábado? Qué va.
Oí que Yun Sun tragaba saliva.
—Yun Sun, no me digas que estás llorando.
—Anoche... Will escaló el depósito de agua —dijo.
—¿Cómo? —el depósito de agua podría tener unos cien metros de altura, y al pie
había un cartel que prohibía subir. Will siempre había hablado de ascender hasta la
parte alta, pero, dado que era un amante de las normas, nunca lo había hecho.
—Podría ser que el pasamanos estuviese mojado... o, tal vez, un relámpago.
Todavía no lo saben...
—Yun Sun, ¿qué ha ocurrido?
—Estaba pintando algo en el depósito con un spray, el muy zopenco, y...
—¿Un grafiti? ¿Will?
—Frankie, ¿me dejas hablar? ¡Se cayó! ¡Se cayó del depósito!
Apreté el teléfono.
—Dios. ¿Está bien?
Yun Sun se limitó a sollozar. Yo lo comprendía, claro. Will también era amigo
suyo. Pero necesitaba más información.
—¿Lo han ingresado en el hospital? ¿Puedo ir a visitarlo? ¡Yun Sun!
Oí un gimoteo, y después crepitaciones. Quien habló fue la señora Yomiko.
—Will ha muerto, Frankie —me dijo—. La altura, la caída... Era imposible que
saliera con vida.
—¿Qué? ¿Me lo puedes repetir?
—Chen ha ido a buscarte. Te quedarás con nosotros, ¿vale? Tanto tiempo como
quieras.
—No —respondí—. Quiero decir... Yo no... —la caja de gofres fue a parar al
suelo—. Will no ha muerto. Will no puede morir.
—Frankie —insistió ella con infinita tristeza.
—Por favor, no me digas eso —le rogué—. Por favor, no pongas esa voz tan... —no
era capaz de pensar con claridad.
Antología Noches de baile en le infierno
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—Sé que lo querías. Igual que todos nosotros.
—Oye, espera —dije—. ¿Haciendo un grafiti? Will no hace graffitis. Un
descerebrado sí, pero no Will.
—Antes de nada, vendrás a casa. Hablaremos entonces.
—¿Y qué grafiti? ¡No entiendo nada!
La señora Yomiko guardó silencio.
—Pásame a Yun Sun, ¡por favor! —supliqué—. ¡Ponme con Yun Sun!
Oí unas voces amortiguadas. Yun Sun volvió al otro lado de la línea.
—Te lo voy a decir —me prometió—, pero no creo que quieras saberlo.
Me invadió el frío y, de pronto, me di cuenta de que no quería saberlo.
—Era un mensaje. Estaba allí arriba escribiendo un mensaje —titubeó—. Decía:
«Frankie, ¿vendrás al baile conmigo?».
Me dejé caer al suelo, junto a la caja de gofres. ¿Por qué había una caja de gofres en
el suelo de la cocina?
—¿Frankie? —oí a Yun Sun desde muy lejos—. Frankie, ¿estás ahí?
No me gustó aquella lejanía. Colgué para dejar de sentirla.
Will fue enterrado en el cementerio de Chapel Hill. Pasé la ceremonia sentada,
adormecida. El ataúd se mantuvo cerrado, pues el cuerpo de Will estaba tan
mutilado que era preferible no verlo. Quería despedirme de él, ¿pero cómo
despedirse de un ataúd? En el lugar en el que le dieron sepultura, vi a la madre de
Will lanzar un puñado de tierra al agujero en el que descansaba su hijo. Fue horrible,
pero también irreal, lejano. Yun Sun me apretó la mano. Hice como si no me hubiese
dado cuenta.
Aquella tarde cayó un suave aguacero primaveral. Me imaginé la tierra, húmeda y
fresca, rodeando el ataúd de Will. Pensé en Fernando, cuya calavera Madame
Zanzíbar había recuperado después de que el suelo empapado devolviese su ataúd a
la superficie. Recordé que el costado oriental del cementerio, en donde Will estaba
enterrado, era más moderno y contaba con pulcras zonas ajardinadas. Por no hablar
de los métodos actuales para excavar tumbas, mucho más eficientes que los de los
simples enterradores pertrechados con palas.
El ataúd de Will no se desenterraría. De ningún modo.
Antología Noches de baile en le infierno
~51~
Estuve en casa de Yun Sun cerca de un par de semanas. Mis padres recibieron la
noticia y se ofrecieron a volver de Botsuana. Les dije que no. ¿De qué me iba a valer?
Su presencia no serviría para traer a Will de vuelta.
En el instituto, durante los primeros días, los alumnos hablaban en voz baja y se
me quedaban mirando al verme pasar. Algunos consideraban romántico lo que Will
había hecho. Otros pensaban que era una estupidez. «Una tragedia», fue la
valoración más repetida, y siempre con voz lúgubre.
En cuanto a mí, me paseaba por los pasillos como un muerto viviente. Habría
hecho novillos, pero ocurrió que el tutor me acorraló en una esquina y me obligó a
contarle cómo me sentía. Perdía el tiempo. Mi dolor era mío, un esqueleto que me
revolvería las entrañas para siempre.
Una semana después de la muerte de Will, y exactamente una semana antes del
baile de fin de curso, las conversaciones sobre Will empezaron a escasear en favor de
las que giraban en torno a vestidos, reservas para cenar y limusinas. Una chica pálida
de la clase de Química a la que había ido Will se enfadó y dijo que el baile debía
suspenderse, pero los demás mostraron su desacuerdo y defendieron que la fiesta
debía tener lugar. Eso era lo que Will habría querido.
Se requirieron los consejos de Yun Sun y los míos, dado que ambas habíamos sido
sus mejores amigas (y también, aunque no lo dijeron, dado que yo era la chica por la
que había muerto). Yun Sun comenzó a llorar, pero, tras unos instantes de
tembleque, dijo que sería un error arruinarle los planes a todo el mundo, que
quedarse en casa y lamentar lo ocurrido no iba a servir de nada.
—La vida sigue —agregó. Su novio, Jeremy, hizo un gesto de asentimiento. La
rodeó con un brazo y la estrechó.
Lucy, presidenta de la comisión que organizaba el baile, le puso la mano en el
corazón.
—Así es —afirmó, y después me miró con actitud solícita y teatral—. ¿Y cómo
estás tú, Frankie? ¿Podrás olvidarlo?
Me encogí de hombros.
—Da igual —le respondí.
Ella me abrazó. Me tambaleé.
—Bien, chicos, ¡seguimos adelante! —exclamó, mirando a quienes nos rodeaban—.
Trixie, vuelve a ponerte con las flores de cerezo. Jocelyn, dile a la señora de Paper
Affair que queremos cien serpentinas azules, ¡y no aceptes un no por respuesta!
Al mediodía de la jornada del baile, dos horas antes de que, según lo planeado,
Jeremy fuese a buscar a Yun Sun, empaqueté mis cosas en la mochila y le dije a mi
amiga que me marchaba a mi casa.
Antología Noches de baile en le infierno
~52~
—¿Qué? —exclamó—. ¡No!
Dejó la plancha para el cabello con la que se estaba afanando. Para mayor goce,
había desplegado ante sí todo lo que iba a adornarla: la purpurina Babycakes, el
pintalabios Dewberry y el vestido, que estaba colgado en el pomo de la puerta de su
aseo. La tela era de color lila, y el escote tenía forma de corazón. Era una hermosura.
—Ha llegado el momento —afirmé—. Gracias por haber permitido que me
quedase tanto tiempo... pero ya es hora de que me vaya.
Cerró la boca. Quería discutir, pero sabía que yo tenía razón. Ya no estaba
cómoda. No importaba demasiado, ya que no habría estado cómoda en ningún lugar,
pero, pese a ello, lo de andar lloriqueando por la casa de los Yomiko hacía que
tuviese la sensación de estar encerrada y que Yun Sun se sintiera cada vez más
frustrada y culpable.
—Pero si el baile es hoy —repuso—. ¿No es un poco raro que pases la noche del
baile sola en tu casa? —se me acercó—. Quédate hasta mañana. No haré ruido
cuando llegue; lo prometo. Y también te prometo no soltarte el rollo... Ya sabes. Lo
que pasó después de la fiesta, quién se enrolló con quién y los nombres de los que se
desmayaron en el baño de mujeres.
—Pues deberías —contesté—. Y deberías quedarte por ahí tanto como te apetezca,
y hacer todo el ruido que quieras al llegar, y emocionarte, hablar por los codos y todo
eso —sin previo aviso, los ojos se me llenaron de lágrimas—. Deberías, Yun Sun.
Me tocó el brazo. Me aparté con toda la delicadeza de que fui capaz.
—Y tú también, Frankie —dijo.
—Sí... bueno —me eché la mochila al hombro.
—Llámame a cualquier hora —ofreció—. Tendré el móvil encendido, incluso
durante la fiesta.
—Vale.
—Y si cambias de opinión, si resulta que prefieres quedarte...
—Gracias.
—¡O incluso si decides venir a la fiesta! A todos nos gustaría que estuvieras allí...
¿Lo sabes, no? Que vayas sola no tiene importancia.
Me estremecí. Yun Sun no había tenido intención de herirme, pero lo cierto era
que sí me importaba tener que ir sola, ya que Will era quien me tendría que haber
acompañado. Will faltaba a su cita no por haberse interesado en otra chica o por
padecer una gripe tremenda, sino porque había muerto. Por mí.
—Oh, Dios —lamentó Yun Sun—. Frankie...
Antología Noches de baile en le infierno
~53~
La aparté de mí. No quería que nadie me tocase.
—No pasa nada.
Nos quedamos calladas, en el interior de una burbuja de torpeza.
—Yo también lo echo de menos —afirmó. Asentí. Luego, me marché.
Volví a mi deshabitada casa para descubrir que no había corriente. Genial. Pasaba
con demasiada frecuencia: las tormentas vespertinas derribaban árboles que iban a
derrumbarse sobre transformadores, y barrios enteros se quedaban sin electricidad
durante horas. A veces, el suministro cesaba sin que hubiera un motivo claro. Tal vez
fuese demasiada la gente que tenía conectado el aire acondicionado y, por esa razón,
se producían sobrecargas en la red; ésa era mi teoría. La de Will tenía que ver con
fantasmas, uuuh. «Quieren que se te estropee la leche», me había dicho con voz
sombría.
Will.
Se me puso un nudo en la garganta.
Intenté no pensar en él, pero, como era imposible, lo dejé existir en mi cabeza,
junto a mí. Me preparé un bocadillo de manteca de cacahuete, que no fui capaz de
comer. Subí al piso de arriba y me tumbé en la cama, sobre la colcha. Las sombras
ganaron terreno. Una lechuza ululó. Estuve mirando el techo hasta que dejé de
divisar la malla de las telas de araña.
En la oscuridad, mis pensamientos se encaminaron hacia lugares siniestros.
Fernando. Madame Zanzibar. «Tú eres como todas las demás, ¿no es cierto? Estás
dispuesta a cualquier cosa con tal de conseguir un novio.»
Había sido aquel mismo anhelo el que me había llevado a idear la estúpida visita a
Madame Zanzibar y a formular el deseo, aún más estúpido si cabe. Eso era lo que le
había dado el empujoncito a Will. ¡Ojalá no hubiese tocado el maldito ramillete!
Me puse en pie de un salto. ¡Dios... el ramillete!
Cogí el móvil y pulsé el tres, la tecla que tenía asignada al número de Yun Sun. El
uno era para mamá y papá, y el dos para Will. Todavía no había borrado su nombre
y acababa de descubrir que no iba a tener que hacerlo.
—¡Yun Sun! —grité en cuanto oí que descolgaban.
—¿Frankie? —dijo ella. De fondo, oí a Rihanna vociferando: «¡S.O.S.!»—. ¿Estás
bien?
—Sí, bien —contesté—. ¡Mejor que bien! Es decir, no hay luz, la oscuridad es total
y estoy sola, pero qué más da. No va a durar mucho —me reí y fui caminando hacia
el vestíbulo.
Antología Noches de baile en le infierno
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—¿Ah, sí? —dudó Yun Sun. Su voz apenas se sobreponía al ruido y a las
risotadas—. Frankie, casi no te oigo.
—El ramillete. ¡Todavía me quedan dos deseos! —bajé las escaleras a toda
velocidad, alegre como unas castañuelas.
—Frankie, ¿qué estás...?
—Puede traerlo de vuelta, ¿te enteras? Todo volverá a ser como antes. ¡Hasta
podremos ir al baile!
La voz de Yun Sun se volvió autoritaria.
—Frankie, ¡no!
—Qué idiota soy... ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes?
—Espera. No lo hagas, no... —se interrumpió. Oí un «¡Ay!» seguido de una serie
de disculpas de borracho, y después a alguien que decía: «¡Me encanta tu vestido!».
Al parecer, se lo estaban pasando en grande. Pronto me reuniría con ellos.
Fui hasta el estudio y me aproximé a la estantería en que había dejado el ramillete.
Tanteé entre los libros y toqué algo suave, como un pétalo.
—Ya estoy aquí —anunció Yun Sun. El escándalo del ambiente había disminuido,
de modo que supuse que había salido al exterior—. Oye, Frankie. Sé que estás sufriendo.
Lo sé. Pero lo que le sucedió a Will fue tan sólo una coincidencia. Una
espantosa coincidencia.
—Llámalo como quieras —repliqué—. Voy a pedir mi segundo deseo —rescaté el
ramillete, hasta entonces escondido tras los libros.
El nerviosismo de Yun Sun era cada vez más evidente.
—Frankie, no. ¡No puedes hacer eso!
—¿Por qué no?
—¡Sufrió una caída de cien metros! Su cuerpo quedó... Dicen que quedó
irreconocible y... Por eso lo del ataúd cerrado, ¿recuerdas?
—¿Y?
—¡Lleva treinta días pudriéndose en una caja de madera! —chilló.
—Eso que acabas de decir me parece de muy mal gusto, Yun Sun. Seguro que si
tuviésemos que resucitar a Jeremy en lugar de a Will, no estaríamos teniendo esta
conversación —me acerqué las flores al rostro, tanto que los pétalos me rozaron los
labios—. Escucha. Tengo que colgar. ¡Pero toma un ponche a mi salud! ¡Y también a
la de Will! Sí, que sean muchos por Will... ¡Seguro que está como loco de sed!
Y colgué el teléfono. Alcé el ramillete en el aire.
Antología Noches de baile en le infierno
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—¡Deseo que Will vuelva a la vida! —grité, exultante.
Un aroma putrefacto colmó la estancia. El ramillete se erizó, como si los pétalos
estuviesen plegándose sobre sí mismos. Sin pensarlo dos veces, lo lancé lejos de mí,
del mismo modo que hubiera hecho con una tijereta despistada. Pero qué más daba.
El ramillete ya no tenía importancia. Lo importante era Will. ¿Dónde estaba Will?
Miré alrededor con la ridícula esperanza de verlo sentado en el sofá,
observándome y burlándose de que me asustara por culpa de unas flores secas de
nada.
Sin embargo, el sofá estaba vacío y no era más que un bulto lúgubre y amenazador
pegado a la pared.
Corrí a la ventana y escudriñé el paisaje. Nada. Sólo el viento, agitando las hojas
de los árboles.
—¿Will? —dije.
Otra vez nada. El desconsuelo comenzó a abrirse paso en mi interior a marchas
forzadas, y me dejé caer en el sillón de cuero de mi padre.
«Idiota, Frankie. Idiota, patética...»
Pasaron los minutos. Las cigarras chirriaban.
«Idiotas cigarras.»
Y luego, débilmente, un golpe. Y luego otro. Me enderecé.
Algo removía la gravilla de la carretera... o del sendero del jardín. El sonido estaba
cada vez más cerca. Un ritmo lento y desacompasado, como de algo que cojeara o
que se arrastrase. Agucé el oído.
Ahí estaba: otro golpe, esta vez muy cerca del porche. Y estaba claro que no era
humano.
Las palabras de Yun Sun se me agolparon en la mente, casi hasta asfixiarme.
«Irreconocible», había dicho. «Podrido.» No había prestado atención y ya era tarde.
¿Qué había hecho?
Me erguí y salí volando hacia el vestíbulo, en donde nadie —ni nada— podría
divisarme si se asomaba a las amplias ventanas del estudio. ¿Qué era exactamente lo
que había traído de vuelta a la vida?
Aporrearon la puerta. Se me escapó un gemido. Me tapé la boca con las manos.
—¿Frankie? —dijo una voz—. Estoy... ¡Caray! Estoy un poco confuso —oí una
carcajada, tan irónica como familiar—. Pero aquí me tienes. Eso es lo único que
cuenta. ¡He venido a llevarte al baile!
Antología Noches de baile en le infierno
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—No tenemos por qué ir al baile —repuse. ¿Era yo la que tenía aquel tono de voz
tan estridente?—. ¿A quién le hace falta un baile? Es decir, ¡por favor!
—Ya, claro. Eso lo dice la misma que mataría con tal de conseguir la perfecta
velada romántica —el pomo de la puerta gimió—. ¿No me vas a dejar entrar?
La respiración se me aceleró.
Oí una serie de chasquidos, como de fresas pasadas estrellándose en el fondo del
cubo de la basura, y luego:
—Vaya, tío. Qué mal.
—¿Will? —susurré.
—Me da un poco de vergüenza, pero... ¿No tendrás por ahí un quitamanchas?
«Mierda, mierda y mil veces mierda.»
—No estarás cabreada, ¿no? —me preguntó Will. Parecía preocupado—. He
venido tan pronto como he podido. Pero es que esto es todo muy raro, Frankie.
Porque, vamos a ver...
Me imaginé un ataúd bajo tierra, sin aire. «No, por favor», pensé.
—Da igual. Fue raro... Dejémoslo ahí —intentaba reconducir la situación—.
Entonces, ¿me vas a dejar pasar o no? ¡Aquí no me voy a quedar!
Me pegué a la pared del vestíbulo. Las rodillas me fallaban, los músculos no me
respondían, pero sabía que, mientras me mantuviese tras la sólida puerta de entrada,
estaba a salvo. No sabía en qué se había convertido Will, pero sí que era de carne y
hueso. En parte, al menos. En resumidas cuentas, nada de fantasmas que atraviesan
paredes.
—Will, tienes que marcharte —afirmé—. Esto es un error, ¿vale?
—¿Un error? ¿A qué te refieres? —su desconcierto me rompió el corazón.
—Yo sólo... Dios —rompí a llorar—. Ya no podemos estar juntos. Lo entiendes,
¿verdad?
—No, no lo entiendo. Tú querías que te pidiese ir conmigo al baile, y yo te lo pedí.
Y ahora, sin ningún motivo... ¡Ah! Ya entiendo.
—¿Sí?
—¡No quieres que te vea! Eso es, ¿a que sí? ¡No estás muy segura del vestido que
te has puesto!
—Mmm... —¿Debía seguirle el juego? ¿Debía decirle que sí para que se marchara?
Antología Noches de baile en le infierno
~57~
—Frankie, vamos. No hay nada que deba preocuparte —se rió—. En primer lugar,
eres guapísima. Y en segundo lugar, en lo que a mí respecta, es imposible que no
parezcas... un ángel caído del cielo.
Parecía haberse tranquilizado, como si hubiese tenido la engorrosa impresión de
que algo estaba fuera de sitio y no lograra identificar de qué se trataba. Sin embargo,
ya lo había entendido: Frankie tenía problemas de autoestima, ¡sin duda! ¡La tonta de
Frankie!
Oí que rebuscaba en el suelo, y luego el crujido de una tapa de madera. Me quedé
tiesa. Conocía ese crujido.
«La caja de la leche... Horror. Ha recordado que hay una llave en la caja de la
leche.»
—Voy a pasar —anunció, acercándose a la puerta a trompicones—. ¿Te parece,
Franks? De repente, por alguna razón, ¡me muero por verte!
Se rió, alborozado.
—Bueno, no quería decir eso... pero, en fin, parece que es la tónica de la noche.
Todo está saliendo mal... pero que muy mal.
Volví al estudio y me puse a caminar a gatas, palpando el suelo. ¡Si al menos
hubiese un poco de luz!
El cerrojo estaba atascado, y las llaves, en la mano de Will, tintinearon. Su
respiración era espasmódica.
—¡Ya voy, Frankie! —anunció. Más tintineos—. ¡Ya casi estoy ahí!
Sentí tal pánico que apenas sabía dónde me encontraba. Oía mis propios jadeos y
chillidos como si fueran de otra persona. Me centré en las sensaciones que me enviaban
las manos, dedicadas a toquetear y arañar.
El cerrojo se descornó con un golpe seco.
—¡Al fin! —celebró Will.
La puerta se abrió rozando la desgastada alfombra en el mismo instante en que
aferré el precario ramillete.
—¿Frankie? ¿Por qué están las luces apagadas? ¿Y por qué no te has...?
Cerré los ojos y formulé mi último deseo.
Cesaron todos los sonidos, a excepción de los susurros del viento que pasaba entre
las hojas. La puerta continuó su parsimonioso movimiento hasta topar con la jamba.
Me quedé en el suelo, sin moverme. Estaba sollozando, pues se me estaba rompiendo
el corazón. Más bien, ya se me había roto.
Antología Noches de baile en le infierno
~58~
Después de unos momentos, las cigarras volvieron a retomar su ansioso cántico.
Me puse de pie, atravesé la habitación y, temblorosa, me detuve en el vano. En el
exterior, el pálido resplandor de la luna brillaba sobre la carretera desierta.

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