STEPHENIE MEYER,
MEG CABOT, KIM HARRISON,
MICHELLE JAFFE, LAUREN MYRACLE
NOCHES DE
BAILE EN EL
INFIERNO
ARGUMENTO
Cinco historias de amor y seducción sacudidas
por lo sobrenatural. Vampiros exterminadores,
ángeles contra demonios... todo tipo de seres
fantásticos que se aliarán en este volumen para
convertir los bailes de fin de curso en algo...
inolvidable.
LA HIJA DE LA EXTERMINADORA
Meg Cabot
Mary
El corazón me late al ritmo de la música. Noto el bajo en el pecho: pum, pum. A
causa de la neblina producida por la nieve carbónica y los haces de luz intermitente
que caen desde el techo de la discoteca, es difícil distinguir algo en la estancia,
plagada de cuerpos que se contorsionan.
Sin embargo, sé que él está aquí. Lo percibo.
Por eso agradezco esta confusión de cuerpos a mi alrededor. Me mantienen fuera
del alcance de sus ojos... y de sus sentidos. De otro modo, ya habría olfateado mi
presencia. Detectan el olor del miedo a varios metros de distancia.
Pero no estoy asustada. Qué va.
Bueno. A lo mejor, un poco.
En todo caso, llevo conmigo mi ballesta Excalibur Vixen 86 m/s con una flecha
Easton XX75 de cincuenta centímetros de longitud (reemplacé la punta original, de
oro, por otra de fresno tallada a mano). Ya la he amartillado, y sólo me hace falta
ejercer una leve presión con el dedo para disparar.
Nunca sabrá qué lo alcanzó.
Y con suerte, tampoco ella.
Lo importante es conseguir un ángulo de tiro despejado —lo cual va a ser difícil en
medio de esta muchedumbre— y no desperdiciar la flecha. Es muy probable que
tenga una sola oportunidad. O doy en el blanco... o me convierto en diana.
«Apunta siempre al pecho —me decía mi madre—. Es la parte más voluminosa
del cuerpo, la zona a la que es más sencillo dirigir el tiro. Desde luego, si eliges el
Antología Noches de baile en le infierno
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pecho en lugar de un muslo o un brazo, lo más probable es que la herida resulte
mortal... De poco te va a valer herir a tu enemigo. Lo único que cuenta es acabar con
él.»
A eso he venido aquí esta noche. A acabar con él.
Es evidente que Lila va a odiarme si descubre lo que va a ocurrir... si se entera de
que voy a ser yo quien lo haga.
¿Pero qué otra cosa podría esperarse? No es posible que crea que me voy a quedar
sentada sin hacer nada mientras observo cómo arruina su vida.
«He conocido a un chico —me anunció hoy, entusiasmada, mientras, a la hora de
comer, aguardábamos en la fila del mostrador de las ensaladas—. Dios, Mary, no te
imaginas lo guapo que es. Se llama Sebastian. Tiene los ojos más azules que hayas
visto en tu vida.»
Lo que la mayor parte de la gente no advierte en Lila es que, bajo ese aspecto —
por decirlo con claridad— de atolondramiento, late el corazón de una amiga de
verdad. A diferencia del resto de chicas de Saint Eligius, Lila jamás me ha puesto una
mala cara por el hecho de que mi padre no sea un director general o un cirujano
plástico.
Vale, vale. Es cierto que, cuando habla, no hago caso de las tres cuartas partes de
lo que dice, pues, en general, su conversación toca temas que no me interesan, como
cuánto le costó un bolso de Prada que compró en Saks aprovechando la liquidación
de fin de temporada o qué tatuaje piensa hacerse en el nacimiento de la espalda la
próxima vez que vaya a Cancún.
Sin embargo, aquello me llamó la atención.
—Lila —le dije—, ¿y qué pasa con Ted?
Es que, desde que al fin Ted logró reunir el valor necesario para invitarla a salir, él
es lo único en lo que Lila ha pensado a lo largo de este año. Bueno, él y las rebajas de
Prada o los tatuajes en la espalda.
—Eso se ha acabado —contestó Lila mientras comenzaba a servirse lechuga—.
Esta noche voy a salir con Sebastian; me lleva al Swig. Dice que nos van a dejar
entrar: está en la lista vip.
No fue precisamente que ese tipo, quien fuera, dijese estar en la lista vip de la
discoteca más exclusiva y moderna del centro de Manhattan lo que provocó que se
me erizaran los cabellos de la nuca.
A ver si me explico: Lila es muy guapa. Si a alguien le pasa que se le presenta un
desconocido que resulta pertenecer a la lista vip más codiciada de la ciudad, ese
alguien es Lila.
Antología Noches de baile en le infierno
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Lo que me alucinó fue, en realidad, lo de Ted. Y es que Lila adora a Ted. Son la
pareja perfecta del instituto. Ella es hermosísima, él es un as de los deportes... Lo
suyo es la quintaesencia del amor adolescente.
Fue por ese motivo por lo que no me cuadró lo que me estaba diciendo.
—Lila, ¿cómo puedes decir que entre Ted y tú ya no hay nada? —inquirí—. Estáis
juntos desde siempre —o, al menos, desde que yo llegué a Saint Eligius, en septiembre,
momento en el que Lila fue la primera (y, hasta la fecha, podría decirse casi que
la única) de la clase en dirigirme la palabra—, y el baile de fin de curso es este fin de
semana.
—Lo sé —respondió Lila, con un suspiro feliz—. Voy con Sebastian.
—Seb...
Me di cuenta en ese momento. Quiero decir, me di cuenta de todo.
—Lila —le dije—, mírame.
Ella bajó los ojos... porque no soy muy alta. Pero, como decía mi madre, también
soy rápida, y lo vi todo de repente. Vi lo que tenía que haber visto desde el principio:
ese brillo levemente vidrioso en los ojos, la expresión adormecida, la boca lacia,
síntomas que, con los años, he aprendido a identificar.
No podía creerlo. El había llegado hasta mi mejor amiga. Hasta mi única amiga.
En fin. ¿Qué se supone que debía hacer? ¿Sentarme y permitir que se la llevase?
Esta vez no.
Imagino que pensarás que ver a una chica con una ballesta en la pista de baile de
la discoteca más famosa de Manhattan no es algo que vaya a pasar desapercibido.
Pero, claro, al fin y al cabo se trata de Manhattan. Además, esta gente se lo está
pasando muy bien y no tiene tiempo de fijarse en mí. Incluso...
Dios. Es él. Por increíble que me parezca, lo estoy viendo en carne y hueso...
A su hijo, más bien.
Es más guapo de lo que me había imaginado. Cabellos dorados, ojos azules,
armoniosos labios de estrella de cine y una espalda de un kilómetro de ancho. Es
alto, también; aunque, en fin, si los comparo conmigo, todos los chicos me parecen
altos.
De todos modos, si es como su padre, entonces creo que lo he conseguido. Que
por fin lo he conseguido.
Imagino. Todavía no...
Oh, no. Ha notado que lo estoy mirando. Se vuelve hacia mí...
Ahora o nunca. Estoy levantando la ballesta.
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«Adiós, Sebastian Drake. Adiós para siempre.»
Pero justo en el momento en que tengo el triángulo blanco de su camiseta en la
mirilla, ocurre algo inaudito: un repentino estallido de color rojo cereza se
materializa en la zona a la que estaba apuntando.
Claro que todavía no he apretado el gatillo.
Y los de su raza, que yo sepa, no sangran.
—¿Qué pasa, Sebastian? —le pregunta Lila, bailando a su alrededor.
—¡Maldición! —Veo que Sebastian alza una mirada aturdida, desde la mancha
escarlata de su camiseta hasta el rostro de Lila—. Alguien me ha disparado.
Es cierto. Alguien le ha disparado. Pero no he sido yo.
Y hay algo más que tampoco tiene sentido. Está sangrando.
No es posible.
Sin saber qué hacer, abrazo la Vixen y me oculto tras una columna cercana.
Necesito recomponerme, planear el próximo movimiento. Lo que sucede es irreal. Es
imposible que me haya equivocado respecto a él. He investigado. No me cabía duda:
el hecho de que esté en Manhattan... que, de entre toda la gente, haya elegido a mi
mejor amiga... la expresión aturdida en el rostro de Lila... todo.
Todo excepto lo que acaba de pasar.
Y yo estaba allí, mirando. Tenía un tiro inmejorable, y lo he desperdiciado.
Así es. Si sangra, pertenece a la raza humana. ¿O no?
Sin embargo, si es humano y acaban de dispararle, ¿por qué sigue de pie?
Dios.
Lo peor de todo es que... me ha visto. Estoy segura de haber sentido su mirada de
reptil. ¿Qué hará ahora? ¿Vendrá a por mí? Si viene, la culpa será toda mía. Mamá
me dijo que nunca hiciese esto. Siempre me advirtió que un cazador jamás debe salir
solo. ¿Por qué no le he hecho caso? ¿En qué estaba pensando?
Claro, ése es el problema. No he usado la cabeza. He permitido que mis emociones
tomaran la delantera. No podía permitir que le ocurriera a Lila lo que le ocurrió a
mamá.
Y ahora voy a pagar por ello.
Igual que mamá.
Agazapada, sumida en la angustia, trato de no imaginar la reacción de papá
cuando la policía de Nueva York toque el timbre de nuestra puerta a las cuatro de la
mañana para pedirle que vaya a la morgue a identificar el cuerpo de su hija. Tendré
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la garganta abierta, y a saber cuántas atrocidades más habrá padecido mi maltrecho
cuerpo. Y todo porque no me quedé en casa a redactar mi trabajo para la asignatura
de la señora Gregory, Historia de Estados Unidos de América (tema: la campaña
contra el alcohol durante el clima prebélico previo a la guerra de Secesión, dos mil
palabras, a doble espacio, para el lunes), como debería.
La música cambia de estilo. Oigo a Lila chillar:
—Pero ¿adonde vas?
Oh, no. Viene hacia mí.
Y además quiere que sepa que viene. Está jugando conmigo... tal y como su padre
jugó con mi madre antes de que le hiciera... bueno, lo que le hizo.
Luego se produce un extraño sonido, una especie de «¡puf!», seguido por un
nuevo «¡maldición!».
«¿Qué está pasando?»
—Sebastian —la voz de Lila tiene un matiz de incredulidad—. Alguien te está
lanzando... ¡salsa de tomate!
¿Cómo? ¿Acaba de decir... «salsa de tomate»?
Y después, cuando me doy la vuelta para echar un vistazo a lo que Lila acaba de
indicar, lo veo.
No a Sebastian. Al que le ha disparado.
Y me cuesta creer lo que ven mis ojos. ¿Qué hace él aquí?
Adam
Todo es culpa de Ted. Él fue quien dijo que debíamos y seguirlos esta noche.
Yo le respondí: —¿Porqué?
—Porque hay algo malo en ese tío —repuso Ted.
Es imposible que Ted haya podido darse cuenta de eso. Drake apareció de la nada
en el apartamento de Lila, en Park Avenue, la noche anterior. Y Ted no le conocía.
¿Cómo es posible que sepa algo de él, siquiera un poco?
Cuando se lo señalé, él contestó:
—Tío, ¿pero tú lo has visto bien?
Antología Noches de baile en le infierno
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Tengo que admitir que Ted tiene un poco de razón. Porque el tipo ese parece
haber salido directamente de un catálogo de Abercrombie & Fitch o algo así. A nadie
le inspira confianza alguien tan —digamos— perfecto.
Con todo, a mí no me va eso de seguir a la gente por ahí. No mola nada. Aun en el
caso de que, como dijo Ted, fuese para evitar que Lila se metiera en problemas. Ya sé
que Lila es la novia de Ted... o ex novia, ahora, gracias a Drake.
Y sí, cierto, no es que ella tenga muchas luces.
Sin embargo, ¿seguirlos a ella y al tío con el que está enrollada? Eso me pareció
una pérdida de tiempo aún mayor que el trabajo de dos mil palabras a doble espacio
que tengo que presentarle a la señora Gregory el lunes en clase de Historia de
Estados Unidos de América.
Ted tenía que marcharse y me sugirió que llevase la Beretta de nueve milímetros.
Lo curioso del caso es que, aun siendo una pistola de agua, las réplicas tan
conseguidas como ésa están prohibidas en Manhattan.
Por eso, hasta el momento, nunca había tenido oportunidad de usarla mucho.
Cosa que Ted sabía.
Y por ese motivo imagino que siguió insistiendo en lo graciosísimo que sería
empapar al tipo. Tenía claro que yo no sería capaz de resistirme.
Lo de la salsa de tomate fue idea mía.
Vale, sí, es una ocurrencia bastante infantil.
¿Pero qué demonios iba a hacer yo un viernes por la noche? Mejor eso que el
trabajo de Historia.
En fin, le dije a Ted que me sumaba a su plan. Siempre que fuese yo el que se
encargase de disparar. Ted aceptó sin dudarlo.
—Es que tengo que enterarme, tío —dijo, meneando la cabeza.
—Enterarte ¿de qué?
—De qué es lo que tiene el tal Sebastian —respondió— que yo no tenga.
Bien es cierto que se lo pude haber dicho. Quiero decir, es bastante evidente qué es
lo que tiene Drake que Ted no tenga. Ted está de buen ver y todo eso, pero no es
carne de Abercrombie & Fitch.
Aun así, no dije nada. Ted estaba muy afectado con el asunto, y yo, más o menos,
comprendía el motivo. Porque Lila es una de esas tías, ¿entiendes? Una de ésas con
grandes ojos castaños y grandes... bueno, me refiero también a otras partes.
Mejor cambiar de tema por consideración a mi hermana, Verónica, quien dice que
tengo que dejar de considerar a las mujeres un mero objeto sexual y empezar a ver en
Antología Noches de baile en le infierno
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ellas a las futuras compañeras que arrimarán el hombro en la inevitable lucha por la
supervivencia que habrá de producirse en el Estados Unidos postapocalíptico (tema
al que Verónica ha consagrado su tesis, dado que presiente que el apocalipsis
acaecerá en algún momento de la próxima década, debido al fanatismo religioso y los
desastres medioambientales que asolan el país, circunstancias estas que estuvieron
presentes en la caída de Roma y en la desaparición de otras civilizaciones).
Así es como Ted y yo acabamos en el Swig —por fortuna, el tío de Ted, Vinnie, es
proveedor de licores de ese local, y gracias a él pudimos entrar, y no sólo eso, sino
que, además, no nos obligaron a pasar por el detector de metales— disparándole
salsa de tomate a Sebastian Drake con mi réplica de la Beretta de nueve milímetros.
Sé que yo tenía que estar en casa concentrado en el trabajo que debía presentarle a la
señora Gregory, pero ¿no es verdad que siempre viene bien divertirse un poco?
Sí que fue divertido ver aquellas manchas rojas esparciéndose por el pecho de
Drake. Ted se rió por primera vez desde que Lila le había mandado aquel mensaje de
texto durante la comida en el que le decía que tendría que ir al baile solo, porque ella
iría con Drake.
Todo iba a pedir de boca... hasta que vi a Drake mirando una columna situada a
un costado de la pista de baile. Allí pasaba algo raro. Teniendo en cuenta la dirección
de la que procedía el ataque de salsa de tomate, tendría que habernos mirado a
nosotros, sentados en nuestro reservado vip (gracias, tío Vinnie).
Entonces advertí que había alguien ocultándose detrás. Detrás de la columna,
quiero decir.
Y no se trataba de cualquier persona, sino de Mary, esa chica nueva de la clase de
Historia de Estados Unidos, la que no habla con nadie excepto con Lila.
Tiene en las manos una ballesta.
Una ballesta, nada menos.
¿Y cómo diablos ha logrado pasar la ballesta por el detector de metales? Es
imposible que conozca al tío Vinnie.
En fin, tampoco importa. Lo único que importa es que Drake está observando la
columna, tras la cual Mary se agacha como si creyese que la puede ver a través del
cemento. Hay algo en el modo en que la está mirando que me hace... Bueno, todo lo
que sé es que quiero que deje de mirarla así.
—Imbécil —murmuro. Sobre todo por Drake. Pero también por mí, un poco.
Luego apunto y vuelvo a disparar.
—¡Paf! —exclama Ted alegremente—. ¿Has visto eso? ¡Justo en el culo!
Antología Noches de baile en le infierno
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Eso resulta suficiente para que Drake se fije en nosotros. Se vuelve... y, de repente,
me entero de lo que son unos ojos verdaderamente relampagueantes. O sea, como en
los libros de Stephen King, ¿vale? Jamás había visto nada parecido.
Pero eso es lo que hay en la cara de Drake, que no aparta la mirada de nosotros.
Sus ojos relampaguean, ni más ni menos.
«Vamos —pienso, como si me estuviera dirigiendo a Drake—, venga. Ven aquí,
Drake. ¿Quieres pelea? Te vas a encontrar con algo más que salsa de tomate, tío.»
No es muy cierto, la verdad, pero qué más da. Drake no se acerca.
En lugar de ello, desaparece.
No quiero decir que se da media vuelta y que sale de la discoteca.
Quiero decir que el tipo está ahí y que, de pronto... en fin, deja de estar. Por un
segundo, la niebla de la nieve carbónica parece intensificarse y, cuando se aclara, ya
no hay nadie bailando junto a Lila.
—Toma —digo, poniendo la Beretta en la mano de Ted.
—¿Pero qué...? —Ted escudriña la pista de baile—. ¿Dónde está?
Pero yo ya me he puesto en marcha
—Llévate a Lila —le grito—, y espérame en la entrada.
Ted masculla una bonita serie de improperios al oírme, pero nadie le presta
atención. La música está demasiado alta, y aquí la gente está pasándoselo pero que
muy bien. Es decir, si nadie se ha enterado de que le estábamos disparando salsa de
tomate a un tío ni de que, por lo demás, el tío en cuestión se ha evaporado como si tal
cosa, difícilmente van a fijarse en las palabrotas de Ted.
Llego a la columna y bajo la vista.
Allí está ella, jadeando como si acabara de correr un maratón o algo así. Se abraza
a la ballesta como si ésta fuese un amuleto. No tiene rastro de color en las mejillas.
—Eh —le digo con tranquilidad. No quiero espantarla.
Pese a lo cual se espanta. Al oír mi voz, se pone en pie de un salto y me clava unos
ojos muy abiertos y asustados.
—Oye, cálmate —le digo—. Se ha marchado, ¿vale?
—¿Se ha marchado? —me mira con esos ojos verdes, tan verdes como el césped de
Central Park en mayo. El terror que hay en ellos es evidente—. ¿Cómo? ¿Qué?
—Que ha desaparecido —anuncio con un gesto de incredulidad—. He visto cómo
te miraba. Y le he disparado.
—¿Que has hecho qué?
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Veo que el miedo en su expresión se esfuma con la misma rapidez que el propio
Drake. Pero, a diferencia de éste, hay algo que lo reemplaza: la ira. Mary está muy
cabreada.
—Dios mío, Adam —dice—. ¿Es que estás loco? ¿Tienes la más mínima idea de
quién es ese tío?
—Sí —le contesto. La verdad es que Mary se pone muy guapa cuando se cabrea.
Es increíble que no me haya dado cuenta hasta ahora. Por otro lado, es la primera vez
que la veo cabreada. Y no me extraña, porque no hay mucho en la clase de la señora
Gregory que pueda provocar algún tipo de emoción—. El nuevo ligue de Lila. Es un
fantoche. ¿Le has visto los pantalones?
Mary se limita a sacudir la cabeza.
—¿Qué estás haciendo aquí? —me pregunta, un tanto pasmada.
—Por lo visto, lo mismo que tú —respondo, echándole un vistazo a la ballesta—.
Sólo que tú tienes más potencia de tiro. ¿De dónde la has sacado? Creía que ese tipo
de arma estaba prohibida en Manhattan.
—Pues mira quién fue a hablar —replica ella, en referencia a la Beretta.
Levanto las manos como si me estuviera rindiendo.
—Oye, que sólo era salsa de tomate. Pero lo que veo en el extremo de esa flecha no
es precisamente una ventosa. Con eso puedes hacer mucha pupa...
—Esa es la idea —dice Mary.
Y hay tanto rencor en su voz —mamá sigue animándonos a Verónica y a mí a usar
un lenguaje menos directo para expresarnos— que lo capto enseguida. Como si lo estuviera
viendo.
Drake es su ex.
Tengo que admitir que, ahora que me he dado cuenta, me siento un poco raro. O
sea, porque me gusta Mary. Es bastante lista —nunca falla cuando la señora Gregory
le hace preguntas en clase—, y la verdad es que el hecho de que esté siempre con la
tonta de Lila prueba que no es una pasota. La mayor parte de las chicas de Saint
Eligius procuran ignorar a Lila, sobre todo desde que circuló por el Instituto aquella
foto hecha con un teléfono móvil en la que podía observarse lo que Ted y ella habían
estado haciendo en el baño en cierta fiesta.
En mi opinión, nada malo.
Sin embargo, estoy un poco decepcionado. Habría dicho que alguien como Mary
tendría mejor gusto y no saldría con una persona como Sebastian Drake.
Lo cual viene a demostrar que lo que Verónica dice sobre mí es cierto: lo que me
falta por saber de mujeres podría llenar East River.
Antología Noches de baile en le infierno
~14~
Mary
Esto es increíble. Es decir, que me encuentre aquí, en la callejuela del Swig,
hablando con Adam Blum, el que se sienta detrás de mí en la clase de Historia de
Estados Unidos de la señora Gregory. Por no mencionar a Teddy Hancock, el mejor
amigo de Adam.
Y ex de Lila, dicho sea de paso.
El mismo que Lila ignora con tanto tesón.
He guardado la flecha con punta de fresno en el bolso. Ahora sé que ahí es donde
va a quedarse. No habrá exterminio esta noche.
Aunque imagino que debería agradecer que, en lo que a mí respecta, nadie haya
sido exterminado. De no ser por Adam... en fin, no estaría aquí en este momento,
intentando explicar algo que... en resumidas cuentas, es inexplicable.
—En serio, Mary —Adam me observa con una expresión sombría en sus ojos
castaños. Tiene gracia que hasta ahora no me haya fijado en lo guapo que es. Desde
luego, nada que ver con Sebastian Drake. Los cabellos de Adam son tan oscuros
como los míos y tiene los ojos color almíbar y no azules como el mar.
Aun así, no está nada mal el chico, con esa espalda de nadador —ha conseguido
colocar al Saint Eligius en las finales regionales de mariposa durante dos años
seguidos— y sus ciento ochenta centímetros de altura (suficientes para que yo tenga
que estirar el cuello si quiero verle la cara, habida cuenta de mis decepcionantes
ciento cincuenta centímetros). Es algo más que un alumno del montón, y también
bastante popular, si se tiene en cuenta a todas esas chicas recién llegadas que se
marean cada vez que lo ven caminar por el pasillo (de lo cual, al parecer, él no se da
cuenta).
Sin embargo, su modo de mirarme es todo menos distraído.
—¿De qué va todo esto? —inquiere, alzando una de sus oscuras y pobladas cejas
con aire suspicaz—. Sé por qué Ted odia a Drake. Le ha robado a su chica. ¿Pero cuáles
son tus motivos?
—Personales —respondo. Dios, esto es muy poco profesional. Cuando se entere,
mamá va a matarme.
Si es que llega a enterarse.
Antología Noches de baile en le infierno
~15~
Por otra parte... supongo que Adam me ha salvado la vida. Aunque no lo sepa.
Drake me habría destripado —allí mismo, delante de todo el mundo— sin pensárselo
dos veces.
A no ser que, antes, decidiese jugar conmigo. Lo cual, conociendo a su padre, es
justamente lo que habría hecho.
Le debo una a Adam. Pues sí. Pero mejor que no lo sepa.
—¿Cómo has entrado? —me pregunta Adam—. No irás a decirme que pasaste por
el detector de metales con esa cosa.
—Claro que no —contesto. En serio, los tíos, a veces, son idiotas—. Me colé por el
tragaluz.
—¿Por el tejado?
—Sí, ése es el sitio en el que suelen encontrarse los tragaluces —le indico.
—Eres un inmaduro —le dice Lila a Ted, con voz suave y entrecortada, en claro
contraste con el mensaje. Pero, claro, no puede evitarlo. Drake la ha sometido a sus
encantos—. ¿Se puede saber qué esperabas conseguir?
—No hace ni un día que conoces a ese tío —Ted tiene las manos metidas en el
fondo de los bolsillos. Parece un poco avergonzado... y desafiante al mismo tiempo—
. O sea, yo también podría haberte traído al Swig, si eso era lo que querías. ¿Por qué
no me lo dijiste? Ya sabes lo de mi tío Vinnie.
—No se trata de las discotecas a las que Sebastian puede llevarme —responde
Lila—. Se trata... bueno, se trata de él. Él es... perfecto.
Tuve que hacer un esfuerzo para contener las arcadas.
—Nadie es perfecto, Li —dice Ted antes de que yo tenga oportunidad de abrir la
boca.
—Sebastian sí lo es —persevera Lila mientras la luz de la solitaria bombilla que
ilumina la puerta de emergencia de la discoteca le arranca destellos de los oscuros
ojos—. Es tan guapo... e inteligente... y experimentado... y amable...
Basta. Ya he oído suficiente.
—Lila —le espeto—. Cállate. Ted tiene razón. No lo conoces de nada. Si lo
conocieras, créeme que no dirías que es amable.
—Pero lo es —insiste Lila con expresión encandilada—. No sabes lo...
Un segundo después —no sé muy bien cómo ha ocurrido— la sujeto por los
hombros. La estoy sacudiendo. Ella es bastante más alta que yo y, en cuanto a peso,
me supera en veinte kilos.
Antología Noches de baile en le infierno
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Pero eso da igual. En este momento, lo único que quiero es despertar en ella un
mínimo de inteligencia.
—Te lo ha dicho, ¿verdad? —me oigo gritarle con voz ronca—. Te ha contado lo
que es. Ay, Lila. Eres idiota. Eres una estúpida, una estúpida.
—¡Eh! —Adam trata de soltarme las manos de los desnudos hombros de Lila—.
Vale, está bien. Vamos a calmarnos un poquito...
Pero Lila se zafa y nos contempla con expresión triunfal.
—Si —chilla, exultante, con un tono de voz que conozco muy bien—. Me lo ha
contado. Y también me ha hablado de las personas como tú, Mary. Gente que no
entiende, que es incapaz de entender que procede de una estirpe tan antigua y noble
como la de un rey...
—Dios mío —me dan ganas de abofetearla. Si no lo hago es porque Adam, como si
me hubiese leído el pensamiento, me está sujetando el brazo—. Lila, ¿lo sabías? ¿Y
aun así vas con él?
—Por supuesto —responde Lila—. A diferencia de ti, Mary, yo he abierto la
mente. No tengo los prejuicios que tú tienes con respecto a los de su género...
—¿Los de su género? ¿Los de su género? —de no ser por Adam, que me sujeta
susurrándome «Oye, tranquila», me habría lanzado sobre ella y habría intentado
meter un poco de sentido común en su insípida y anodina cabezota—. ¿Y se le
ocurrió mencionar de qué modo sobreviven los de su género? ¿Habló de lo que
comen o, más bien, de lo que beben para vivir?
Lila adopta una actitud desdeñosa.
—Sí —afirma—. Así es. Y me parece que estás exagerando. Sólo bebe la sangre que
compra en un banco de sangre. No mata a nadie...
—¡Vamos, Lila! —no doy crédito a lo que oigo. O, bueno, teniendo en cuenta que
es Lila la que habla, sí que se lo doy. Con todo, nunca la habría creído tan ingenua
como para tragarse semejante cosa—. Eso es lo que dicen todos. Han estado yéndole
con ese cuento a las jovencitas durante siglos. Es una sarta de mentiras.
—Para un momento —Adam me ha soltado el brazo. Por desgracia, ahora que
tengo la libertad de hacerlo, ya no me apetece darle un sopapo a Lila. Estoy
demasiado asqueada—. ¿Qué pasa aquí? —exige Adam—. ¿Quién bebe sangre?
Estáis hablando... ¿de Drake?
—Si, de Drake —respondo lacónicamente.
Adam me mira sin acabar de creérselo, mientras que, a su lado, su amigo Ted
comienza a silbar.
—Tío —exclama Ted—. Ya sabía yo que había algo sucio en ese tipo.
Antología Noches de baile en le infierno
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—¡Dejadlo ya! —grita Lila—. ¡Todos vosotros! ¡Prestad atención a lo que estáis
diciendo! ¿Os hacéis una idea de lo intolerantes que sois? Si, Sebastian es un
vampiro... ¡pero eso no implica que no tenga derecho a existir!
—Ya —contesto—. Teniendo en cuenta que es un enemigo de la humanidad
viviente y que se ha estado alimentando de niñas inocentes como tú durante siglos,
pues entérate de que no, no tiene derecho a existir.
—Espera un momento —Adam sigue sin salir de su asombro—. ¿Un vampiro?
¿De qué vais? Eso es imposible. Los vampiros no existen.
—¡Bah! —Lila se le acerca y patea el suelo—. ¡Tú eres aún peor que los demás!
—Lila —tercio, ignorando la intervención de Adam—, no puedes volver a
encontrarte con él.
—No ha hecho nada malo —insiste Lila—. Ni siquiera me ha mordido... a pesar de
que yo misma se lo pidiese. Dice que no puede, porque me ama demasiado.
—Dios mío —exclamo con repugnancia—. Ese es otro de sus cuentos, Lila. ¿Es que
no te das cuenta? Todos dicen lo mismo. Y que sepas que no te ama. O, por lo menos,
no te ama más de lo que una garrapata estima al perro del que se alimenta.
—Te quiero —interviene Ted con voz quebrada—. ¿Y tú vas y me plantas por un
vampiro?
—No lo entendéis —Lila se echa el rubio cabello hacia atrás—. No es una
garrapata, Mary. Sebastian me ama demasiado para morderme. Además, sé que
puedo hacerlo cambiar. Porque desea estar conmigo para siempre, al igual que yo
con él. Estoy convencida. Y a partir de mañana por la noche, estaremos juntos para
siempre.
—¿Qué pasa mañana por la noche? —pregunta Adam.
—El baile —le respondo con voz monocorde.
—Eso es —dice Lila, retomando su cháchara—. Voy a ir con Sebastian. Y aunque
todavía no lo sabe, él me morderá; sólo un mordisco, y me dará la vida eterna.
Vamos, reconocedlo: ¿imagináis algo mejor? ¿No querríais vivir para siempre? Es
decir, ¿si pudierais?
—No de ese modo —afirmo. Hay algo dentro de mí que se resiente. Por Lila, y
también por todas aquellas que la han precedido. Y también por las que la seguirán,
si no consigo remediarlo.
—¿Va a encontrarse contigo en el baile? —me obligo a preguntarle. Me cuesta
hablar; todo lo que me pide el cuerpo es dejarle paso a las lágrimas.
—Si —dice Lila. Le asoma a la cara el mismo gesto ausente que tenía en la
discoteca y también en el comedor—. No podrá resistírseme... No si me pongo mi
Antología Noches de baile en le infierno
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nuevo vestido de Roberto Cavalli, con el cuello expuesto a la luz plateada de la luna
llena...
—Creo que voy a devolver —anuncia Ted.
—Nada de eso —digo—. Vas a llevar a Lila a casa. Toma —hurgo en la mochila y
saco un crucifijo y dos pequeños recipientes con agua bendita y se los doy—. Si aparece
Drake, aunque no lo creo posible, defiéndete con esto. Luego ve a tu casa
después de haber dejado a Lila en la suya.
Ted examina lo que acabo de ponerle en las manos.
—Espera. ¿Esto es todo? —pregunta—. ¿Vamos a permitir que la mate?
—No va a matarme —le corrige Lila con aire jovial—. Va a convertirme en uno de
los de su raza.
—No vamos a hacer nada —decido—. Vosotros os vais a casa y me dejáis esto a
mí. Lo tengo bajo control. Ocúpate de que Lila llegue sana y salva. No debe ocurrirle
nada hasta la hora del baile. Los espíritus malignos no pueden entrar en una casa
habitada sin que se les invite a hacerlo —le endoso a Lila una mirada inquisitiva—.
No lo has invitado, ¿verdad?
—Qué más da —responde Lila, sacudiendo la cabeza—. Además, no creo que mi
padre fuese a poner el grito en el cielo por encontrar a un chico en mi habitación.
—Vale. A casa. Y tú también —le ordeno a Adam.
Ted toma del brazo a Lila y ambos comienzan a alejarse. Pero, para mi sorpresa,
Adam se queda donde está con las manos metidas en los bolsillos.
—Bien —murmuro—. ¿Puedo hacer algo más por ti?
—Sí —responde Adam con tranquilidad—. Puedes empezar por el principio.
Quiero saberlo todo. Porque si lo que dices es cierto, de no haber sido por mí, ahora
mismo serías una mancha de sangre en la columna de la discoteca. Así que empieza a
hablar.
Adam
Si alguien me hubiese dicho hace una hora que acabaría la noche yendo al ático de
Mary, la de clase de Historia de Estados Unidos, en East Seventies... lo habría creído
un desvarío.
Antología Noches de baile en le infierno
~19~
Pero resulta que me encuentro justamente en ese lugar, siguiendo a Mary, quien,
tras pasar junto al amodorrado portero (que, viendo la ballesta, se limita a levantar
una ceja), se mete en el ascensor, adornado, según creo, al estilo Victoriano de
mediados del siglo diecinueve, a juzgar por el parecido que tiene con los decorados
de una de esas soporíferas miniseries que a mi madre tanto le gusta ver, una de ésas
plagadas de jovencitas que se llaman Violeta u Hortensia.
Hay libros por todas partes; y no ediciones de bolsillo de Dan Brown, sino tomos
grandes y pesados, con títulos tales como Demonología en la Grecia del siglo diecisiete o
Una guía de necromancia. Miro alrededor, pero no veo una tele de plasma ni una
pantalla de cristal líquido. Ni siquiera un televisor corriente.
—¿Es que tus padres son profesores o algo así? —le pregunto a Mary, quien se
deshace de la ballesta y se encamina a la cocina. Abre la puerta de la nevera, coge dos
coca-colas y me da una a mí.
—Algo así —responde Mary. Esta es la actitud que ha tenido de camino hasta
aquí: no muy rebosante de explicaciones.
De todos modos, tampoco me importa mucho, ya que tiene claro que no voy a
marcharme hasta haber oído la historia completa. La verdad es que, por el momento,
no sé qué pensar. Por un lado, me alivia que Drake no sea quien yo pensaba que era:
el ex de Mary. Por el otro... ¿un vampiro?
—Ven —me insta Mary, y me dispongo a seguirla porque... ¿qué otra cosa puedo
hacer? No sé qué pinto aquí. No creo en los vampiros. Me parece, en cambio, que Lila
se ha liado con uno de esos extravagantes góticos que salen a veces en los programas
de televisión de baja estofa.
Sin embargo, la pregunta de Mary —«¿Entonces cómo te explicas que haya
desaparecido de la pista de baile de ese modo?»— me intranquiliza. ¿Cómo lo hizo el
tipo ese?
Bien es cierto que hay toneladas de preguntas para las que no tengo respuesta.
Como una que se me ha ocurrido: ¿cómo lograr que Mary me mire como Lila miraba
a ese tío, Drake?
La vida es rica en misterios, como le gusta decir a mi padre, y muchos de esos
misterios están envueltos en enigmas.
Mary me conduce por un oscuro pasillo hasta una puerta abierta, por cuyo vano se
derrama un chorro de luz. Le da unos golpecitos y dice:
—¿Papá? ¿Podemos pasar?
—Cómo no —responde una voz ronca.
Y así es como, precedido por Mary, entro en la habitación más rara que haya visto
en mi vida. Por lo menos, en un ático del Upper East Side.
Antología Noches de baile en le infierno
~20~
Es un laboratorio. Hay tubos de ensayo, recipientes varios y frasquitos
desparramados por todas partes. De pie, frente a algunos de ellos, hay un hombre de
cabellos blancos y albornoz, con aspecto de científico, ocupado con una cubeta de
cristal que contiene un líquido de color verde claro y emite un humo espeso. El vejete
alza la vista y, al entrar Mary en la habitación, sonríe. Me mira de arriba abajo con
unos ojos verdes muy semejantes a los de Mary.
—Bueno, pues hola —dice el hombre—. Veo que has traído a un amigo. Me alegro.
De un tiempo a esta parte me parece que pasas demasiado tiempo sola, jovencita.
—Papá, éste es Adam —le explica Mary—. Se sienta detrás de mí en la clase de
Historia de Estados Unidos. Vamos a ir a mi habitación a hacer los deberes.
—Qué bien —juzga el padre de Mary. Por lo visto, no se le ocurre pensar que lo
último que un chico de mi edad haría con una chica en una habitación a las dos de la
madrugada es ponerse a hacer los deberes—. No estudiéis demasiado, niños.
—Descuida —contesta Mary—. Vamos, Adam.
—Buenas noches, señor —le digo al padre de Mary, que me dedica una sonrisa
antes de volver a concentrarse en su humeante cubeta—. Pues vale —le digo a Mary
mientras volvemos a recorrer el pasillo, esta vez para dirigirnos a su habitación... la
cual, curiosamente, es bastante espartana para tratarse del cuarto de una chica, pues
sólo cuenta con un cama grande, un armario y una mesa. A diferencia de la
habitación de Verónica, no hay nada a la vista, excepto un portátil y un reproductor
de MP3. Mientras se ausenta en el lavabo por unos instantes, aprovecho para
examinar los títulos de la lista de reproducción. Rock en su mayor parte, un poco de
rythm & blues y otro poco de rap. Pero nada de emo. Menos mal—. ¿Qué pasa en
esta casa? ¿Qué hace tu padre con todos esos chismes?
—Busca una cura —responde Mary desde el baño.
Cruzo la ornamentada alfombra persa y me acerco a la cama. Hay una foto
enmarcada en la mesilla de noche. En ella veo a una mujer muy hermosa, sonriente y
bañada en luz solar. La madre de Mary. No sé por qué lo sé. Sólo que lo sé.
—¿Una cura para qué? —pregunto, tomando la foto entre las manos para
inspeccionarla de cerca. Sí, helos aquí. Los labios de Mary. Los cuales, según no he
podido dejar de fijarme, se tuercen hacia arriba en los extremos. Incluso cuando se
cabrea.
—Vampirismo —me informa Mary. Sale del baño portando un vestido largo de
color rojo, todavía metido en el envoltorio plástico de la lavandería.
—Ah —articulo—. Lamento tener que decirte esto, Mary, pero los vampiros no
existen. Ni tampoco el vampirismo. Ni nada que se le parezca.
—¿Ah, sí? —los labios de Mary se curvan aún más.
Antología Noches de baile en le infierno
~21~
—Los vampiros son una invención del tío ese —se ríe de mí. Pero me da igual,
porque es Mary. Prefiero eso a que me ignore, que es lo que ha hecho la mayor parte
del tiempo desde que la conozco—. El que escribió Drácula, ¿no?
—Bram Stoker no inventó los vampiros —dice Mary mientras su sonrisa va
languideciendo—. Ni siquiera a Drácula, quien, por cierto, es un personaje histórico.
—Sí, bueno, pero ¿me estás hablando de un tío que bebe sangre y se convierte en
murciélago cuando le apetece? Por favor.
—Los vampiros existen, Adam —me asegura Mary. Me gusta cómo pronuncia mi
nombre. Me gusta tanto que tardo en darme cuenta de que está mirando la foto que
todavía tengo entre las manos—. Y también sus víctimas.
Sigo la dirección a la que apunta con los ojos. Me falta poco para que se me caiga
la fotografía.
—Mary —digo. Eso es todo lo que puedo decir por el momento—. Tu... tu madre.
Ella... ¿está...?
—Sigue viva —contesta Mary, que se vuelve y deja el vestido sobre la cama—. Si
es que a eso se le puede llamar vida —añade, casi como si hablara para sí misma.
—Mary —insisto, cambiando el tono de voz. No puedo creerlo.
Y, no obstante, lo creo. Hay algo en su expresión que me convence de que dice la
verdad. Algo, también, que me hace tener ganas de estrecharla entre los brazos. Maniobra
que Verónica calificaría de sexista. En fin, vamos allá.
Dejo de morderme el labio.
—Por eso tu padre...
—Antes no era así —afirma sin mirarme—. Cuando estaba mamá, era diferente.
Está... convencido de que puede descubrir una cura —se deja caer en la cama, junto
al vestido—. No está dispuesto a creer que sólo hay un modo de hacerla volver.
Consiste en matar al vampiro que la convirtió.
—Drake —aventuro, sentándome junto a ella. Las cosas empiezan a tener sentido.
Supongo.
—No —me corrige Mary, sacudiendo la cabeza—. Su padre. Quien, por cierto,
pertenece a la familia de Drácula. Pero su hijo es de la opinión de que «Drake»
resulta menos pretencioso y más acorde con los tiempos.
—Así que... ¿por qué querías matar al vástago de Drácula, si fue su padre el que...?
—no soy capaz de terminar la frase. Por suerte, no hace falta que lo haga.
La espalda de Mary se encorva.
Antología Noches de baile en le infierno
~22~
—Si matar a su único hijo no provoca que Drácula salga de su escondrijo para que
también pueda matarlo a él, no sé qué otra cosa puede hacerlo aparecer.
—¿Y eso no es un poco... peligroso? —le pregunto. Me resulta increíble
encontrarme hablando de este tema. También es increíble encontrarme en la
habitación de Mary, la de Historia de Estados Unidos—. Porque, claro, ¿no es verdad
que Drácula es el mandamás de todo esto?
—Sí —admite Mary, mirando la fotografía, que he dejado entre nosotros—. Y
cuando haya desaparecido, mamá recuperará su libertad.
«Y el padre de Mary no tendrá que preocuparse por hallar una cura para el
vampirismo», pienso, pero no me animo a decirlo.
—¿Y por qué Drake no decidió convertir a Lila esta misma noche? —se me ocurre
preguntar. Es una de las muchas cosas que no acabo de entender—. En la discoteca,
sin ir más lejos.
—Porque le gusta jugar con la comida —responde Mary sin un atisbo de emoción
en su voz—. Igual que a su padre.
Me estremezco. No puedo evitarlo. A pesar de que no sea mi tipo, no es agradable
imaginarse a Lila transformada en piscolabis nocturno de un vampiro.
—¿No te preocupa —le pregunto con la esperanza de cambiar el cariz de la
conversación— que Lila le diga a Drake que no se presente en el baile porque vamos
a estar esperándolo?
He utilizado el plural y no el singular porque tengo muy claro que no voy a
permitir que Mary vaya a por ese tipo ella sola. Lo cual, no hay duda, Verónica
también lo calificaría de sexista.
Pero Verónica no conoce la sonrisa de Mary.
—¿Me tomas el pelo? —replica Mary. No parece haber prestado atención a lo del
plural—. Eso es justo lo que espero que haga. De ese modo, es seguro que Drake decidirá
acudir.
La miro durante un momento.
—¿Y por qué?
—Pues porque matar a la hija de la exterminadora lo catapultará al estrellato en la
jerarquía de la cripta.
Me quedo parpadeando.
—¿La jerarquía de la cripta?
—Claro —dice, pasándose una mano por los cabellos—. Es como la jerarquía de
una banda callejera. Sólo que entre los no muertos.
Antología Noches de baile en le infierno
~23~
—Ah —por extraño que pueda parecer, tiene sentido. Tanto como cualquiera de
las muchas cosas que he oído esta noche—. ¿Y a tu padre lo llaman «exterminadora»?
—me cuesta un poco imaginar al padre de Mary blandiendo una ballesta como su
hija.
—No —responde, y su sonrisa se desvanece—. A mi mamá. Al menos... así era. Y
además no sólo exterminadora de los vampiros, sino también de cualquier ser maligno:
demonios, licántropos, duendes, fantasmas, hechiceros, genios, sátiros, trasgos,
grifos, quimeras, titanes, leprechauns...
—¿Leprechauns? —mascullo, desconcertado.
Pero Mary se limita a encogerse de hombros.
—Si era perverso, mi madre lo mataba. Tenía un don para eso... Un don —agrega
a media voz— que ojalá haya heredado yo.
Me quedo allí sentado durante un rato. Tengo que admitir que lo que ha ocurrido
en las últimas dos horas me tiene anonadado. ¿Ballestas, vampiros, exterminadoras?
¿Se puede saber qué es un leprechaun? No estoy seguro de querer enterarme. Oye.
Espera. Sí sé que no quiero saber. Noto un zumbido en la cabeza que a buen seguro
no va a detenerse.
Lo raro es que hasta creo que me gusta.
—Y bien —dice Mary, alzando la vista para mirarme a los ojos—. ¿Me crees
ahora?
—Te creo —contesto. En realidad, lo único que no me creo es que me lo esté
creyendo. Es decir, que me esté creyendo lo que dice.
—Bien —celebra—. Es mejor que no se lo cuentes a nadie. Ahora, si no te importa,
me conviene empezar a prepararlo todo...
—Genial. Dime qué debo hacer.
El rostro se le nubla.
—Adam —me dice. Y hay algo en el modo en que coloca los labios para
pronunciar mi nombre que hace que me vuelva un poquito loco..., que me entren
ganas de abrazarla y correr por la habitación al mismo tiempo—. Te agradezco el
gesto. De verdad. Pero es demasiado arriesgado. Si mato a Drake...
—Cuando lo mates —corrijo.
—... lo más probable es que se presente su padre —continúa diciendo— con ganas
de venganza. Puede que esta noche no. Y a lo mejor ni siquiera mañana. Pero pronto.
Y cuando eso ocurra... las cosas van a ponerse feas de verdad. Va a ser espantoso.
Una pesadilla. Un auténtico...
—Apocalipsis —apostillo, y un leve escalofrío me recorre la espina dorsal.
Antología Noches de baile en le infierno
~24~
—Sí. Exacto.
—No te preocupes —afirmo, ignorando el escalofrío—. Estoy preparado para
todo.
—Adam —me hace un gesto negativo—. No lo entiendes. No puedo... en fin, no
estoy segura de poder protegerte. Y, desde luego, no estoy dispuesta a que arriesgues
tu vida. En mi caso es diferente, porque... bueno, por mi madre. Pero tú...
La interrumpo.
—Tú dime a qué hora quieres que pase a recogerte.
Se me queda mirando.
—¿Cómo?
—Lo siento —le digo—, pero no vas a ir al baile sola. Fin de la historia.
Y he debido tener un aspecto amenazador mientras lo decía, porque, tras hacer
ademán de discutir, guarda silencio, me mira y dice:
—Vale. Está bien.
Aun así, se ve en la necesidad de añadir:
—Ha llegado tu último día.
Quería tener la última palabra, imagino.
A mí me parece bien. La última palabra es suya.
Porque sé lo que he descubierto en Mary: la compañera que arrimará el hombro en
la inevitable lucha por la supervivencia que habrá de producirse en el Estados Unidos
postapocalíptico.
Mary
El corazón me late al ritmo de la música. Noto el bajo en el pecho: pum, pum. A
causa de la neblina producida por la nieve carbónica y los haces de luz intermitente
que caen desde el techo de la discoteca, es difícil distinguir algo en la estancia,
plagada de cuerpos que se contorsionan.
Sin embargo, sé que él está aquí. Lo percibo.
Antología Noches de baile en le infierno
~25~
Y luego lo veo, acercándoseme a través de la pista de baile. Trae dos vasos llenos
de un líquido color sangre, uno en cada mano. Cuando llega junto a mí, me ofrece
uno de los vasos y dice:
—No te preocupes. No es de garrafón. Me he cerciorado.
Prefiero no contestar. Bebo un sorbo del ponche y el líquido —a pesar de su dulzor
excesivo— me alivia la sequedad de la garganta.
De todas maneras, sé que estoy cometiendo un error. Me refiero a haber accedido
a que Adam esté aquí.
Sin embargo... hay algo en él. No sé qué es. Algo que lo diferencia del resto de los
cachas tontuelos que pueblan el instituto. Tal vez tenga que ver con el modo en que
me salvó en la discoteca, cuando me habían vencido las circunstancias, cuando le
disparó a Sebastian Drake —retoño del mismísimo diablo— con una pistola de agua
cargada con salsa de tomate.
O tal vez esté relacionado con lo sensible que fue con respecto a lo de mi padre,
con el hecho de que no haya bromeado diciendo que se parece a Doc, el de Regreso al
futuro, y que, lo que es más, lo haya tratado de usted. O con cómo sostenía la
fotografía de mi madre y cómo reaccionó cuando le conté lo ocurrido con ella.
O a lo mejor todo se reduce al aspecto con que se presentó esta noche, a las ocho
menos cuarto, increíblemente guapo con su esmoquin —y hasta con un ramillete de
rosas rojas para regalarme—, a pesar de que hacía menos de veinticuatro horas ni
siquiera supiera que iba a asistir al baile (menos mal que vendían entradas en la
puerta).
En fin. Papá estaba extasiado y, por una vez, actuó como un padre normal: sacó un
sinnúmero de fotos —«Para que las vea tu madre cuando esté mejor», decía sin
cesar— e intentó que Adam le aceptase varios billetes de veinte dólares mientras le
susurraba: «Después de la fiesta, quiero que la trates como a una reina».
Lo cual, con franqueza, me hizo comprender que prefiero los momentos en que
papá no sale del laboratorio.
Y aun así. Sabía que era una equivocación no mandar a Adam a paseo. Este no es
un trabajo para aficionados. Es... es...
... hermoso. O sea, me refiero a la sala de baile. Cuando entré del brazo de Adam
casi me quedé sin aire. (Insistió en ese detalle. Para parecer una «pareja normal» en el
caso de que Drake estuviese mirando.) Este año, el comité del baile de fin de curso
del instituto Saint Eligius se ha superado a sí mismo.
Lo de que hayan conseguido un salón enorme en el Waldorf Astoria es un
auténtico hito, pero lo verdaderamente milagroso es que lo hayan convertido en un
romántico y reluciente país de las maravillas.
Antología Noches de baile en le infierno
~26~
Sólo espero que todas esas escarapelas y serpentinas sean ignífugas. Lamentaría
que se quemaran con las llamas que prenderán cuando, una vez haya apuñalado a
Drake en el pecho, su cadáver se incendie.
—Y bien —dice Adam mientras nos mantenemos al borde de la pista de baile,
bebiendo ponche en medio de un silencio que, la verdad, se estaba volviendo un
poco incómodo—. ¿Qué es lo que vas a hacer? No veo la ballesta por ningún lado.
—Me llega con una estaca —le respondo, dejándole ver una pierna a través de la
abertura del vestido. En ella llevo una pieza de fresno tallada a mano, que he guardado
en la vieja funda de pistola de mamá—. Sencillo y eficaz.
—Ah —exclama Adam, tras ahogarse un poco en su ponche—, vale.
Me doy cuenta de que sigue mirándome el muslo. Sin perder un instante, vuelvo a
colocarme la falda en su sitio.
Y se me ocurre —por vez primera— que es posible que Adam esté en esto por
razones distintas a la de querer contribuir a que la novia de su mejor amigo se libere
del encantamiento con que la retiene un demonio succionador de sangre.
Sin embargo... ¿cómo va a ser eso posible? Es decir, se trata nada menos que de
Adam Blum. Y yo soy la chica nueva. Le caigo bien, eso sí, pero no le gusto. No
puede ser. Es probable que sólo me resten diez minutos de vida. A no ser que algo
cambie lo que a buen seguro está por ocurrir.
Azorada, me ocupo en observar las parejas que dan vueltas frente a nosotros. La
señora Gregory, de Historia de Estados Unidos, es una de las carabinas. Se pasea por
la estancia con la intención de que las chicas no se rocen demasiado con sus parejas.
A lo mejor hasta intenta que no salga la luna.
—Creo que sería mejor que te dedicaras a distraer a Lila —digo, con la esperanza
de que no note que las mejillas se me han puesto tan encarnadas como el vestido—
mientras yo esté con la estaca. No quiero que se le ocurra salvarlo y se entrometa.
—Para eso he traído a Ted hasta aquí —responde Adam, señalándome a Teddy
Hancock con un gesto de cabeza. Está sentado junto a una mesa cercana y contempla
la pista de baile con expresión de aburrimiento. Como nosotros, está esperando a Lila
(y a su acompañante).
—Da igual —afirmo—. No quiero que estés a mi lado cuando... Ya sabes.
—Me ha quedado claro después de que lo hayas dicho nueve millones de veces —
murmura Adam—. Sé que puedes cuidar de ti misma, Mary. Me lo has asegurado
por activa y por pasiva.
No puedo evitar responderle con una mueca. Es evidente que no se lo está
pasando demasiado bien.
Antología Noches de baile en le infierno
~27~
Bueno, ¿y qué? ¡Si está aquí no es porque yo se lo haya pedido! ¡Se ha invitado a sí
mismo! Además, ¡no hemos venido a bailar! ¡Nada de eso! Lo sabe desde el primer
momento. Es él quien quiere cambiar las normas, no yo. O sea, ¿quién engaña a
quién? Yo no puedo tener novio. Tengo un legado que perpetuar. Soy la hija de la
exterminadora. Debo...
—¿Te apetece bailar? —me pregunta Adam.
—Oh —exclamo, un tanto estupefacta—. Me encantaría. Pero, en realidad, tendría
que...
—Genial —dice interrumpiéndome, y, tras tomarme del brazo, me conduce hacia
la pista de baile.
Estoy tan abrumada que no soy capaz de hacer nada para detenerlo, la verdad.
Bueno, cuando empiezan a pasárseme los efectos de la sorpresa inicial, descubro que
no me apetece detenerlo. Pasmada, me doy cuenta de que... en fin, de que me gusta
lo que siento estando en brazos de Adam. Me siento bien. Me siento a salvo. Me
siento cómoda. Me siento... vamos, casi como si, por variar, fuese una chica corriente.
No la chica nueva. No la hija de la exterminadora. Sólo... yo. Mary.
Es una sensación a la que podría acostumbrarme.
—Mary —dice Adam. Es mucho más alto que yo y su respiración agita los
mechones que se me han soltado del moño. Pero no me importa, porque el aroma
que exhala es agradable.
Lo miro, como si estuviera en un sueño. Es increíble que nunca me haya fijado en
lo guapo que es. Bueno, ayer por la noche empecé a darme cuenta. Es decir, tomé
nota por primera vez, pero hasta ahora no lo había valorado en su justa medida,
porque ¿qué pinta un chico como él con alguien como yo? Ni en un millón de años se
me habría ocurrido pensar que acabaría yendo a la fiesta de fin de curso con Adam
Blum...
Y sí, cierto, me lo pidió sólo porque siente pena por mí por lo de que mi madre sea
un vampiro y todo eso. Pero aun así.
—¿Mmm? —digo, sonriéndole.
—Eh... —por algún motivo, Adam parece un poco incómodo—. Pues me estaba
preguntando... ya sabes, cuando todo esto termine, y tú hayas acabado con Drake, y
Lila y Ted vuelvan a estar juntos... querrías, esto...
Dios. ¿Qué está pasando? ¿No estará pidiéndome lo que creo que está
pidiéndome? O sea, ¿salir conmigo? ¿Sin que haya objetos afilados y punzantes de
por medio, como ahora?
Antología Noches de baile en le infierno
~28~
No. Esto no está sucediendo. Es un sueño o algo parecido. Dentro de un minuto,
me voy a despertar y todo habrá desaparecido. Porque ¿cómo iba a ser posible algo
así? Mejor no respirar, para que no se esfume el hechizo que nos envuelve a ambos...
—¿Qué, Adam? —le pregunto.
—A ver —ya no es capaz de mirarme a los ojos—. Si querrías, no sé, que fuésemos
por ahí a dar una vuelta...
—Discúlpame —conozco demasiado bien esa voz grave que interrumpe a Adam—
. ¿Te importa si bailo un poco con ella?
Cierro los ojos, frustrada. Como mi vida siga así, jamás lograré que un chico
quiera salir conmigo. Nunca, jamás de los jamases. Voy a ser una rarita —hija de
raritos— el resto de mi vida. ¿Por qué alguien como Adam Blum querría salir
conmigo, vamos? ¿Con la niña de un vampiro y un científico pirado? Las cosas como
son. Es imposible.
Y ya me he hartado. Hasta aquí podíamos llegar.
—Oye, mira —digo, volviéndome hacia Sebastian Drake, cuyos ojos se agrandan
como consecuencia de la rabia que lee en mi expresión—. ¿Pero cómo te atreves a...?
Me quedo sin habla. De repente veo esos ojos...
... esos hipnotizadores ojos azules, que me llaman de pronto para sumergirme en
ellos y que su calor me meza con olas dulces y suaves.
No se parece en nada a Adam Blum, no hay duda. Pero el modo que tiene de
mirarme me da a entender que lo sabe, que lo lamenta, que va a hacer todo lo posible
para caerme bien... e incluso más allá...
Al recuperar el sentido me veo en brazos de Sebastian Drake, que me está
llevando, con delicadeza infinita, hacia una cristalera tras la que se insinúan la noche
y un jardín bañado por la luz titilante de los farolillos y la luna...
El lugar perfecto al que llegar de la mano del rubio descendiente de un conde
transilvano.
—Me alegra mucho que al fin hayamos tenido oportunidad de conocernos —me
dice Sebastian con una voz que parece acariciarme como el borde de una pluma.
Todo y todos quedan atrás: las demás parejas, Adam, una estupefacta Lila, que nos
dedica una mirada celosa, Ted, que le dedica una mirada celosa a Lila, e incluso las
escarapelas y las serpentinas... Las cosas se funden como si todo lo que existiese en el
mundo se redujera a mí, a este jardín en el que me encuentro y a Sebastian Drake.
Me aparta de la frente los mechones sueltos con un gesto fluido.
Antología Noches de baile en le infierno
~29~
Desde un rincón oscuro y profundo de mi mente una voz me dice que debería
temerlo... hasta odiarlo. Pero no recuerdo el porqué. ¿Cómo odiar a alguien tan
guapo, dulce y sensible? Quiere hacer que me sienta mejor. Quiere ayudarme.
—¿Lo ves? —dice Sebastian Drake mientras me levanta una de las manos y se la
lleva tiernamente a los labios—. No soy tan terrible, ¿a que no? En realidad, soy
como tú. El hijo, reconozcámoslo, de una persona formidable, alguien que pretende
encontrar su lugar en el mundo. Tenemos nuestros problemas, tú y yo, ¿verdad? Tu
madre te envía saludos, por cierto.
—¿Mi... mi madre? —tengo la cabeza sumida en niebla, la misma que campa por
el jardín. Porque, a pesar de que puedo recordar el rostro de mi madre, he olvidado
que Sebastian Drake la conozca.
—Sí —comenta Sebastian, que me recorre con los labios la piel del brazo hasta
llegar al codo. Siento que ese contacto es como fuego líquido—. Te echa de menos,
como te imaginarás. No entiende por qué no estás con ella. Ahora es muy feliz... Ya
no padece el dolor de la enfermedad... o la indignidad de la vejez... o la congoja de
una existencia solitaria —sus labios me tocan el hombro. Me falta el aire, pero me
siento bien—. Vive en medio de la belleza y el amor... tal y como podrías vivir tú,
Mary, si quisieras —me acaricia el cuello con la boca. Su aliento, tan cálido, ha
provocado que la espina dorsal se me quede sin fuerzas. Pero no pasa nada, porque
me sostiene por la cintura con un brazo firme, y es que el cuerpo, como si hubiera
cobrado voluntad propia, se me arquea y le ofrece una perspectiva despejada del
desnudo cuello—. Mary —susurra con la boca pegada a mi piel.
Me siento inundada por tal calma, por tal serenidad —algo que no he sentido
desde hace años, desde que mi madre se marchó—, que los párpados se me cierran...
De pronto, noto que algo frío y húmedo me golpea el cuello.
—¿Qué...? —exclamo, abriendo los ojos y tanteándome la zona del impacto... Al
examinarme los dedos veo que están húmedos.
—Lo siento —anuncia Adam, que está a unos pocos metros con los brazos
extendidos, encañonándome con su Beretta de nueve milímetros—. He fallado.
Un segundo después, una espesa nube de humo acre y abrasador me golpea el
rostro y me deja sin aire. Tosiendo, trastabillo para apartarme del hombre que, hace
tan sólo unos momentos, me había estado sosteniendo con tanta ternura, pero que
ahora se está agarrando el pecho, en llamas.
—¿Cómo...? —inquiere Sebastian Drake entre jadeos, manoteando para apagar el
fuego que le sale del pecho—. ¿Qué es esto?
—Pues un poquitín de agua bendita, tío —le responde Adam mientras continúa
disparándole—. No creo que te moleste. A no ser, claro, que seas un no muerto. Lo
cual, por desgracia para ti, es lo que empiezo a pensar que eres.
Antología Noches de baile en le infierno
~30~
Tardo un momento en recuperar el juicio y busco la estaca bajo la falda.
—Sebastian Drake —siseo al tiempo que el vampiro se arrodilla frente a mí,
aullando de dolor y también de ira—. Esto es por mi madre.
Y, con todas mis fuerzas, le clavo la estaca de fresno tallada a mano en donde
debió de haber tenido un corazón.
Si es que alguna vez lo tuvo.
—Ted —dice Lila con voz melosa, sentada en un banco de plástico con la cabeza
de su novio en el regazo.
—¿Sí? —pregunta Ted, adorándola con la mirada.
—No —le corrige Lila—. Me refiero a que eso es lo que voy a poner en el tatuaje,
la próxima vez que vaya a Cancún. En la base de la espalda. La palabra «Ted». De
modo que, desde ese momento en adelante, todo el mundo sepa que te pertenezco.
—Ah, cariño —dice Ted, antes de darle un beso en la boca.
—Dios mío —exclamo, apartando la mirada.
—Te entiendo —Adam acaba de lanzar una bola de seis kilos en la pista de la
bolera, iluminada como si de una discoteca se tratara—. Casi la prefiero cuando
estaba bajo el hechizo de Drake. Aunque supongo que es mejor que las aguas hayan
vuelto a su cauce. Ted es bastante más inofensivo que Sebastian. Por cierto, acabo de
hacer un pleno, por si no te habías dado cuenta —se sienta en el banco, a mi lado, y, a
la luz de una lámpara que tengo sobre la cabeza, examina la hoja en que llevamos
cuenta de las puntuaciones—. ¿Qué te parece? Voy ganando.
—No te hagas el chulo —le digo. Sin embargo, tiene bastante de lo que presumir.
Y no sólo por ir ganando, la verdad—. Déjame preguntarte algo —le pido, cuando al
fin se acomoda y se afloja la pajarita. Adam está irresistible aun bajo la extraña
iluminación del Bowlmor Lanes, la bolera a la que nos hemos retirado tras la fiesta, a
sólo unos nueve dólares en taxi desde el Waldorf—. ¿Dónde conseguiste el agua
bendita?
—Le diste una buena cantidad a Ted —dice Adam, mirándome con expresión de
sorpresa—. ¿No te acuerdas?
—¿Pero cómo se te ocurrió cargar la pistola con esa agua? —insisto. Los
acontecimientos de la noche todavía me dan vueltas en la cabeza. Jugar a los bolos a
estas horas está muy bien, claro. Pero no hay nada que pueda compararse con borrar
del mapa a un vampiro de doscientos años de edad en el baile de fin de curso.
Antología Noches de baile en le infierno
~31~
Lástima que quedase reducido a cenizas en el jardín, en donde sólo nos
encontrábamos Adam y yo. De otro modo, nos habrían elegido rey y reina del baile
en lugar de a Lila y Ted, quienes todavía llevan puestas las coronas... de medio lado,
eso sí, después de tanto besuqueo.
—No sé, Mare —dice Adam, que apunta sus tantos—. Me pareció una buena idea
y ya está.
Mare. Nadie me ha llamado Mare hasta ahora.
—¿Y cómo te diste cuenta? —le pregunto—. ¿Es decir, de que Drake me había...
bueno, eso? O sea, ¿cómo pudiste estar seguro de que yo no estaba fingiendo? ¿No se
te ocurrió que podría estar dándole una falsa sensación de seguridad?
—¿Contando con que estaba a punto de morderte en el cuello? —Adam alza una
ceja—. ¿Y también con que tú no estabas haciendo nada para remediarlo? Pues sí, lo
cierto es que era bastante evidente lo que estaba ocurriendo.
—Yo ya me había librado del hechizo —le aseguro, con una confianza que no me
queda más remedio que simular—. En cuanto sentí sus dientes.
—No —persevera Adam, sonriéndome, iluminado tan sólo por la luz de la mesa
de puntuaciones. El resto de la bolera está en penumbra, a excepción de las bolas y
bolos, de los que emana una fluorescencia sobrecogedora—. No te habías librado.
Admítelo, Mary. Fue necesario que yo acudiera.
Está muy cerca de mí, mucho más de lo que lo estuvo Sebastian Drake.
Sin embargo, en lugar de tener ganas de sumergirme en sus ojos, me derrito bajo
su mirada. El corazón me late con fuerza.
—Sí —digo, incapaz de dejar de mirarle los labios—. Supongo que tienes razón.
—Somos un buen equipo —dice Adam. Advierto que tampoco él deja de mirarme
los labios—, ¿no te parece? Sobre todo, cuando tengamos que hacerle frente al apocalipsis
por venir, cuando el papá de Drake se entere de lo que hemos hecho esta
noche.
La idea me corta la respiración.
—Es verdad —grito—. ¡Ah, Adam! No sólo va a venir a por mí. ¡También querrá
vérselas contigo!
—Ya, bueno —dice Adam, recorriéndome con los ojos—. Pero a mí me gusta
mucho tu vestido. Y va a juego con los zapatos para bolos.
—Adam —rezongo—. ¡Esto es muy serio! Drácula puede dejarse caer por
Manhattan en cualquier momento, ¡y nosotros perdiendo el tiempo en la bolera!
¡Tendríamos que empezar a prepararnos ya! Es necesario que ideemos una estrategia
de contraataque. Hace falta...
Antología Noches de baile en le infierno
~32~
—Mary —me interrumpe Adam—, Drácula puede esperar.
—Pero...
—Mary —insiste—. Cállate.
Y yo me callo. Porque estoy demasiado ocupada besándolo como para pensar en
cualquier otra cosa.
Además, tiene razón. Drácula puede esperar.
sábado, 24 de octubre de 2009
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