sábado, 24 de octubre de 2009

quinto cuento




y el escrito por nuestra queridisima
sthephanie meyer

ARGUMENTO
Cinco historias de amor y seducción sacudidas
por lo sobrenatural. Vampiros exterminadores,
ángeles contra demonios... todo tipo de seres
fantásticos que se aliarán en este volumen para
convertir los bailes de fin de curso en algo...
inolvidable.


EL INFIERNO EN LA TIERRA
Stephenie Meyer
Gabe miró hacia el otro extremo de la pista de baile y frunció el ceño.
No sabía muy bien por qué le había pedido a Celeste que fuese con él a la fiesta, y
menos aún por qué ella le había respondido que sí. Verla en aquellos momentos, tan
abrazada a Heath McKenzie que éste debía de tener dificultades para respirar, no
hacía más que aumentar sus dudas. Los cuerpos de ambos se habían fusionado
dando lugar a una masa indivisible que se agitaba siguiendo un ritmo propio, que
poco tenía que ver con el de la música que colmaba la sala. Las manos de Heath
erraban por el deslumbrante vestido blanco de Celeste con notable audacia.
—Mala suerte, Gabe.
Gabe apartó la mirada del espectáculo que su pareja estaba dando y observó a su
amigo, que se le acercaba.
—Hola, Bry. ¿Cómo te va la noche?
—Mejor que a ti, tío, mejor que a ti —repuso Bryan, sonriente. Levantó la copa,
llena a rebosar de un ponche de color bilioso, como para brindar. Gabe llevó la
botella de agua que tenía en la mano hasta la copa de su amigo y suspiró.
—No tenía ni idea de que Celeste sintiese algo por Heath. ¿Qué pasa? ¿Es su ex o
algo así?
Bryan bebió un sorbo de aquel líquido siniestro, esbozó una mueca y sacudió la
cabeza.
—No, que yo sepa. Ni siquiera los había visto hablando antes de esta noche.
Ambos miraron a Celeste, quien, al parecer, había perdido algo muy querido en el
interior de la boca de Heath.
—¡Up! —dijo Gabe.
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—Tal vez se deba al ponche —aventuró Bryan con ánimo de alentar a su amigo—.
No sé si alguien le habrá echado algo en la copa, pero ¡ay! Es probable que no sea
consciente de que está con alguien que no eres tú.
Bryan bebió otro sorbo y su expresión volvió a contraerse.
—¿Por qué bebes eso? —inquirió Gabe.
Bryan se encogió de hombros.
—No lo sé. A lo mejor porque espero que, después de haberme tragado el vaso
entero, la música empiece a parecerme un poco menos patética.
Gabe asintió.
—Sí, el oído no perdona. Debí haberme traído el iPod.
—Me gustaría saber dónde está Clara. ¿Existe alguna ley femenina que les exija
pasarse un tanto por ciento de la noche reunidas en el cuarto de baño?
—Así es. Y quienes no la cumplen se arriesgan a sufrir castigos ejemplares.
Bryan soltó una carcajada, pero fue momentánea. La sonrisa se le desvaneció, y
estuvo un rato jugueteando con la corbata.
—En cuanto a Clara... —dijo
—No tienes por qué decir nada —afirmó Gabe—. Es una chica estupenda. Estáis
hechos el uno para el otro. Estaría ciego si no lo viera.
—¿Seguro que no te importa?
—Te dije que la invitaras a venir contigo al baile, ¿no?
—Sí, me lo dijiste. Sir Galahad se anota otro tanto. Pero ahora en serio, tío, ¿es que
tú nunca piensas en ti y sólo en ti?
—Claro, de vez en cuando. Oye, pero hablando de Clara... Más te vale que se lo
pase muy bien esta noche o tendré que romperte la nariz —Gabe sonrió—. Ella y yo
todavía somos buenos amigos, así que no creas que no voy a llamarla para
preguntarle qué tal.
Bryan suspiró, pero, de pronto, notó un nudo en la garganta. Si Gabe Christensen
pretendía romperle la nariz, no le iba a costar demasiado. A Gabe no le importaba
arañarse los nudillos o ganarse un borrón en su expediente si ello servía para
enderezar algo que, a su juicio, estaba torcido.
—Cuidaré de Clara —dijo Bryan, con la esperanza de que sus palabras no fuesen
interpretadas como un compromiso. Había algo de Gabe y sus penetrantes ojos azules
que le hacía sentirse... como si tuviera que dar lo mejor de sí mismo. De vez en
cuando, se le hacía irritante. Con gesto asqueado, Bryan vació el resto de lo que
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quedaba en el vaso sobre un musgo seco que adornaba la base de una higuera
artificial—. Si es que llega a salir del servicio.
—Buen chico —aprobó Gabe, pero la sonrisa se le aguó. Celeste y Heath habían
desaparecido entre la gente.
Gabe no sabía qué se debía hacer cuando a uno lo dejaban plantado en el baile de
fin de curso. ¿Cómo iba él a responsabilizarse de que ella llegara a su casa sana y
salva? Y ese Heath, ¿a qué se dedicaba?
De nuevo, Gabe se preguntó por qué había tenido que pedirle a Celeste que fuese
con él a la fiesta.
Era una chica muy guapa, espectacular. Cabello rubio platino —tan poblado y
suave que parecía pelusa—, ojos castaños y separados, y labios curvos y siempre
tocados por un leve rubor. Los labios no eran la única parte curva en ella. Con aquel
vestido ceñido y corto que se había puesto, hacía que Gabe perdiese la cabeza.
Sin embargo, él no se había fijado en ella por su aspecto. La razón había sido otra
muy distinta.
Una razón estúpida, por cierto, y vergonzosa. Gabe jamás se lo contaría a nadie,
pero lo cierto era que, de vez en cuando, percibía que una persona necesitaba ayuda.
Que lo necesitaba a él, en particular. Había notado aquella inexplicable sensación al
conocer a Celeste, como si, en algún lugar, bajo el inmaculado maquillaje, la
estilizada rubia estuviera escondiendo a una doncella en apuros.
Una razón muy estúpida y, obviamente, equivocada. En aquel momento, Celeste
no parecía necesitar la ayuda de Gabe.
Volvió a escudriñar la pista de baile sin distinguir su brillante cabellera y suspiró.
—Hola, Bry. ¿Me echabas de menos? —Clara, que llevaba el pelo, rizado y oscuro,
lleno de purpurina, se separó de un grupo, de chicas y se unió a ellos, junto a la
pared. El resto de sus amigas se dispersó—. ¿Qué pasa, Gabe? ¿Y Celeste?
Bryan le pasó un brazo por los hombros.
—Creí que te habías marchado —le dijo—. Imagino que tendré que cancelar la
noche loca que acabo de planear con...
El codo de Clara aterrizó sobre el vientre de Bryan.
—La señora Finkle —dijo Bryan para concluir, jadeante, señalando a la
vicedirectora, que vigilaba la estancia con ojos feroces desde la esquina más alejada
de los altavoces—. Íbamos a clasificar suspensos a la luz de las velas.
—¡Oye, pues por mí no te lo pierdas! Creo que he visto al entrenador Lauder junto
a las galletas. Tal vez me acerque a convencerle de que nos vayamos a hacer
flexiones.
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—O a lo mejor podríamos ir a bailar —sugirió Bryan.
—Claro. Eso tampoco estaría mal.
Riéndose y abrazados, ambos se marcharon hacia la pista de baile.
A Gabe lo alegró que Clara no esperase respuesta a la pregunta que le había
hecho. No habría sabido qué decirle, y eso le parecía un tanto embarazoso.
—Hola, Gabe. ¿Dónde está Celeste?
Gabe hizo una mueca y se dio la vuelta para encontrarse con Logan.
Por el momento, Logan también estaba solo. Tal vez se debía a que su pareja
también había ido a reunirse con sus amigas.
—Pues no lo sé —admitió Gabe—. ¿La has visto?
Logan apretó los labios durante un momento como si estuviese debatiéndose entre
hablar o callarse. En un gesto de nerviosismo, se pasó la mano por los oscuros
cabellos.
—Bueno, creo que sí. Pero no estoy muy seguro... Lleva un vestido blanco, ¿no?
—Sí. ¿Dónde está?
—Creo que la vi en la entrada. No podría asegurártelo. Costaba verle la cara...
Porque la cabeza de David Alvarado se la cubría por completo...
—¿David Alvarado? —exclamó Gabe, sorprendido—. ¿No te confundirás con
Heath McKenzie?
—¿Con Heath? Qué va. Era David, seguro.
Heath era un fornido defensa de fútbol americano, rubio y más bien pálido. David
apenas sobrepasaba el metro cincuenta de estatura, era moreno y tenía el cabello de
color negro. No había manera de confundirlos.
Logan sacudió la cabeza con pesar.
—Lo siento, Gabe. Menudo asco.
—No te preocupes.
—Al menos no estás solo en el club de los solteros —se lamentó Logan.
—¿En serio? ¿Qué ha ocurrido con tu pareja?
Logan se encogió de hombros.
—Está por ahí, en algún lugar de la fiesta, mirando con cara hosca a todo el
mundo. No quiere bailar, no quiere hablar, no quiere ponche, no quiere sacar fotos y
tampoco quiere estar conmigo —fue contando con los dedos cada una de aquellas
negativas—. Es que no entiendo por qué ha querido venir al baile conmigo.
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Probablemente, lo único que le apetecía era presumir de vestido, el cual, tengo que
reconocer, es el no va más.... Ojalá hubiera venido con otra persona.
Logan paseó una mirada soñadora por un grupo de chicas que bailaban entre ellas
en un área libre de hombres. Gabe tuvo la impresión de que Logan se fijaba en una
de ellas en particular.
—¿Qué tal con Libby?
Logan suspiró.
—No sé. Creo... creo que me habría dicho que sí si se lo hubiera pedido, pero...
Qué más da.
—¿Cómo se llama la chica con la que has venido?
—Es la nueva, Sheba. Es un poco temperamental, pero guapísima, casi exótica.
Cuando me insinuó que quería venir conmigo, me quedé tan pasmado que no pude
negarme. Pensé que ella sería... que nos lo pasaríamos... bien... —la voz de Logan fue
perdiéndose en dudas hasta cesar.
Lo que en realidad había pensado cuando Sheba le había ordenado, y no pedido,
que la acompañase a la fiesta no era algo de lo que pudiese hablar en voz alta, y mucho
menos con Gabe. Había muchas cosas que se volvían inapropiadas cuando
estaba en las cercanías de Gabe. Con Sheba sucedía justamente lo contrario. Cuando
había visto el enloquecedor vestido de cuero rojo que ella pensaba ponerse, se le
había llenado la cabeza de ideas que de ningún modo juzgaba inapropiadas si ella lo
miraba con aquellos ojos oscuros.
—Me parece que nunca he hablado con ella —dijo Gabe, interrumpiendo la breve
ensoñación de Logan.
—Si lo hubieras hecho, te acordarías.
Pero Sheba no había tardado mucho en olvidar a Logan una vez habían llegado a
la puerta, ¿no era cierto?
—Oye, ¿crees que Libby habrá venido sola? No me suena que nadie le haya
pedido...
—Eh, pues con Dylan.
—Ah —musitó Logan, cariacontecido. Luego, sonrió con desgana—. La noche es
lo bastante nefasta como para no torturarse con estos temas... ¿Pero no iban a traer a
un grupo de música? Ese pinchadiscos es...
—Tienes razón. Parece que nos estuviera castigando por nuestros pecados —juzgó
Gabe, y profirió una carcajada.
—¿Pecados? ¿Pero qué pecados puedes haber cometido tú, Galahad el Puro?
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—¿Me tomas el pelo? Por poco me expulsan y me quedo sin permiso para estar
aquí esta noche —claro que, vistas las cosas, Gabe no acababa de ver en qué medida
le favorecía encontrarse allí—. He tenido mucha suerte.
—El señor Reese se lo merecía. Nadie lo duda.
—Sí, cierto —dijo Gabe, tensándose de pronto. En el instituto, todos recelaban del
señor Reese, pero poco pudieron hacer hasta que el profesor de Matemáticas cruzó
una línea que no debía haber cruzado. Los de los últimos cursos también conocían
bien al señor Reese y, sin embargo, Gabe no iba a permitir que acorralara a aquella
novata de primer año... Con todo, noquear a un profesor era un poco radical. Seguro
que podía haber solventado la situación de un modo mejor. De todas maneras, sus
padres, como siempre, le habían prestado su ayuda.
—Podríamos irnos, si te apetece —dijo Logan, interrumpiendo sus pensamientos.
—Ya, pero no querría que Celeste se quedase sin que nadie la acompañe a casa...
—Mira, Gabe, esa tía no es tu tipo —«es perversa, una fulana en toda regla»,
podría haber añadido Logan, pero aquélla no era la clase de palabras que decir
cuando se estaba en compañía de Gabe—. Ya la acompañará el tío que le está
metiendo la lengua hasta la garganta.
Gabe suspiró y meneó la cabeza.
—Esperaré hasta que sepa que no hay problema.
Logan soltó un bufido.
—Es increíble que se lo hayas pedido justo a ella. Vale, ¿y si nos escapamos un
rato para ir a buscar un par de discos decentes? Luego podríamos secuestrar ese
montón de basura con el que el pinchadiscos nos está castigando...
—Bien pensado. Me pregunto qué opinará el conductor de la limusina sobre un
viajecito extra...
Logan y Gabe acabaron por enzarzarse en una discusión sobre cuáles eran los
mejores discos a escoger —los cinco primeros eran evidentes, pero de ahí en adelante
la lista se volvía subjetiva— y, mientras duró, pasaron un rato muy divertido.
Tenía gracia que, mientras bromeaban sobre el tema, Gabe tuviera la impresión de
que ellos eran los únicos que se lo estaban pasando bien. El resto de la gente que ocupaba
la sala tenía aspecto de estar irritada por algo. Y en la esquina, junto a las
galletas rancias, parecía que una chica estaba llorando. ¿No era Evie Hess? Y otra
chica, Úrsula Tatum, tenía los ojos enrojecidos y el maquillaje corrido. Quizá el
ponche y la música no eran las únicas cosas repugnantes en aquella fiesta. Clara y
Bryan parecían felices, pero, a excepción de ellos dos, de Logan y de Gabe —teniendo
en cuenta que estos últimos habían sido humillados y rechazados hacía muy poco—,
el resto del personal no estaba pasando un buen rato.
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Menos perspicaz que Gabe, Logan no captó la negatividad que reinaba en el
ambiente hasta que Libby y Dylan comenzaron a discutir. Libby salió de la pista de
baile a grandes trancos, y entonces se dio cuenta.
Logan se revolvió, intranquilo, y fijó la vista en Libby, que se alejaba.
—Oye, Gabe, ¿te importa si te dejo?
—Para nada. Adelante.
Logan salió corriendo tras ella.
Gabe se quedó sin saber qué hacer. ¿Debía buscar a Celeste y preguntarle si no le
importaba que se marchase? Sin embargo, lo incomodaba la idea de interrumpirla
por el único motivo de hacerle aquella pregunta.
Decidió ir a por otra botella de agua y buscar el rincón más tranquilo de la sala en
el que poder sentarse a esperar a que la noche se arrastrara hasta su final.
Y entonces, mientras iba en busca de aquel rincón tranquilo, Gabe notó de nuevo
aquella sensación extraña, pero con una intensidad que desconocía. Era como si
alguien se estuviese ahogando en aguas tenebrosas y le estuviese pidiendo ayuda a
gritos. Frenético, miró alrededor con la intención de discernir la procedencia de la
llamada. La viveza y la urgencia de su angustia lo abrumaban. No se parecía a nada
que hubiera sentido hasta entonces.
Por un momento, fijó la mirada en una chica... en su espalda, que se alejaba de él.
La chica tenía el cabello oscuro y brillante, con un brillo de lentejuelas. Llevaba un
espectacular vestido largo del color de las llamas. Mientras Gabe observaba, sus
pendientes emitieron un destello rojo.
Casi sin proponérselo, Gabe fue tras ella, atraído por el aura de necesidad que
captaba a su alrededor. Ella se volvió a medias, y Gabe pudo divisar una palidez
singular, un perfil aguileño —labios carnosos de marfil y cejas oscuras e inclinadas—,
que quedó oculto en cuanto la chica transpuso la puerta del baño de mujeres.
Gabe tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no seguirla hasta aquel
territorio, para él, vedado. Notaba que el anhelo de ella lo succionaba como si fuera
un pozo de arenas movedizas. Se apoyó en la pared en la que se abría la puerta del
baño, se abrazó el pecho con fuerza y trató de convencerse de que debía aguardar a
que la chica saliera. Aquel insano instinto suyo era un desvarío. ¿No era Celeste
suficiente prueba de ello? No era más que un producto de su imaginación. Tal vez
debía marcharse de allí sin perder un minuto.
Pero Gabe no fue capaz de alejar los pies ni siquiera un paso más allá de aquel
lugar.
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A pesar de que la chica, tacones de aguja incluidos, medía poco más de un metro
cincuenta, había algo en su figura —estilizada y envarada como un florete de esgrima—
que la hacía parecer más alta.
No obstante, las paradojas iban más allá de la altura: el oscuro de los cabellos que
contrastaba con la lividez de la piel, la delicadeza y la rudeza de las facciones,
pequeñas y afiladas, y las fuerzas de atracción y de repulsión que emanaban de las
hipnotizadoras ondulaciones que trazaba su cuerpo y de la hostilidad abierta que
caracterizaba su expresión.
Sólo había una cosa que no caía en la ambigüedad. Su vestido, sin duda, era una
obra de arte: unas lenguas brillantes y rojas de cuero incendiado que le descubrían
los hombros, lamían sus sinuosas curvas y acababan besando el suelo. Mientras
cruzaba la pista de baile, muchos pares de ojos femeninos la siguieron con envidia, y
muchos pares de ojos masculinos, con deseo.
Pero a su paso también se producía otro fenómeno: mientras la chica del vestido
explosivo rodeaba a quienes estaban bailando, se producían súbitos y mínimos estallidos
de horror, dolor y vergüenza, formando remolinos que sólo podían deberse a
una coincidencia. Un tacón alto se rompía y el talón que se apoyaba en él se doblaba.
Un vestido de satén se descosía por la costura hasta la altura de la cintura. Una
lentilla se caía y se perdía en la mugre del suelo. Una cinta de un sujetador se partía
en dos y ocasionaba un desaguisado. Una cartera se caía de un bolsillo. Un calambre
inesperado anunciaba una temprana llegada de la regla. Un collar prestado se
convertía en una lluvia de cuentas que se diseminaban por el suelo.
Y todo era así: desastres leves en torno a los que giraban pequeños círculos de
desgracia.
La chica pálida de cabello oscuro sonrió para sí misma como si, de algún modo,
pudiese sentir los destrozos que provocaba y disfrutara con ellos... y tal vez, también,
como si los saborease, pues se pasó la lengua por los labios en señal de satisfacción.
Tras lo cual frunció el ceño, y unas arrugas reconcentradas le surcaron la frente. La
única persona que la estaba observando vio un extraño resplandor rojizo junto a los
lóbulos de sus orejas, como de chispas rojas que salieran despedidas. En ese
momento, todo el mundo se volvió para mirar a Brody Farrow, quien se asía el brazo
y gritaba de dolor; se había dislocado el hombro con el mero movimiento del baile.
La chica del vestido rojo sonrió excesivamente.
Taconeando sobre las baldosas del suelo, recorrió el vestíbulo hasta llegar al
cuarto de baño de señoras. La siguieron débiles lamentos de dolor y desazón.
En el interior del baño, un puñado de chicas revoloteaban frente a los espejos que
cubrían la pared hasta el suelo. Sólo tuvieron un momento para quedarse boquiabiertas
ante el despampanante vestido y para advertir que la menuda chica que
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lo llevaba tiritaba por un momento, pese al asfixiante y viciado calor de la estancia,
antes de que el caos subsiguiente las distrajera. Comenzó por Emma Roland, quien se
clavó en el ojo el cepillo del rímel. Con la impresión, hizo un aspaviento y derribó el
vaso de ponche que Bethany Crandall tenía en la mano, y el líquido empapó a
Bethany y alcanzó otros tres vestidos en los lugares menos indicados. La temperatura
del ambiente se elevó de pronto cuando una de las chicas —que lucía una
ignominiosa mancha verdosa que le cruzaba el pecho— acusó a Bethany de haberle
tirado el ponche encima a propósito.
La chica pálida de cabello oscuro se limitó a sonreír ante la pelea que se fraguaba,
tras lo cual caminó hasta el excusado más alejado y cerró la puerta.
No aprovechaba la intimidad de un modo convencional. En lugar de ello, sin
miedo a la escasa esterilización del medio en que se hallaba, la chica apoyó la frente
en la pared de metal y cerró los ojos con fuerza. Sus manos, apretadas en pequeños y
tenaces puños, también descansaron sobre el metal, como buscando soporte.
Si alguna de las chicas que se encontraban en el cuarto de baño de señoras hubiese
estado atenta, se habría preguntado qué era lo que provocaba el resplandor rojizo
que se filtraba por la rendija abierta entre la puerta y la pared. Pero todas ellas tenían
la cabeza puesta en otra cosa.
La chica del vestido rojo apretó las mandíbulas con fuerza. De entre ellas brotó un
borbotón ardiente e incendiado que dejó unas marcas oscuras en la delgada capa de
pintura que protegía la pared de metal. Empezó a resollar, luchando contra un peso
invisible, y el fuego, avivándose, envió gruesos dedos rojos a estrellarse contra la fría
superficie de la pared. Las llamas le envolvieron el cabello, pero no le quemaron los
suaves y oscuros mechones. Un humo tenue, a modo de jirones, empezó a salirle por
la nariz y los oídos.
Y, al fin, sus oídos expulsaron una lluvia de chispas cuando ella pronunció entre
dientes una única palabra:
—Melissa.
En la atestada pista de baile, Melissa Harris levantó la vista con aire distraído. ¿Era
que alguien acababa de llamarla? No encontró a nadie que estuviese lo bastante cerca
como para ser dueño de aquella voz susurrante. Sería cosa de su imaginación.
Melissa devolvió la vista a su pareja y trató de concentrarse en lo que ésta le estaba
diciendo.
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Se preguntó por qué había aceptado ir al baile con Cooper Silverdale. No era su
tipo; un chico menudo, consumido por los aires que se daba, con demasiado por demostrar.
No había dejado de hablar en toda la noche, sobre su familia y sus
posesiones, y Melissa estaba cansada de ello.
Otro susurro captó la atención de Melissa, que se dio la vuelta.
Allá, demasiado alejado para que la voz procediera de él, Tyson Bell la estaba
mirando a los ojos mientras bailaba con otra chica. Estremeciéndose, Melissa bajó la
vista de inmediato e intentó no adivinar con quién estaba Tyson y, sobre todo, no
mirar.
Se acercó más a Cooper. Era aburrido y superficial, sí, pero mejor que Tyson.
Cualquiera era mejor que Tyson.
«¿Ah, sí? ¿En serio crees que Cooper es la mejor opción?» Las preguntas se
abrieron paso por entre los pensamientos de Melissa como si provinieran de una
persona ajena. Sin querer, alzó la mirada y se encontró con las pestañas pobladas y
los ojos oscuros de Tyson. Continuaba observándola.
Pues claro que Cooper era mejor que Tyson, y que el segundo fuese muy guapo no
tenía nada que ver. El atractivo físico no era más que parte de la engañifa.
Cooper perseveraba en su cháchara, atragantándose con las palabras en un vano
intento por ganarse el interés de Melissa.
«Cooper pertenece a una liga inferior a la tuya», le susurró la voz. Melissa sacudió
la cabeza, avergonzada por pensar de aquel modo tan vanidoso. Cooper era tan
bueno como cualquiera, tan válido como ella misma.
«No tanto como Tyson. Recuerda cómo era...»
Melissa intentó sacarse de la mente aquellas imágenes: los cálidos ojos de Tyson,
llenos de añoranza... sus manos, rugosas y dulces, recorriéndole la piel... su voz
vibrante, que hacía que las palabras cotidianas se transformaran en poesía... el modo
en que le hervía la sangre cada vez que él le besaba los dedos...
Sintió que el corazón se le descompasaba de deseo.
Deliberadamente, Melissa convocó otros recuerdos para combatir aquellas
imágenes intempestivas. El puño brutal de Tyson estrellándosele en la cara de
repente, los puntos negros nublándole la mirada, el suelo al que se aferró con las
manos, el vómito obstruyéndole la garganta, el dolor agudo que le recorrió todo el
cuerpo...
«Lo sintió muchísimo. Lo sintió de verdad. Te lo prometió. Nunca más.» La
imagen de los ojos color café de Tyson anegados en lágrimas se le instaló en la cabeza
sin que ella lo pretendiera.
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Meditabunda, Melissa buscó a Tyson con la mirada. Allí estaba, escrutándola.
Tenía la frente arrugada y las cejas crispadas, contraídas por el pesar...
Melisa sufrió un nuevo estremecimiento.
—¿Tienes frío? ¿Quieres mi...? —Cooper se desembarazó de la chaqueta de su
esmoquin y de pronto, azorándose, se quedó paralizado—. No puedes tener frío.
Aquí hace un calor espantoso —dijo sin mucha convicción, volviendo a enfundarse la
chaqueta.
—Estoy bien —le aseguró Melissa. Se obligó a observar tan sólo la aniñada y
amarillenta cara de Cooper.
—Este lugar apesta —lamentó Cooper, y Melissa asintió, feliz por la coincidencia
de sus opiniones—. Podríamos ir al club de campo de mi padre. El restaurante es excelente,
o sea que si te apetece un postre, es el lugar indicado. No tendremos que
esperar por la mesa. En cuanto oigan mi nombre...
Melissa volvió a perder la concentración.
«¿Por qué estoy aquí con este petimetre enano? —le dijo la extraña voz de sus
pensamientos, que, curiosamente, era la suya propia—. Es un pelele. ¿Qué más da
que no haya matado una mosca en su vida? ¿Es que la seguridad es lo único que el
amor puede ofrecer? No siento esa necesidad en el vientre al ver a Cooper que si
siento junto a Tyson... No debo mentirme a mí misma. Todavía quiero estar con él. Sí,
quiero estar con él. ¿No es eso amor?»
Melissa deseó no haber bebido tanto de aquel ponche infame y aguardentoso. No
le permitía pensar con claridad.
Vio cómo Tyson dejaba a su pareja plantada y atravesaba la pista de baile hasta
situarse a su lado; allí lo tenía, al perfecto modelo de héroe de los deportes, ancho de
hombros y viril. Le pareció que Cooper, todavía allí, se volvía invisible.
—Melissa —le dijo Tyson con voz melosa mientras la aflicción le retorcía las
facciones—. Melissa, por favor —ignorando las quejas que Cooper farfullaba, alargó
una mano hacia ella.
«Sí, sí, sí, sí», gritaba la voz en su cabeza.
La invadieron un millar de recuerdos lujuriosos, y su mente, confusa, capituló.
Titubeante, Melissa asintió.
Tyson sonrió, aliviado, jubiloso, y, tras hacer a Cooper a un lado, la abrazó.
Era tan sencillo dejarse llevar por él. Melissa sintió que la sangre, ardiente, le
recorría las venas a gran velocidad.
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—¡Sí! —siseó la chica pálida de cabello oscuro, oculta en el excusado, y una lengua
viperina de fuego le tiñó la cara de rojo. Las crepitaciones de la combustión
generaban un fragor que cualquiera habría oído de no ser por las irritadas voces que
disputaban en el cuarto de baño.
Las llamas remitieron, y la chica inhaló una bocanada de aire. Se le agitaron los
párpados por un instante, y después cerró los ojos. Apretó los puños con tal fuerza
que la piel se le tensó casi hasta rasgársele en la zona de los nudillos. Su esbelta
figura comenzó a temblar, como si estuviese acarreando una montaña. La tensión, la
determinación y la expectación formaban a su alrededor un halo casi visible.
Cualquiera que fuese el cometido que se había propuesto, saltaba a la vista que
llevarlo a cabo era cuestión de suma importancia.
—Cooper —siseó, y el fuego se le asomó por la boca, la nariz y los oídos. Tenía el
rostro bañado en llamas.
«Como si fueras insignificante. Como si fueras invisible. ¡Como si no existieses!»
Cooper vibraba de furia, y las palabras que sonaban en su cabeza alimentaron su
rabia, la llevaron al extremo.
Automáticamente, se llevó una mano hacia el bulto que ocultaba en la chaqueta,
en la zona de la espalda. La impresión de contemplar la pistola desvirtuó su ira y lo
hizo parpadear, como si acabara de despertarse de un mal sueño.
El vello del cuello se le erizó. ¿Qué estaba haciendo en la fiesta con un arma?
¿Estaba loco?
Aquello era una barbaridad, pero, por otra parte, ¿qué otra cosa podía hacer si
Warren Beeds le había dicho que era un fanfarrón descerebrado? Vale, quedaba claro
que el sistema de seguridad del instituto era un chiste, que cualquiera podría colarse
llevando lo que le viniese en gana. Lo había demostrado, ¿no? Sin embargo, ¿valía la
pena tener aquella pistola en el baile por la sencilla razón de poder enseñársela a
Warren Beeds?
Observó a Melissa. Tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el hombro de
aquel forzudo imbécil. ¿Es que se había olvidado de él de golpe y porrazo?
La furia volvió a revolvérsele en las entrañas, y se llevó las manos a la espalda.
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Esta vez, Cooper sacudió la cabeza con vigor. Qué locura. No había traído la
pistola para aquello... Era tan sólo una broma, una travesura.
«Pero mira a Tyson. ¡Mira esa sonrisa de superioridad, de engreimiento que le
cruza la cara! ¿Quién se habrá creído que es? ¡Si su padre no es más que un jardinero
sobrevalorado! Se confía creyendo que no voy a hacer nada ante el hecho de que me
haya robado la pareja. Ni siquiera se acuerda de que ella vino conmigo. Y si se
acordara, tampoco le importaría. Y Melissa; Melissa ha olvidado que existo.»
Cooper apretó las mandíbulas, presa del resentimiento. Imaginó cómo
desaparecería la mueca de superioridad de la cara de Tyson, cómo se transformaría
en miedo y terror en cuanto se enfrentase al cañón de la pistola.
Pero, como si recibiera una bofetada, Cooper volvió a la realidad.
«Ponche. Me hace falta más ponche. Es barato y malo, pero por lo menos es fuerte.
Después de unos buenos tragos de ponche, tomaré una decisión.»
Inhalando aire para recomponerse, Cooper se encaminó a la mesa en la que se
servían las bebidas.
Contrariada, la chica de cabello oscuro, en el cuarto de baño, frunció el ceño y
sacudió la cabeza. Respiró hondo unas cuantas veces y, luego, con voz gutural,
susurró:
—Hay tiempo de sobra. Un poco más de alcohol que le nuble la mente, que se
apodere de su voluntad... Paciencia. Hay muchos otros a los que prestarles atención,
multitud de detalles que aguardan su turno...
Apretó las mandíbulas y pestañeó de nuevo, varias veces, durante largo rato.
—Primero, Matt y Louisa, y después, Bryan y Clara —se dijo, como si estuviera
elaborando una lista—. ¡Ah, y luego ese entrometido, Gabe! ¿Por qué aún no sufre?
—volvió a tomar aire—. Es momento de que mi pequeña ayudante vuelva al trabajo.
Se apretó las sienes con los puños y cerró los ojos.
—Celeste —masculló.
La voz que le invadió la cabeza a Celeste era conocida, casi deseada. Últimamente,
sus mejores ocurrencias llegaban por aquella vía.
«Mira qué cómodos están Matt y Louisa.»
Antología Noches de baile en le infierno
~160~
Celeste le dedicó una sonrisa a la pareja en cuestión.
«Se lo pasan bien, ¿verdad? Ahora, ¿es eso justo?»
—Debo irme... —intentando recordar su nombre, Celeste escudriñó el rostro de
quien estaba con ella—... Derek.
Los dedos del chico, que le ascendían por las costillas, se quedaron paralizados.
—Ha estado bien —le aseguró Celeste, frotándose los labios con el dorso de la
mano como para borrar cualquier rastro que hubiera podido quedar de él. Se apartó.
—Pero Celeste... Yo creía que...
—Ya, hasta luego.
Celeste se dirigió hacia Matt Franklin y su chica, aquel ratoncillo de nombre
prescindible, con una sonrisa tan afilada como una hoja de afeitar. Durante un
segundo, se acordó de su pareja oficial para el baile —el casto y puro Gabe
Christensen— y le entraron ganas de reír. ¡Qué bien se lo debía de estar pasando
aquella noche! La humillación a que lo estaba sometiendo hacía que valiese la pena
que hubiera ido a la fiesta con él, si bien no acababa de ver el motivo que la había
llevado a decirle que sí. Celeste sacudió la cabeza para desprenderse de aquel
recuerdo exasperante. Gabe la había mirado con aquellos ojos azules e inocentes y —
durante unos treinta segundos— ella había querido decirle que sí. Había querido
acercársele. En aquel breve instante, había barajado la posibilidad de aplazar sus
refinados planes y dedicarse a pasar un rato agradable con un chico agradable.
¡Uf! Cuánto se alegraba de haber rechazado aquel horrible pensamiento bonachón.
Celeste se lo estaba pasando como nunca. Le había estropeado la noche a la mitad de
las chicas que estaban en la sala y había logrado que la mitad de los chicos se
pelearan por ella. Los hombres eran todos iguales, y además eran todos para ella, sus
conquistas. Había llegado el momento de que el resto de chicas se dieran cuenta de
ello. ¡Aquella estrategia de dominación general de la fiesta había sido una verdadera
genialidad!
—Hola, Matt —saludó Celeste con voz zalamera, dándole una palmadita en el
hombro.
—Ah, hola —respondió Matt, mirándola con expresión confusa.
—¿Te importa si te rapto un momento? —le preguntó Celeste, aleteando con las
pestañas y echando los hombros hacia atrás para que las luces le iluminaran las
clavículas—. Hay algo que... quiero enseñarte —Celeste se lamió los labios.
—Ah —Matt tragó saliva, visiblemente conmocionado.
Celeste notó que los ojos del chico con el que acababa de estar se le clavaban en la
espalda, entre otras cosas, adivinó, porque Matt era su mejor amigo. Ahogó una
risita. Más que perfecto.
Antología Noches de baile en le infierno
~161~
—¿Matt? —intervino la chica que lo acompañaba con voz herida al ver que él le
soltaba la cintura.
—Será sólo un segundo... Louisa.
¡Ja, ja! ¡Ni siquiera él se acordaba del nombre del ratoncillo! Celeste aprovechó
para deslumbrarlo con su sonrisa.
—¿Matt? —insistió Louisa, estupefacta y dolida, mientras Matt tomaba de la mano
a Celeste y la seguía hacia el centro de la pista de baile.
El excusado de la esquina del cuarto de baño se había quedado a oscuras. La chica
que lo ocupaba estaba apoyada en la pared, esperando mientras recuperaba el
aliento. A pesar de lo caldeado del ambiente, la chica estaba temblando.
La disputa entre chicas se había acabado y había entrado una nueva remesa, que
estaba en aquel momento frente al espejo, repasándose el maquillaje.
La chica del vestido rojo se recompuso un poco y, luego, un nuevo chispazo rojo
brilló junto a sus orejas. Quienes estaban frente al espejo se volvieron para mirar la
puerta del baño, pero la chica del vestido rojo salió del excusado y, sin que nadie lo
notara, se escabulló por una ventana. Ellas continuaron observando la puerta, a la
espera del sonido que las había hecho darse la vuelta.
La pegajosa y húmeda noche de Miami era tan desagradable como el clima del
infierno. Vestida con su grueso vestido de cuero, la chica sonrió con alivio y se frotó
los brazos.
Se permitió relajar el cuerpo apoyándose en un contenedor de basuras cercano, y
se asomó por la abertura superior, de la que procedía un olor pestífero a comida
podrida. Cerró los ojos, inhaló aquel aire con energía y recuperó la sonrisa.
Otro olor, aún más corrupto, semejante al de la carne rancia y requemada o
todavía peor, surgió en medio de aquella sofocante atmósfera. Con una sonrisa más
amplia, la chica respiró aquel nuevo aroma como si se tratara del perfume más
preciado.
Y, después, abrió los ojos y el cuerpo se le quedó tenso y recto.
Una risita se elevó desde la oscuridad aterciopelada.
—¿Añorando el hogar, Sheeb? —inquirió una voz femenina.
La chica, viendo aparecer a quien acababa de hablar, gruñó. Se trataba de una
mujer hermosísima, de cabello oscuro, que parecía ir ataviada con una especie de
Antología Noches de baile en le infierno
~162~
niebla oscura que giraba perezosamente alrededor. No era posible verle los pies ni
las piernas... tal vez porque no tuviese. En su frente prorrumpían dos pequeños y
pulidos cuernos de ónice.
—Chex Jezebel aut Baal-Malphus —ladró la chica del vestido rojo—. ¿Qué estás
haciendo aquí?
—¿Tan formal te pones, hermanita?
—¿A mí qué me importan las hermanas?
—Comprendo. Somos miles y miles las que compartimos ese mismo parentesco...
Un ejército difícil de manejar. Mira, si te contentas con llamarme Jez, yo resumiré el
Chex Sheba aut Baal-Malphus y te llamaré Sheeb.
Burlona, Sheba bufó.
—Creí que te habían asignado a Nueva York.
—Sí, pero me estoy tomando un descanso... como tú, por lo que veo —Jezebel
señaló el lugar en el que estaba Sheba—. Nueva York es fabulosa, casi tan perversa
como el mismo infierno, por si te interesa, pero incluso los asesinos se van a dormir
de vez en cuando. Estaba aburrida, así que he venido a ver si os lo estabais pasando
bien en la fiesssta —profirió una carcajada. La niebla oscura la rodeaba bailando.
Sheba frunció el ceño, pero guardó silencio.
Inquieta, había vuelto a concentrarse en los confiados adolescentes que se
encontraban en el interior de la sala de baile del hotel. Buscaba interferencias. ¿No
habría venido Jezebel a entorpecerle sus propósitos? La mayoría de las diablesas se
alejaban kilómetros de su camino por la única razón de molestar a una competidora
de menor envergadura, hasta el punto de que, a veces, con tal de fastidiar, llevaban a
cabo buenas acciones. Hacía una década, Balan Lilith Hadad aut Hamon se había
hecho pasar por un ser humano para introducirse en uno de los institutos a cargo de
Sheba. Esta había comenzado a notar, extrañada, que todas sus perversas
maquinaciones acababan en un final feliz. Luego, al descubrir lo que sucedía, se
había quedado pasmada ante la audacia de Lilith, quien había orquestado tres casos
distintos de amor verdadero simplemente para que la descendieran de categoría. Por
suerte, Sheba había logrado sacarse de la manga una buena traición que, a última
hora, se había llevado por delante dos de los enamoramientos. Sheba tomó aire.
Entonces, ¡había estado muy cerca de volver al instituto de diablesas!
Sheba le hizo una mueca a la voluptuosa diablesa que tenía frente a sí, flotando. Si
tuviese un trabajo tan fantástico como el de Jezebel —¡era una diablesa homicida, casi
lo mejor a lo que se podía aspirar!—, Sheba se limitaría al progreso del caos y se
olvidaría de aquellas trivialidades.
Antología Noches de baile en le infierno
~163~
Los pensamientos de Sheba, en busca de traiciones, se retorcían como un humo
invisible por entre la gente que bailaba en la sala. Pero todo marchaba como debía.
La desgracia estaba alcanzando nuevas cotas. El sabor de la infelicidad humana le
llenaba la mente. Delicioso.
Sabedora de las actividades de Sheba, Jezebel soltó una risa sofocada.
—Tranquila —le recomendó Jezebel—. No he venido para causarte problemas.
Sheba bufó. Pues claro que había venido a causarle problemas. A eso se dedicaban
las diablesas.
—Bonito vestido —juzgó Jezebel—. Piel de sabueso del infierno. No hay nada
mejor para incitar a la lujuria y a la envidia.
—Sé cómo hacer mi trabajo.
Jezebel volvió a reírse y Sheba, guiada por su instinto, se inclinó para recoger el
sabor sulfuroso del aliento de la visitante.
—Pobre Sheeb, todavía anclada a un cuerpo semihumano —se mofó Jezebel—.
Recuerdo lo bien que huele todo. Repulsivo. ¡Y sobre todo la temperatura! ¿Es que
los seres humanos tienen que congelarlo todo con el maldito aire acondicionado?
La expresión de Sheba se había tornado sobria y relajada.
—Ya. Hay muchas desgracias que quedan por provocar.
—¡Ése es el espíritu que se debe tener! Con sólo unos cuantos siglos más de
experiencia, estarás a mi altura, pasándotelo en grande.
Sheba sonrió con satisfacción.
—O tal vez no falte tanto.
Jezebel alzó una ceja, que se elevó sobre su lívida frente hasta rozar uno de los
cuernos.
—¿Pero qué me dices? ¿Te guardas en la manga algo particularmente maligno,
hermanita?
Sheba calló y se volvió a tensar al percibir que Jezebel estaba enviando sus propios
pensamientos hacia la fiesta que tenía lugar en el interior del hotel. Preparándose
para devolver el golpe si Jezebel hacía ademán de deshacer alguno de sus entuertos,
Sheba apretó la mandíbula. Sin embargo, Jezebel se limitó a mirarlo todo sin tocar
nada.
—Mmm —murmuró Jezebel—. Mmm.
Sheba cerró las manos cuando la inspección de Jezebel se acercó a Cooper
Silverdale, pero, una vez más, aquella hermana suya se contentaba con observar.
Antología Noches de baile en le infierno
~164~
—Bien, bien —murmuró Jezebel—. ¡Vaya! Tengo que admitirlo, Sheeb: estoy
impresionada. Has introducido una pistola, nada menos. Y una mano, tan colmada
de motivos como de alcohol, ¡que debilitará el juicio de ese desdichado! —la diablesa
más vieja sonrió con algo parecido a la franqueza—. Esto sí que es perverso. Es decir,
una diablesa media dedicada a homicidios, alborotos o disturbios podría montar algo
parecido en una fiesta de estas características, ¿pero una niña medio humana que
trabaja en desgracias? Increíble. ¿Cuántos años tienes? ¿Doscientos, trescientos?
—Ciento ochenta y seis —repuso Sheba, todavía recelosa.
Jezebel sacó una lengua de fuego por entre los labios.
—Estoy impresionada, insisto. Ya veo que no desatiendes lo que se te encomienda.
Tienes ahí a una muchedumbre desgraciada —Jezebel se rió—. Has acabado casi con
todas las relaciones prometedoras, has roto varias docenas de amistades largas, has
creado nuevas enemistades... y tres, cuatro, cinco, nada menos, cinco peleas
avecinándose —enumeró Jezebel, con la mente puesta en la fiesta—. ¡Incluso el
pinchadiscos está bajo tu influencia! Eso es cuidar los detalles, desde luego. Puedo
contar con los dedos de la mano a los miserables que aún no lo son del todo.
Sheba sonrió con sorna.
—Ya les llegará su turno.
—Horrendo, Sheeb. Infame de verdad. Eres un orgullo para las de nuestra estirpe.
Si todas las fiestas de instituto tuviesen a una diablesa como tú, el mundo sería
nuestro.
—Vaya, Jez, vas a hacer que me sonroje —ironizó Sheba.
Jezebel soltó una risotada.
—Claro que tienes un poco de ayuda, ¿verdad?
Los pensamientos de Jezebel rodearon a Celeste, que acababa de arrinconar a otro
chico más. Las chicas plantadas lloraban y, entretanto, los chicos a los que Celeste se
había quitado de en medio cerraban los puños y le lanzaban miradas iracundas a sus
competidores. Ardiendo de lujuria, todos y cada uno habían resuelto que Celeste
acabaría la noche junto a ellos y no con los demás.
Aquella noche, Celeste estaba encargándose de la mitad de la labor.
—Me sirvo de las herramientas que están a mi alcance —explicó Sheba.
—¡Qué nombre tan cargado de ironía! ¡Qué mente corrupta! ¿Pero es humana de
verdad?
—Me acerqué a ella al entrar, sólo para cerciorarme —admitió Sheba—. Huele a
humano, puro y auténtico. Horripilante.
Antología Noches de baile en le infierno
~165~
—Entiendo. Pues hubiera jurado que había un diablo entre sus ancestros. Todo un
hallazgo. Sin embargo, Sheba, ¿qué es eso de que te hayas citado con alguien? No es
muy profesional entablar contacto físico de esa manera.
Sheba alzó la barbilla en señal de agravio, pero no respondió. Jezebel tenía razón;
servirse de la forma humana en lugar de la mente diabólica era burdo y poco
fructífero. Aun así, lo único que importaba era el resultado. La puntual intervención
de Sheba había logrado que Logan no descubriese al amor de su vida.
—En fin, en cualquier caso, eso no disminuye la altura de tus logros —
contemporizó Jezebel—. Si terminas tu labor a este nivel, saldrás en los libros de
texto de las futuras generaciones de diablos.
—Gracias —respondió Sheba. ¿Acaso Jezebel pensaba que adulándola de aquel
modo lograría que bajase la guardia?
Jezebel sonrió, y los vapores que la rodeaban se torcieron por los bordes para
imitar su sonrisa.
—Sólo un consejo, Sheba. Mámenlos sumidos en la confusión. Si no logras que
Cooper apriete el gatillo, haz que alguno de esos pandilleros en potencia crea que le
están disparando —Jezebel estaba encandilada—. Percibo que esa fiesta es muy
proclive al alboroto. Si bien es cierto que enviarán a una diablesa de los motines si la
cosa se pone tensa, nadie podrá quitarte el honor de haber sido la que lo fraguó.
Sheba asintió, y las chispas relampaguearon junto a sus oídos. ¿Qué hacía Jezebel?
¿Dónde estaba la trampa? Recorrió con la mente una y otra vez a todos los que
participaban en la fiesta, pero no pudo encontrar ni rastro del sabor sulfuroso
característico de Jezebel. Allí sólo había desgracia, la que ella misma había causado, y
un puñado de focos de felicidad que pronto sofocaría.
—Me estás sirviendo de mucha ayuda, Jezebel —dijo Sheba con un tono
deliberadamente ofensivo.
Jezebel suspiró, y algo en el modo en que sus vapores se replegaron le dio aspecto
de estar... avergonzada. Por primera vez, Sheba tuvo dudas sobre las pretensiones de
Jezebel. Sin embargo, consideró que, por fuerza, tenían que ser malvadas. No podía
ser de otro modo tratándose de una diablesa.
Con expresión arrepentida, Jezebel le preguntó a media voz:
—¿Tanto te cuesta creer que a mí me interese que te asciendan?
—Sí.
Jezebel volvió a suspirar. Y, una vez más, la niebla que la vestía se retorció de
disgusto e hizo que Sheba titubease.
—¿Por qué? —inquirió Sheba—. ¿Por qué te interesas en mis asuntos?
Antología Noches de baile en le infierno
~166~
—Sé que está muy mal, o muy bien, según se mire, que yo te dé consejos que te
ayuden en tu trabajo. No es muy perverso de mi parte.
Sheba asintió con cautela.
—Forma parte de nuestro carácter natural la tendencia a ponerle la zancadilla a
todo el mundo, así se trate de diablos, humanos... e incluso ángeles, si se nos presenta
la oportunidad. El mal es nuestra meta. Desde luego, también nos vengamos, así nos
haya perjudicado la ofensa o no. No seríamos diablesas si no nos dejáramos guiar por
la envidia, la gula, la lujuria y la ira —Jezebel añadió a sus palabras una risita—.
Recuerdo que hace no sé cuantos años, Lilith estuvo a punto de lograr que bajaras
varios puestos en el escalafón, ¿verdad?
Acicateados por aquel recuerdo, los ojos de Sheba se incendiaron por un
momento.
—A punto.
—Lo supiste llevar con más eficacia que la mayoría. Eres una de las mejores de
entre las que se dedican a la desgracia, como ya sabes.
¿Volvían las adulaciones? Sheba se tensó.
Con un dedo, Jezebel hizo que sus vapores se elevaran y que luego trazasen
círculos en el cielo nocturno.
—Pero hay algo aún más importante, Sheba. Las diablesas como Lilith no ven más
allá del mal que tienen delante. Pero el mundo es muy grande y está plagado de seres
humanos que están constantemente tomando millones y millones de decisiones.
Nosotras podemos torcer una mínima parte de esas decisiones. Y, a veces, visto
desde mi perspectiva, da la impresión de que los ángeles nos aventajan...
—¡Jezebel! —protestó Sheba, fuera de sí—. Es nuestro bando el que va ganando.
Fíjate en las noticias de todos los días... Es evidente que los superamos.
—Lo sé, lo sé. Pero a pesar de todas las guerras y la destrucción... por alguna
extraña razón, Sheba, todavía queda por ahí demasiada felicidad. Cada vez que
convierto un atraco en un homicidio, hay un ángel del otro lado de la ciudad que
hace que un testigo salte sobre el atracador y lo detenga. ¡O que convence al
atracador para que deje la mala vida! ¡Bah! Perdemos terreno.
—Pero los ángeles son débiles, Jezebel. Todo el mundo lo sabe. Están tan llenos de
amor que no se pueden concentrar. En la mitad de las ocasiones, los muy frívolos se
enamoran de un ser humano y venden las alas a cambio de conseguir un cuerpo
humano en el que materializarse. ¡Qué necios! —Sheba examinó su propio cuerpo,
asqueada—. Nunca he comprendido la necesidad de llevar un cuerpo durante medio
milenio. Supongo que es sólo para torturarnos, ¿no? Los señores oscuros deben de
disfrutar viendo cómo nos retorcemos.
Antología Noches de baile en le infierno
~167~
—Su propósito es más elevado. Pretenden que aprendáis a odiar a los seres
humanos.
Sheba se la quedó mirando.
—¿Por qué me iba a hacer falta aprender? El odio es a lo que me dedico.
—A veces pasan cosas —repuso Jezebel—. Los ángeles no son los únicos que tiran
la toalla. También hay diablesas que han trocado sus cuernos por un humano.
—¡No! —en un principio sorprendida, Sheba pronto albergó sospechas—.
Exageras. Hay diablesas que de vez en cuando se arriman a algún humano, pero sólo
para atormentarlo. Se trata, simplemente, de un poco de diversión maligna.
Jezebel se estremeció y retorció los vapores hasta darles forma de ocho, pese a lo
cual guardó silencio. Eso hizo que Sheba creyera en lo que había dicho.
—¡Vaya! —exclamó Sheba tras tragar saliva.
Nunca lo habría imaginado. Reunir aquella malignidad deliciosa y tirarla por la
borda. Sacrificar un par de cuernos laboriosamente ganados —unos cuernos por los
que Sheba, en aquel momento, destruiría cualquier cosa— para quedarse encerrada
en un débil y mortal cuerpo humano.
Sheba le echó un fugaz vistazo a los refulgentes cuernos de ónice de Jezebel y
frunció el entrecejo.
—No me explico cómo es posible que alguien sea capaz de una cosa así.
—¿Te acuerdas de lo que has dicho sobre los ángeles? ¿Que el amor los distrae? —
le preguntó Jezebel—. Bueno, pues el odio también puede ser una distracción. Piensa
en Lilith y en sus buenos actos, cargados de malas intenciones. Tal vez sólo sea un
modo de meterse con las diablesas inferiores, pero ¿adonde puede llevarla? La virtud
corrompe.
—No comprendo de qué modo jugarle una mala pasada a otra diablesa puede
llevarte a ser tan estúpida como un ángel —murmuró Sheba.
—Sheba, no subestimes a los ángeles —la reprendió Jezebel—. Déjalos en paz, ¿me
oyes? Incluso una poderosa diablesa media como yo evita enzarzarse con uno de
esos pajarracos emplumados. Ellos respetan la distancia, y nosotras también
debemos respetarla. Deja que sean los Señores Diabólicos los que se encarguen de los
ángeles.
—Ya lo sé, Jezebel. No fui engendrada hace diez años.
—Lo siento. He vuelto a intentar ayudarte —Jezebel se estremeció—. ¡Es que á
veces me frustro tanto! ¡Con tanta bondad y luz como hay por todas partes!
Sheba sacudió la cabeza.
Antología Noches de baile en le infierno
~168~
—No estoy de acuerdo. Es la desgracia la que abunda.
—Igual que la felicidad, hermana. Está por doquier —repuso Jezebel con tristeza.
Se produjo un largo silencio. La pegajosa brisa se paseaba por la piel de Sheba.
Miami no era un infierno, pero, al menos, era confortable.
—¡No en mi fiesta! —sentenció Sheba, con súbita fiereza.
Jezebel sonrió, y sus dientes, negros como la noche, quedaron al descubierto.
—Ya lo comprendo, ya sé por qué quiero ayudarte. Nos hace tanta falta que haya
más diablesas como tú luciendo el mal. Necesitamos a las peores en primera fila.
Dejemos que las Lilith vayan con sus pequeñas travesuras al embrollo del infierno.
Pero que las Sheba se pongan de mi lado. Quiero a mil como Sheba. Así podremos
ganar la batalla de una vez por todas.
Sheba dedicó un rato a sopesar lo que acababa de oír.
—Eso que dices es perverso, pero de un modo extraño, hasta el punto de que
parece beneficioso.
—Sí, sé que es retorcido.
Ambas se rieron juntas por primera vez.
—En fin, vuelve a lo tuyo y destruye esa fiesta.
—Estoy en ello. Vete al infierno, Jezebel.
—Gracias, Sheeb. Lo mismo digo.
Jezebel le guiñó un ojo y luego sonrió hasta que los dientes parecieron cubrirle la
cara. Se evaporó en la noche.
Sheba se demoró en el sucio callejón hasta que el arrebatador aroma del azufre se
hubo disuelto del todo, y luego decidió que se había terminado el tiempo de
descansar. Animada por la posibilidad de unirse a la primera línea de diablesas,
Sheba volvió a toda prisa a atender sus desgracias.
La fiesta estaba en su momento álgido, y las piezas iban encajando una a una.
Celeste, muy metida en su perverso juego, estaba ganando muchos puntos. Se
adjudicaba un punto por cada chica que se iba a lloriquear a un rincón de la sala, y
dos por cada chico que le daba un puñetazo a su rival.
Antología Noches de baile en le infierno
~169~
Las semillas que Sheba había plantado crecían por toda la sala. El odio estaba
floreciendo y, con él, la lujuria, la ira y el desasosiego. Era un jardín venido del
infierno.
Sheba disfrutó de todo ello oculta tras el tiesto en el que se levantaba una palmera.
Ella no podía obligar a los humanos a que hiciesen algo en particular. Ellos
gozaban de libertad de elección desde su nacimiento, de modo que sólo podía
tentarlos, sugerirles. Había pequeñas cosas —tacones altos, costuras, músculos
menores— que sí podía manipular, pero su poder no bastaba para alterar el
funcionamiento de un cerebro. Sus víctimas debían optar por escuchar lo que les
insinuaba. Y aquella noche lo estaban escuchando.
Sheba estaba lanzada y no quería dejar cabos sueltos, así que antes de volver a su
proyecto más ambicioso —Cooper iba intoxicándose poco a poco y estaba casi preparado—
hizo que sus pensamientos recorrieran la estancia en busca de aquellas
pequeñas y exasperantes burbujas de felicidad que todavía resistían.
Nadie iba a salir de aquella fiesta sin un rasguño. No mientras a Sheba le quedase
una chispa en el cuerpo.
Allá... ¿Qué era aquello? Bryan Walker y Clara Hurst se miraban el uno al otro con
ojos soñadores, totalmente ajenos a la ira, el desasosiego y la pésima música que los
rodeaba, y dedicados a pasar el rato en buena compañía.
Sheba consideró las alternativas existentes y decidió que Celeste debía intervenir.
Aquella humana iba a disfrutarlo: nada mejor que hacer alarde de tu poder frente al
amor verdadero. Además, Celeste seguía a pies juntillas todas las indicaciones que le
sugería Sheba y podía adaptarse a cualquier plan diabólico.
Sheba continuó con su labor de análisis antes de pasar a la acción.
No muy lejos, descubrió que había cometido un error imperdonable. ¿No era
aquél su supuesta pareja, Logan, pasándoselo en grande? Imposible. Parecía que
había encontrado a la tal Libby y que ambos eran horrorosamente felices. En fin, no
iba a ser muy difícil rectificar aquel detalle. Iría a recuperar a su pareja y haría que
Libby se marchara corriendo a sollozar en una esquina. Sí, actuar de una manera tan
física no dejaba de ser poco profesional y burdo, pero, con todo, siempre era mejor
que permitir que la felicidad ganase la más mínima batalla.
La evaluación de Sheba llegaba a su fin. Sólo restaba un pequeño foco de paz, y,
para variar, no se trataba de una pareja, sino de un chico que pululaba por el extremo
opuesto de la sala. El insufrible Gabe Christensen.
Sheba frunció el ceño. ¿Y por qué tenía ése que estar feliz? Lo habían rechazado y
estaba solo. Su pareja era el azote de la fiesta. En sus circunstancias, cualquier chico
del montón estaría a rebosar de rabia y dolor. ¡Pero él insistía en hacerla trabajar!
Antología Noches de baile en le infierno
~170~
Sheba inspeccionó la mente de Gabe con mayor atención. Mmm. Lo suyo no era
verdadera felicidad. De hecho, en aquel momento estaba muy preocupado y buscaba
a alguien. Tenía a la vista a Celeste, quien se retorcía en compañía de Rob Carlton al
son de una canción lenta (Pamela Green asistía al espectáculo con estupefacción, y
era una delicia ver cómo su despecho se desparramaba alrededor), pero ella no era el
motivo de su turbación. Era otra la persona a la que buscaba.
Así que Gabe no era feliz, pero, no obstante, la felicidad no era el sentimiento que
estaba transgrediendo la atmósfera de desgracia que Sheba había creado. Se trataba,
muy al contrario, de la bondad que aquel chico exudaba. O incluso algo peor.
Sheba se agachó tras la palmera y continuó sumida en sus pensamientos.
Comenzó a salirle humo por la nariz.
—Gabe.
Gabe sacudió la cabeza con aire ausente y retomó la búsqueda.
Había estado esperando durante media hora, y había visto a multitud de chicas
salir del cuarto de baño, unas detrás de las otras. De vez en cuando sentía algo, pero
nada que se pareciera a la exasperada y vehemente necesidad de aquella chica en
particular.
Una vez que tres grupos de chicas distintos hubieron entrado y salido del baño,
Gabe detuvo a Jill Stein y le preguntó si sabía algo de ella.
—¿Cabello negro y vestido rojo? No, no he visto a nadie con ese aspecto. Además,
creo que el baño está vacío.
La chica debía de habérsele escapado.
Gabe volvió a la pista de baile, reflexionando sobre la joven misteriosa. Por lo
menos, Bryan y Clara, por una parte, y Logan y Libby, por la otra, se estaban
divirtiendo. Bien por ellos. En lo que concernía al resto, la noche parecía estar siendo
espantosa.
Y entonces, volvió a asaltarle aquella sensación. Sintiendo la desesperación que
había estado buscando, Gabe levantó la cabeza. ¿Dónde estaba ella?
Antología Noches de baile en le infierno
~171~
Frustrada, Sheba resopló. La mente de aquel chico estaba sobria y se resistía como
ninguna otra a su insidiosa influencia. Pero aquello no bastaba para detenerla. Conocía
otros caminos.
—Celeste.
Era hora de que la chica mala atormentase a su propia pareja.
Sin tener que esforzarse, Sheba le indicó a Celeste los pasos a seguir. Al fin y al
cabo, a juzgar por los criterios humanos, Gabe poseía un evidente atractivo. Desde
luego, un atractivo suficiente para Celeste, cuyos criterios dejaban bastante que
desear. Gabe era alto y fibroso, con cabello oscuro y facciones proporcionadas. Tenía
los ojos de color azul claro, rasgo que Sheba, personalmente, encontraba un poco
repulsivo —eran tan puros, tan elevados, ¡ay!— y que, no obstante, encandilaba al
resto de las mortales. A aquellos ojos claros se debía que Celeste hubiese aceptado la
invitación del santurrón.
Y menudo santurrón. Sheba entrecerró los ojos. Gabe ya había estado en su punto
de mira en otras ocasiones. Había sido él el que había desbaratado los planes que le
tenía reservados al lascivo profesor de Matemáticas, los cuales habían constituido
una especie de preparativo de la fiesta donde Sheba se ocupó de que cada persona
eligiese a la pareja equivocada. Si Gabe no se hubiese enfrentado al señor Reese en
aquel momento crítico de tentación... Sheba apretó la mandíbula y empezó a expulsar
chispas por los oídos. Habría logrado arruinar a aquel tipo y también a la pequeña,
tan inocente. En todo caso, el señor Reese no había estado tan cerca de caer, pero habría
sido un escándalo fenomenal. Fuera como fuese, el profesor de Matemáticas se
había vuelto extremadamente cauteloso, pues estaba preocupado con aquellos dichosos
ojos claros. Había llegado a sentirse culpable. Qué demencial.
Gabe Christensen le debía la resolución de cierto misterio. Y Sheba obtendría lo
que le correspondía.
Miró a Celeste y se preguntó por qué no iniciaba el acoso a su pareja. Celeste
seguía colgada de Rob, disfrutando del dolor de Pamela. ¡Bastaba ya de
entretenimiento! Había estragos que causar. Sheba susurró en la mente de Celeste
una serie de consejos y la encaminó hacia Gabe.
Celeste se desentendió de Rob y miró a Gabe, quien todavía continuaba
escudriñando la multitud. Las miradas de ambos se encontraron durante un segundo
y, acto seguido, Celeste regresó a los brazos de Rob, acobardada.
Curioso. Los ojos claros de Gabe parecían repeler a la rubia despiadada tanto
como a ella misma.
Sheba volvió a intentarlo, pero, por primera vez, Celeste sacudió la cabeza y
perseveró en su intento de olvidar a Gabe por medio de los ansiosos labios de Rob.
Antología Noches de baile en le infierno
~172~
Desconcertada, Sheba recorrió la sala con el pensamiento en busca de otra persona
con capacidad para eliminar a aquel renegado, pero, de repente, le surgió una
ocupación mucho más importante.
Cooper Silverdale estaba temblequeando de ira a un lado de la pista de baile.
Miraba a Melissa y a Tyson con los ojos desencajados. Melissa apoyaba la cabeza en
el hombro de Tyson y no advertía la sonrisa vehemente que éste le dirigía a Cooper.
Era el momento de actuar. Cooper estaba decidiendo si debía tomar otro vasito de
ponche para ahogar sus penas, pero estaba tan cerca de desmayarse que Sheba no se
lo permitió. Se concentró en él y Cooper, aturdido, se dio cuenta de que el ponche era
repugnante. Ya estaba harto. Tiró el vaso medio vacío al suelo y volvió a clavar la
mirada en Tyson.
«Ella me considera patético —dijo la voz en la mente de Cooper—. Qué va, ni
siquiera piensa en mí. Pero puedo lograr que no vuelva a olvidarse de mí en su
vida...»
Con el sentido alterado por el alcohol, Cooper se llevó una mano a la espalda y
acarició el cañón de la pistola que ocultaba bajo la chaqueta.
Sheba contuvo la respiración. Las chispas le salían a borbotones por los oídos.
Y luego, en el instante crucial, Sheba perdió la concentración al notar que alguien
la estaba mirando con desusada intensidad.
Allí estaba, en la sala, aquella necesidad absorbente, tirando de él... como si
alguien se estuviera ahogando y chillase pidiendo ayuda. Tenía que ser la misma
chica. Gabe jamás había percibido una llamada tan urgente en su vida.
Desesperado, escudriñó la pista de baile, pero no la divisó. Caminó por los bordes,
repasando las caras de quienes no estaban bailando, pero tampoco la encontró entre
ellos.
Vio a Celeste con un nuevo chico, pero no se detuvo en eso. Si Celeste le pedía que
la llevase a casa en aquel momento, tendría que decirle que no era posible. Había alguien
que lo necesitaba más que ella.
La sensación se intensificó tanto que Gabe creyó por un momento que se estaba
volviendo loco. A lo mejor, la chica del vestido rojo era un producto de su
imaginación. Tal vez, la febril sensación de necesidad no era más que el principio de
un delirio.
Antología Noches de baile en le infierno
~173~
En aquel instante, los denodados ojos de Gabe encontraron lo que habían estado
buscando.
Tras rodear al voluminoso y enfurruñado Heath McKenzie, Gabe se fijó en un
destello de luz roja, pequeño pero brillante. Allí estaba —medio oculta tras una
palmera artificial, con aquellos pendientes en los que chispeaban las centellas— la
chica del vestido rojo. Sus oscuros ojos, profundos como el pozo en el que él se la
había imaginado ahogándose, se encontraron con los de Gabe. La necesidad formaba
un aura que vibraba alrededor de ella. Ni siquiera tuvo que decidir acercársele.
Pensó que, de haberlo querido, no habría sido capaz de detenerse.
Estaba seguro de que, antes de aquella noche, nunca había visto a aquella chica.
Era una perfecta extraña.
Sus ojos, oscuros y almendrados, eran serenos y cautelosos, pero, al mismo
tiempo, lo estaban llamando a gritos. De ellos partía la necesidad que él sentía. Ya no
podía resistirse a su súplica, aun en el caso de que el corazón se le parase.
Ella lo necesitaba.
Desconfiada, Sheba vio que Gabe Christensen caminaba hacia ella. Vislumbró su
propia cara en la mente de aquel chico y comprendió que había estado... buscándola
a ella.
Se permitió disfrutar de aquella breve distracción —sabiendo que Cooper se había
convertido en su esbirro y que unos pocos minutos de demora no cambiarían nada—
y regodeándose con la deliciosa ironía. ¿Conque Gabe deseaba que Sheba se ocupara
de él en persona? Bien, pues le haría el favor de complacerlo. Ello haría que su
desgracia fuese aún más dulce, ya que él iba a ser quien la elegiría. Se enderezó
cuanto pudo y permitió que el vestido de cuero le acariciase la figura de modo
provocativo. Sabía lo que cualquier varón humano sentía cada vez al examinar aquel
vestido.
Pero el insolente la miraba a los ojos.
Era peligroso mirar a los ojos a una diablesa. Los humanos que se quedaban
mirando demasiado tiempo podían quedarse atrapados. Se quedaban prendidos a la
diablesa por toda la eternidad, y ardían por ella...
Reprimiendo una sonrisa, Sheba, a su vez, lo miró a los ojos con toda la intensidad
de que fue capaz. Pobre necio.
Antología Noches de baile en le infierno
~174~
Gabe se detuvo a escasa distancia de la chica, lo bastante cerca para no tener que
hablar a gritos. Sabía que estaba mirándola con demasiada deliberación; ella iba a
juzgarlo un maleducado o un tipo raro. Pero, por el contrario, ella le devolvía la
mirada con la misma deliberación, sondándole los ojos.
Abrió la boca con intención de presentarse, pero, de pronto, la chica adoptó una
expresión de pasmo. ¿De pasmo? ¿No sería de horror? Entreabrió los labios y profirió
un leve jadeo que Gabe oyó. La abandonó la rigidez y comenzó a desplomarse.
Gabe saltó hacia ella y la sujetó antes de que llegara al suelo.
Cuando el fuego la abandonó, Sheba notó que le fallaban las piernas. Su llama
interna se apagó, se desecó, desapareció como tragada por un tornado.
Había dejado de hacer frío en la estancia, y allí no olía más que a sudor, a colonia y
a aire viciado. Ya no podía saborear las deliciosas desgracias que había creado. Lo
único que podía saborear era su propia boca, reseca.
Pero sentía los poderosos brazos de Gabe Christensen que la estaban sosteniendo.
El vestido de la chica era blando y cálido. Tal vez ése fuera el problema, pensó
Gabe mientras la sujetaba. A lo mejor, lo caldeado del ambiente y el vestido bastaban
para explicar su desfallecimiento. Ansioso, Gabe le apartó de la cara los sedosos
mechones de pelo que se la ocultaban. La frente estaba fresca, y la piel no estaba
pegajosa de sudor. Pese a todo, ella no apartaba los ojos de él.
—¿Te encuentras bien? ¿Te tienes en pie? Perdona, pero no sé cómo te llamas.
—Estoy bien —contestó la chica con voz suave, ronroneante y, sobre todo,
sorprendida—. Me... me tengo en pie.
Se incorporó, pero Gabe prefirió no soltarla. No quería. Y ella tampoco hacía
ademán de apartarse. Había apoyado las menudas manos en sus hombros, como si
fueran una pareja de baile.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó ella con aquella voz sibilante.
—Gabe... Gabriel Michael Christensen —dijo, armando una sonrisa—. ¿Y tú?
—Sheba —respondió ella, con los oscuros ojos cada vez más abiertos—. Sheba...
Smith.
Antología Noches de baile en le infierno
~175~
—Bueno, pues ¿te apetecería bailar, Sheba Smith? Si te sientes bien, claro.
—Sí —susurró ella, casi para sí misma—. Sí, ¿por qué no?
Seguía mirándolo a los ojos.
Sin moverse de donde estaban, Gabe y Sheba se adaptaron al compás de un nuevo
adefesio de canción. Sin embargo, en aquel momento Gabe no encontró que la espantosa
música fuese tan molesta.
Gabe hizo un resumen mental de la situación. Chica recién llegada. Vestido
impresionante. Había venido con Logan, a quien, tras pedirle que la acompañara a la
fiesta, había dejado plantado. Durante medio segundo, Gabe dudó sobre si estaba
mal que estuviera dejando a su amigo sin pareja. Pero la duda no tardó en disiparse.
En primer lugar, Logan estaba disfrutando de la noche en compañía de Libby.
¿Por qué iba a interrumpir algo que estaba destinado a ser como era?
Y en segundo lugar, Logan y Sheba no pegaban ni con cola.
Gabe siempre había estado en posesión de un instinto muy fino para aquella clase
de cosas: para los caracteres que se compenetraban, para las personalidades que
armonizaban entre sí. Había sido el blanco de muchas bromas que lo tachaban de
casamentero, pero a él no le importaba. A Gabe lo que le importaba era que la gente
fuese feliz.
Y aquella chica en particular —Sheba—, con su intensidad y aquellos pozos que se
le abrían en los ojos, no casaba con Logan.
Al tocarla, aquel desesperado sentimiento de necesidad había comenzado a
remitir. Gabe se sentía mucho mejor ahora que la tenía entre los brazos, como si
aquello amortiguase la urgencia de la extraña súplica. Ella estaba a salvo; ya no se
ahogaba ni se perdía. Gabe temía separarse de ella, pues le preocupaba que la
apremiante sensación se reprodujese.
Para Gabe, era extraño sentirse en el lugar apropiado y en el momento justo, con
total comodidad. No era la primera vez que estaba con una chica; tenía cierto éxito
entre sus compañeras y había pasado por diversas relaciones esporádicas que, en
cualquier caso, nunca habían durado. Siempre había otra persona que resultaba ser
más apropiada que él y, por otra parte, ninguna de ellas había necesitado a Gabe de
verdad, a no ser como amigo. Lugar en el que, por cierto, siempre se había
mantenido.
Nunca le había ocurrido algo parecido a lo que le estaba pasando en aquel
momento. ¿Es que pertenecía a aquella chica, cuya esbelta figura estaba abrazando y
protegiendo?
Consideró una tontería pensar de un modo tan fatalista y se propuso esforzarse en
actuar con normalidad.
Antología Noches de baile en le infierno
~176~
—No hace mucho que has llegado a Reed River, ¿verdad? —le preguntó.
—Hace sólo unas semanas —contestó ella.
—Me parece que no coincidimos en ninguna asignatura.
—No. Me acordaría si alguna vez hubiese estado cerca de ti.
Era una extraña manera de expresarlo. Ella se le sumergía en los ojos con la
mirada, y sus manos continuaban apoyándosele en los hombros. Instintivamente,
Gabe se le acercó un poco más.
—¿Te lo estás pasando bien? —le preguntó.
Ella profirió un suspiro procedente de lo más íntimo de su ser.
—Ahora sí —respondió con inexplicable tristeza—. Muy bien.
¡Atrapada! ¡Como una idiota, como una cachorra recién salida del infierno, como
una novata, como una debutante!
Incapaz de resistirse, Sheba se acomodó entre sus brazos. Observó aquellos ojos
celestes y experimentó la ridícula necesidad de suspirar.
¿Cómo era posible que no hubiese identificado indicios de lo que iba a ocurrir?
La bondad rodeaba a aquel chico como si fuera un escudo. Su influencia sobre él
se había estrellado sin hacerle mella. Las únicas personas que habían estado a salvo
de su malicia—aquellas pequeñas burbujas de felicidad que escapaban a su control—
eran las que trataba y tocaba, eran sus amigos.
¡Por sí solos, aquellos ojos debían haberla puesto sobre aviso!
Celeste había demostrado ser más inteligente que ella. Por lo menos, sus instintos
la habían mantenido apartada de aquel peligroso espécimen. Una vez libre de la
intensidad de la mirada de Gabe, había sabido preservar una distancia prudencial. Y
además estaban los motivos que habían llevado a Gabe a elegir a Celeste. ¡Estaba
claro por qué se había sentido atraído por ella! Las piezas del puzzle encajaban a la
perfección.
Sheba se balanceó siguiendo la pulsión que retumbaba en el ambiente, al calor de
la protección y la seguridad que le ofrecía el cuerpo de Gabe. Unos finos hilos de
felicidad comenzaban a infiltrársele en su desolado interior.
¡No! ¡Cualquier cosa menos la felicidad!
Si ya comenzaba a alegrarse, entonces otras cosas más beneficiosas no se harían
esperar. ¿Es que no había modo de evitar la horrible maravilla del amor?
Antología Noches de baile en le infierno
~177~
No, si una se encontraba en brazos de un ángel.
Pero Gabe no era un ángel verdadero. Carecía de alas y tampoco era uno de esos
bobos angelotes que entregaban las plumas y la vida eterna a cambio del amor
humano. Sin embargo, había alguien en su familia que sí lo había sido.
Gabe era una suerte de ángel a medias que, además, desconocía su condición. Si lo
hubiese sabido, Sheba lo habría oído en su mente y habría escapado a su divino horror.
Pero, como Sheba estaba teniendo ocasión de comprobar, era evidente; podía
paladear el aroma de los asfódelos que emanaba de su piel. Además, saltaba a la
vista que había heredado los ojos de un ángel, los mismos que deberían haberla
prevenido, de no haber estado tan centrada en estrategias perversas.
Había una razón para que diablesas tan experimentadas como Jezebel
desconfiaran de los ángeles. Si para un humano resultaba arriesgado mirar a los ojos
a un diablo, mucho más arriesgado era para un diablo caer embrujado bajo la mirada
de un ángel. Cuando un demonio le mantenía la mirada a un ángel durante
demasiado tiempo, el demonio quedaba atrapado en los fuegos del infierno hasta
que el ángel se diese por vencido en su pretensión por salvarlo.
Porque ésa era la misión de los ángeles. Los ángeles salvaban.
Sheba era un ser inmortal, y se quedaría empantanada durante tanto tiempo como
Gabe conservara su pretensión de estar con ella.
Un ángel común habría identificado al instante la verdadera naturaleza de Sheba,
y la habría echado de allí si fuese lo bastante poderoso, o la habría evitado en caso
contrario. Sin embargo, Sheba tenía una idea exacta de lo que su presencia
provocaría en los sentidos de alguien con la vocación salvadora de Gabe. Inocente
por carecer de una experiencia que necesitaba comprender, la condición maldita de
Sheba debía de haberlo atraído como el canto de una sirena.
Impotente, contempló el hermoso rostro de Gabe y notó que la invadía una oleada
de felicidad. Se preguntó hasta cuándo duraría aquella tortura.
Hasta entonces, lo bastante para haberle aguado una fiesta que se anunciaba
perfecta.
Desposeída de su fuego infernal, Sheba ya no ejercía ninguna influencia sobre los
mortales que estaban en la sala. Sin embargo, a su pesar, era muy consciente de que
su trabajo se estaba viniendo abajo.
Cooper Silverdale soltó un grito de espanto al ver que tenía una pistola en la
mano. ¿En qué había estado pensando? Devolvió el arma a su lugar, bajo la chaqueta,
y corrió al baño, en donde, acometido por violentas arcadas, vomitó el ponche que
había bebido.
Antología Noches de baile en le infierno
~178~
Los desórdenes estomacales de Cooper interrumpieron la pelea en la que se
habían enzarzado Matt y Derek a puño limpio y que estaba teniendo lugar en el
cuarto de baño de hombres. Los dos amigos se miraron las caras amoratadas. ¿Por
qué se peleaban? ¿Por una chica que no le gustaba a ninguno de los dos? ¡Qué
tontería! Tal era su necesidad de pedirle disculpas al otro, que estuvieron interrumpiéndose
durante un rato. Al fin, con una sonrisa en los labios partidos y
pasándose el brazo por los hombros, ambos regresaron a la pista de baile.
David Alvarado había desestimado su proyecto de atacar a Heath después de la
fiesta, ya que Evie le había perdonado que desapareciera con Celeste. Ambos estaban
bailando, mejilla con mejilla, al parsimonioso compás de una canción romántica, y él
no conocía motivo que pudiese llevarle a abandonarla.
Pero David no era el único que se sentía de aquel modo. Como si la canción que
sonaba fuese mágica en lugar de insípida, las personas que estaban en la sala se
dirigieron, cada una, hacia el chico o la chica con los que debían haberse emparejado
desde un principio, y de ese modo transformaron el misterio de la noche en felicidad.
El entrenador Lauder, solitario y deprimido, dejó de mirar las galletas, bastante
poco apetecibles, y observó la tristeza que le pesaba en los ojos a la vicedirectora
Frinkle. Ella también se sentía sola. Con una sonrisa dubitativa en la cara, el
entrenador se le acercó.
Sacudiendo la cabeza y pestañeando como si acabara de despertarse de una
pesadilla, Melissa Harris empujó a Tyson y se fue corriendo hacia la salida. Buscaría
al conserje y pediría un taxi...
Como una cinta elástica demasiado estirada, el ambiente de la fiesta de Reed River
inició su lenta venganza. Si Sheba no hubiese dejado de ser quien era, habría tirado
de aquella cinta hasta romperla en pedazos. Pero la situación era otra, y la desgracia,
la ira y el odio iban desvaneciéndose. Las mentes que habían sido sus prisioneras
volvían a relajarse, a buscar la alegría, a darse amor a manos llenas.
Incluso Celeste se cansó del alboroto. Se quedó con Rob, estremeciéndose
ligeramente al recordar unos ojos azules perfectos, mientras una canción lenta se
fundía con la siguiente.
Tampoco Sheba y Gabe advertían que las canciones terminaban y que empezaban
otras.
¡Toda la desgracia y todo el dolor destruidos! Aun en el caso de que lograra
liberarse, Sheba caería muy bajo en el escalafón diabólico. ¿Cuál era la verdadera
injusticia?
¡Y Jezebel! ¿Acaso lo tenía todo planeado? ¿Habría intentado distraer a Sheba para
que no advirtiera que un medio ángel campaba a sus anchas por la fiesta? Ya no tenía
Antología Noches de baile en le infierno
~179~
modo de saberlo, pues había perdido la capacidad de ver a Jezebel —ya estuviese
riéndose o rezongando— al extinguirse su fuego infernal.
Descontenta consigo misma, Sheba suspiró de felicidad. Gabe era balsámico.
Hacía que ella se sintiera realmente bien, como nunca hasta entonces.
¡Sheba debía escabullirse antes de que la felicidad y el amor acabaran con ella! ¿Se
quedaría atrapada para siempre junto al celestial retoño de un ángel.
Gabe le sonrió, y ella volvió a suspirar.
Sheba sabía lo que Gabe debía de estar sintiendo en aquellos momentos. Los
ángeles nunca eran más felices que cuando hacían felices a los demás, y cuanto
mayor fuese la felicidad inspirada, mayor era la felicidad sentida. Teniendo en
cuenta lo desgraciada y miserable que había sido Sheba, Gabe tenía que estar que no
cabía en sí de gozo, como si tuviera alas y pudiese volar. El jamás desearía que ella se
marchara.
A Sheba sólo le quedaba una última oportunidad de regresar a su lamentable,
desgraciado, requemado y apestoso hogar. Que Gabe le ordenase volver en aquel
mismo instante.
Sopesando aquella posibilidad, Sheba se sintió aún peor, notó que su desgracia
previa seguía dispuesta a recibirla de nuevo. Al notar que ella se desmoronaba, Gabe
la abrazó con más fuerza, y la desgracia de Sheba naufragó en la satisfacción. Con
todo, mantuvo la esperanza.
Contempló aquellos ojos angelicales y llenos de amor y sonrió en alas de los
sueños que le inspiraban.
«Eres la encarnación del mal —se recordó a sí misma. Tienes verdadero talento
para la desgracia. Conoces todas las vertientes del sufrimiento. Podrías escaparte de
esta emboscada y recuperar tu existencia anterior.»
Vistas las cosas, con todo el dolor y el perjuicio que Sheba era capaz de provocar,
¿sería posible que aquel chico angelical la mandase al infierno?
Fin
Antología Noches de baile en le ioo soii peerfeectaa peeronfierno

cuarto cuento

ARGUMENTO
Cinco historias de amor y seducción sacudidas
por lo sobrenatural. Vampiros exterminadores,
ángeles contra demonios... todo tipo de seres
fantásticos que se aliarán en este volumen para
convertir los bailes de fin de curso en algo...
inolvidable.


VERDADES
Michele Jaffe
—Siento que no sea un final demasiado novelesco —dijo el hombre que la estaba
estrangulando con ambas manos, sonriendo y mirándola.
—Ya que vas a asesinarme, ¿te importaría acabar de una vez? Está siendo
desagradable.
—¿Te refieres a lo que te hago con las manos? ¿O tiene que ver con la sensación de
que fracasas...
—No estoy fracasando.
—… una vez más?
Ella le escupió en la cara.
—Sigues teniendo agallas. Eso es lo que admiro de ti. Creo que tú y yo habríamos
llegado lejos, pero, por desgracia, ya no hay tiempo para eso.
Ella presentó batalla una última ocasión, arañándole las manos con que le
atenazaba el cuello, los antebrazos, cualquier parte de su cuerpo, pero él no se
inmutó. Desesperanzada, dejó caer las manos.
Él se le acercó tanto que ella pudo olerle el aliento.
—¿Unas últimas palabras?
—Pues sí: Listerine contra el mal aliento. Te hace mucha falta.
El se rió y le presionó el gaznate hasta que se le cruzaron las manos.
—Adiós.
Por un segundo, ella sintió que la mirada de su ejecutor le quemaba los ojos.
Después, oyó un fuerte chasquido y, mientras las tinieblas la envolvían, notó que se
desplomaba.
Antología Noches de baile en le infierno
~96~
OCHO HORAS ANTES
Las chicas sexis saben que el silencio puede ser oro puro... aunque sólo durante
cuatro segundos. Si se alarga más, entonces es que no vas por el buen camino —leyó
Miranda, frunciendo el entrecejo—. Si notas que el tiempo se te escapa de las manos,
¡hazle una oferta! Un simple "¿Te apetecen unos frutos secos?" acompañado de una
sonrisa servirá para romper el hielo en un segundo. Recuerda: «estar sexy es ser
sexy.»
Con profunda desconfianza, Miranda estaba leyendo las primeras páginas de
Cómo conseguir un chico ¡y besarlo!
Apoyada en el costado de la limusina de color negro aparcada en la zona de carga
y descarga del aeropuerto municipal de Santa Bárbara, una tarde de junio, recordó la
emoción que le había provocado encontrar aquel libro en la librería. Parecía el sueño
de vivir felices y comer perdices convertido en libro —¿quién no querría aprender
«los cinco gestos faciales que te cambiarán la vida» o «los secretos del tantra de la
lengua que sólo los expertos conocen»?—, pero, tras haber hecho todos los ejercicios,
no estaba demasiado convencida del poder transformador de la Sonrisa Encantadora
ni de pasarse media hora al día chupando una uva. No era la primera vez que un
libro de autoayuda le salía rana —No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy y Haz
una amistad verdadera habían sido auténticos fracasos— y, sin embargo, en aquella
ocasión le resultó deprimente, dadas las grandes esperanzas que le había inspirado
en un principio. Otro motivo consistía en que, como su mejor amiga, Kenzi, había
observado hacía poco, cualquier estudiante de último curso del instituto que
pretendiese ligar del mismo modo que Miranda, estaba pidiendo ayuda a gritos.
Lo intentó con otro pasaje. «Plantéale una de sus preguntas eligiendo otras
palabras y añadiéndole el toque de insinuación que da levantar una ceja. O, mejor
aún, ¡mete la directa y atrévete con una indirecta! Tú: "¿No estás mareado?". El: "No,
¿por qué?". Tú: "Porque te has pasado el día dándome vueltas en la cabeza". Si los
mareos no van contigo, prueba con lo siguiente; ¡nunca falla! Tú: "¿Llevas puesto el
pantalón de astronauta?". El: "¿Cómo?". Tú: "Es que tienes un culo que se sale de
órbita"...»
—Hola, señorita Kiss.
Antología Noches de baile en le infierno
~97~
Miranda alzó la mirada y descubrió ante sus ojos la barbilla partida y la cara
bronceada del sargento Caleb Reynolds.
Debía de estar muy distraída para no haber oído los latidos de su corazón cuando
se le acercó. Eran inconfundibles, con un pequeño retintín al final semejante al del
un, dos, tres, chachachá (había aprendido el ritmo del chachachá en ¡Bailar es fácil!,
otra experiencia de autoayuda con final catastrófico). Seguro que iba a tener
problemas cardiacos al llegar a la vejez, pero, a sus veintidós años, dicho fenómeno
no parecía impedirle ir al gimnasio, a juzgar por sus pectorales, bíceps, hombros,
antebrazos, muñecas...
«Deja ya de mirar.»
Dado que sufría un ataque de Boca Atolondrada cada vez que intentaba hablar
con un chico guapo —y mucho peor aún si se trataba, como era el caso, del empleado
más joven de la oficina del sheriff de Santa Bárbara, individuo que sólo era cuatro
años mayor que ella, que iba a hacer surf todas las mañanas antes de ir a trabajar y
que era lo bastante sofisticado para llevar gafas de sol al anochecer—, dijo:
—Hola. ¿Sueles venir por aquí?
El frunció el ceño.
—No.
—Claro, ¿por qué ibas a venir? Yo tampoco vengo mucho. O, bueno, no tanto. Una
vez a la semana. En fin, no lo bastante como para saber dónde están los baños. ¡Ja, ja!
Pensó de inmediato, y no por primera vez, que en la vida todo el mundo debería
tener una trampilla por la que escabullirse. Es decir, una pequeña vía de escape por
la que desaparecer cada vez que hacías el ganso de un modo tan estrepitoso. O cada
vez que te salía un grano inesperado.
—¿Está bien el libro? —preguntó, quitándoselo de la mano para leer el subtítulo
en voz alta—. «Una guía para buenas chicas que (de vez en cuando) quieren ser
malas.»
Pero en la vida no había trampillas.
—Es para un trabajo del instituto. Deberes. Sobre, bueno, sobre rituales de
apareamiento.
—Creía que te gustaban más los de crímenes —le dedicó una de sus medias
sonrisas, pues una sonrisa de oreja a oreja hubiera sido impropia de él—. ¿Piensas
desbaratar algún otro atraco a un colmado?
Aquello había sido un error. No detener a los tipos que estaban asaltando el
veinticuatro horas de Ron, sino quedarse el tiempo suficiente para que los policías la
viesen. Por alguna razón, les había costado creer que se hubiese apoyado en la farola
y que ésta se hubiera caído sobre el coche de los ladrones, que aceleraba para salir al
Antología Noches de baile en le infierno
~98~
cruce. Era triste que la gente fuese tan suspicaz, sobre todo la que se dedicaba a la ley
y el orden. O la de la administración del instituto. Pero, desde entonces, Miranda
había aprendido mucho.
—Ahora sólo intervengo en un atraco al mes —dijo, con el deseo de que su actitud
fuera la de las chicas que están sexis y son sexis, que gastan bromas y no se
despeinan—. Ahora me dedico a lo de siempre: recoger vips en el aeropuerto.
Miranda percibió que el chachachá del corazón del sargento se aceleraba un poco.
A lo mejor lo de los vips le parecía interesante.
—Ese internado al que vas... ¿la Chatsworth Academy? ¿Te dejan salir del recinto
cada vez que te apetece o sólo algunos días?
—Las tardes de los miércoles y de los sábados, si estás en el último curso, porque
no hay clase —le explicó ella, y notó que el pulso de él se apuraba aún más.
¿Es que la iba a invitar a salir? No. Imposible. Imposible, imposible, imposible...
¡IMPOSIBLE! «¡Liga! —se ordenó a sí misma—. ¡Sonrisa Encantadora! ¡Di algo!
¡Cualquier cosa! ¡Sé sexy! ¡Ahora!»
—Y tú, ¿qué haces en tu tiempo libre? —le preguntó, reformulando su pregunta y
alzando la ceja que daba aquel toque de insinuación.
Él se quedó un tanto desconcertado.
—Yo siempre trabajo, señorita Kiss —repuso, muy formal.
«Por favor, reciban con un gran aplauso a Miranda, la diosa del amor, nuestra
nueva campeona de la estupidez del año», pensó ella.
—Claro —afirmó—. Igual que yo. O sea, siempre estoy llevando a clientes en el
coche o entrenando con el equipo. Soy una de las Bee Girls de Tony Bosun, ¿te suenan?
Es un equipo de roller derby. Por eso trabajo en esto —dijo, aporreando la
limusina cuando en realidad sólo pretendía señalarla—. Tienes que trabajar en la
empresa de Tony, 5Ds Luxury Transport, para que te admitan en el equipo. Los
partidos suelen jugarse los fines de semana, pero entrenamos los miércoles y, de vez
en cuando, algún otro día... —así chachareaba Boca Atolondrada.
—He visto jugar a las Bees. Pero el suyo es un equipo profesional, ¿me equivoco?
¿Permiten jugar a alguien de tu edad.
Miranda tragó saliva.
—Ah, pues claro. Sí, sí.
Él la miró por encima de la montura de sus gafas de sol.
—Vale, vale —corrigió—. Tuve que mentir para entrar en el equipo. Tony cree que
tengo veinte años. ¿No vas a decirle nada, verdad?
Antología Noches de baile en le infierno
~99~
—¿De verdad se ha tragado que tienes veinte?
—Necesitaba una nueva delantera.
El sargento profirió una risita sofocada.
—Así que tú eres la delantera. Pues se te da muy bien. Entiendo que haya hecho
una excepción contigo —volvió a observarla—. Nunca te habría reconocido.
—Bueno, ya sabes. Nos ponemos pelucas y máscaras, así que es difícil
distinguirnos.
Era una de las cosas que le gustaban del roller derby: el anonimato, que nadie
supiese quién eras ni cuál era tu nivel. La hacía sentirse invulnerable, segura. Nadie
podía señalarla y recriminarle... nada.
Reynolds se quitó las gafas para mirarla mejor.
—¿Así que te pones uno de esos conjuntos rojos, blancos y azules, con falda corta
y camiseta ceñida y sin mangas? Me gustaría verte alguna vez.
Sonrió mirándola a los ojos, y ella, con temblores en las rodillas, comenzó a
imaginárselo sin camisa y con un tarro de sirope de arce y un enorme...
—Ah, aquí está la señorita a quien estaba esperando —dijo—. Nos vemos —y se
alejó.
... montón de tortitas. Miranda lo vio acercarse a una mujer de unos veintitantos —
rubia y delgada, pero fibrosa—, abrazarla y darle un beso en el cuello. La clase de
mujer cuyos sujetadores tenían etiquetas en las que podía leerse: «Talla treinta y seis.
Absténganse mocosas». Le oyó decir, excitado: «Espera a que lleguemos a casa.
Tengo juguetes nuevos, increíbles, especiales para ti». Hablaba con voz ronca, y el
pulso se le había disparado.
Al pasar junto a Miranda, levantó la barbilla y dijo:
—No te metas en problemas.
—Lo mismo digo —repuso Boca Atolondrada.
De tan zopenca que se sentía, Miranda quiso darse de cabezazos con el techo del
coche. Había querido ensayar la Risita (expresión número cuatro del libro), pero
había obtenido la humillación.
Mientras la feliz pareja atravesaba el aparcamiento, oyó que la mujer le
preguntaba a Reynolds quién era ella, y él le respondió:
—Trabaja conduciendo esa limusina.
—¿Es chófer? —preguntó la mujer—. Pues parece una de esas niñas de Hawanan
Airlines con las que te gustaba salir, pero más joven. Y también más guapa. Ya sabes
Antología Noches de baile en le infierno
~100~
cómo te pones con las niñas guapas. ¿Estás seguro de que no tengo que preocuparme
por nada?
Miranda lo oyó reír y hablar con franco asombro.
—¿Ella? Vamos, nena. Es sólo una cría que va al instituto. Le gusto y nada más.
Confía en mí: no tienes que preocuparte por nada.
Y pensó: «Tram... pilla... ahora... por favor».
De vez en cuando, tener un superoído era un supersuplicio.
Miranda adoraba el aeropuerto de Santa Bárbara.
Con sus muros imitando el adobe, el fresco suelo de terracota, los extravagantes
azulejos azules y dorados, y las buganvillas, más parecía una de esas cantinas de
Acapulco que un edificio oficial. Como su tamaño era reducido, los aviones se
detenían en la propia pista y esperaban a que se les acercaran las escaleras. Una
cadena era lo único que separaba a quienes acababan de bajar del avión de los que
esperaban a alguien.
Tras sacar de la limusina el cartel de bienvenida, en el que leyó el nombre de la
persona que debía recoger —Cumean—, lo levantó para mostrárselo a los pasajeros
que estaban desembarcando. Mientras aguardaba, oyó a una mujer que estaba en un
Lexus todoterreno situado cuatro coches más allá hablando por teléfono: «Si se baja
del avión, la veré. Más le vale a ése tener el talonario preparado». Luego, inclinó la
cabeza para escuchar el chupeteo de un caracol que reptaba a través de los
recalentados adoquines hacia unas hojas de hiedra.
Todavía recordaba el momento en que se había dado cuenta de que no todo el
mundo oía los sonidos que ella podía oír, que ella no era normal. Había transcurrido
la mitad del séptimo curso en el colegio Saint Bartolomeo —marcada por la
proyección del vídeo Tu cuerpo está cambiando: la feminidad— y estaba pasmada con la
cantidad de cambios de los que no se hablaba, como las aceleraciones descontroladas,
los objetos que se aplastaban sin motivo cuando iba a cogerlos, golpearse la cabeza
con el techo del gimnasio cuando saltaba con los brazos en cruz o la repentina
capacidad para distinguir las partículas de polvo en la ropa de la gente. Sin embargo,
desde que la hermana Anna le respondió a todas sus preguntas con un «Déjate de
bromas, niña», Miranda había concluido que la película pasaba por alto aquellas
cosas por considerarlas obvias. Pero cuando trató de ganarse las simpatías de Johnnie
Voight avisándole de que no debía volver a copiarle a Cynthia Riley ya que, a juzgar
por el ruido que hacía el lápiz de ésta, sentada cinco filas más allá, erraba todas las
Antología Noches de baile en le infierno
~101~
respuestas, Miranda había comprendido hasta qué punto era diferente de los demás.
En lugar de arrodillarse frente a ella para adorarla como a una diosa, Johnnie le había
dicho que era un bicho raro, una bruja entrometida, y después había querido pegarle.
Así había advertido lo peligrosos que eran sus poderes, que podían convertirla en
una paria. Y también que los chicos de su edad no encontraban atractivo y ni siquiera
beneficioso que ella los superase en fuerza física. La administración del colegio, por
cierto, era de la misma opinión.
Desde entonces, se había convertido en una experta en pasar desapercibida, en ser
cuidadosa. Dominaba sus poderes. O eso había creído hasta que, hacía seis meses...
Miranda se deshizo de aquel recuerdo y se concentró en la gente que pululaba por
el aeropuerto. En su trabajo. Vio a una niñita rubia con tirabuzones a hombros de su
padre, que, al ver a una mujer que iba hacia ella, gritó: «¡Mami, mami, te he echado
de menos!».
Observó a la feliz familia abrazarse y se sintió como si le hubieran dado un
puñetazo en el estómago. Una de las ventajas de estar en un internado, pensó
Miranda, consistía en que nadie la invitaba a ir a la casa familiar, nunca veía a sus
compañeros en su entorno doméstico, desayunando con sus padres. Por alguna
razón, siempre que pensaba en familias felices de verdad, las imaginaba
desayunando.
Aparte de que la gente con una familia normal no iba a Chatsworth Academy, «la
mejor experiencia educativa integral del sur de California». O, como a Miranda le
gustaba decir, el Almacén Infantil, el lugar en que los padres (en su caso, los tutores)
dejan en depósito a sus hijos hasta que les convenga.
Todo ello con la posible excepción de su compañera de habitación, Kenzi Chin.
Vivían juntas desde hacía cuatro años, que casi era más tiempo del que Miranda
hubiese convivido con nadie. Kenzi procedía de una de esas familias perfectas que se
juntan a la hora del desayuno, tenía una piel perfecta, notas perfectas y todo perfecto,
y de no ser porque, además, le ofrecía una amistad sincera y sentida —y también, un
poquito alocada—, Miranda habría tenido que odiarla.
Lo demostraba lo ocurrido aquel mismo mediodía, cuando Miranda entró en la
habitación que compartían y se la había encontrado encima de la cama, vestida tan
sólo con ropa interior y con el cuerpo untado en un barro reseco y verdoso.
—Voy a tener que pasarme el resto de mi vida yendo a terapia para poder olvidar
esta imagen —le había dicho Miranda.
—Vas a tener que ir a terapia, sí, pero para digerir tu desastre familiar. Te voy a
dar material RS para que reflexiones un poco.
Kenzi sabía más de la historia familiar de Miranda que cualquier otra persona en
Chatsworth, casi toda ella inventada, por lo demás, a excepción de su carácter desasAntología
Noches de baile en le infierno
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troso. Aparte, era muy amiga de los acrónimos y siempre tenía uno en la punta de la
lengua.
Mientras dejaba caer el bolso y se tiraba sobre la cama, Miranda le preguntó:
—¿RS?
—Ropero selecto —respondió Kenzi, y agregó—: No puedo creer que no vengas al
baile. Siempre pensé que iríamos las dos juntas.
—No creo que eso vaya a hacerle mucha gracia a Beth. Ya sabes, encontrarse con
una carabina.
Beth era la novia de Kenzi.
—Ni una palabra sobre esa criatura —dijo, fingiendo un estremecimiento—. El
espectáculo de Beth y Kenzi ha quedado oficialmente anulado.
—¿Desde cuándo?
—¿Qué hora es?
—Las tres y treinta y cinco.
—Hace dos horas y seis minutos.
—Ah, o sea que hay tiempo para que solventéis vuestras diferencias antes de la
fiesta.
—Pues claro.
Las «anulaciones» de Kenzi tenían lugar una vez por semana y nunca duraban
más de cuatro horas. Opinaba que la tragedia de las rupturas y la emoción de las
reconciliaciones contribuían a preservar la frescura de la relación. Y, por algún
motivo extraño, su teoría parecía funcionar, puesto que Beth y ella eran la pareja más
feliz que Miranda conociera. Otra de las perfecciones de Kenzi.
—En cualquier caso, no cambies de tema. Creo que es un error que no vengas al
baile.
—Sí, apuesto a que voy a arrepentirme.
—Lo digo en serio.
—¿Por qué? ¿Dónde está el problema? Si consiste en bailar al ritmo de una
cancioncilla cutre, nada más. Ya sabes que soy una bailarina horrorosa y que es más
que probable que no se me permita salir a la pista delante del resto de la gente.
—Vamos, vamos. La movida no es cutre. Y, además, no se te da tan mal.
—Yo creo que Libby Geer no estaría de acuerdo contigo. Si pudiera hablar, claro.
—Da igual. No se trata sólo de un baile. Es un rito de tránsito, un momento en que
abandonamos nuestro estado actual para internarnos en el vasto mundo de los
Antología Noches de baile en le infierno
~103~
adultos en que vamos a convertirnos, deshaciéndonos de todas nuestras
inseguridades juveniles para...
—... emborracharnos, con suerte. Y dependiendo de lo que entiendas tú por
«suerte».
—Lo lamentarás si no vienes. ¿De verdad quieres crecer deprimida y llena de
resentimiento?
—¡Sí, ojalá! Además, tengo trabajo.
—LDS, vaya. Vuelves a excusarte con lo de tu trabajo. Seguro que puedes tomarte
libre la noche del sábado. Al menos, dime por qué no quieres venir.
Miranda adoptó la expresión Ojos Inocentes, indicada en el libro con el número
dos.
—No me mires como si fueses Mi Pequeño Poni. Escucha estas letras: WILL
—Ya, pues tú atiende a éstas: NO. Ah, y también a éstas: DEP.
Pero Kenzi, que era toda una maestra en ello, pasó olímpicamente de Miranda y
continuó insistiendo.
—Vale, es posible que Will tenga que ponerse unas vacunas o que hacerse unos
análisis después de haber estado con Ariel, pero no me puedo creer que te rindas de
este modo.
Will Javelin protagonizaba el noventa y ocho por ciento de los sueños de Miranda.
Había intentado olvidarse de él en cuanto supo que iba a la fiesta con Ariel —«Le he
puesto a mis nuevos pechos los nombres de las dos casas de campo de mi familia. Y
tu familia, ¿tiene casas de campo? Ah, claro, lo olvidaba. Eres huérfana»— West, hija
de los riquísimos dueños de la azucarera West, pero le resultaba casi imposible.
Para alejar el mal karma, Miranda dijo:
—Ariel no tiene nada de malo.
—Sí, en efecto, nada que un buen exorcismo no pueda curar —Kenzi saltó al suelo
y cogió su toalla—. Al menos, prométeme que vendrás después de la fiesta a la casa
de los padres de Sean, en la playa, ¿sí? Pensamos quedarnos por allí hasta que
amanezca. Tendrás oportunidad de hablar con Will fuera del colegio. Por cierto,
¿cuándo vas a contarme qué pasó entre vosotros dos aquella noche? ¿Por qué estás
tan BC en ese tema?
A Miranda no se le escaparon las siglas en aquella ocasión.
—No estoy en plan «boca cerrada» —dijo, estirando un brazo para ordenar unos
folios que estaban en la estantería, entre las camas de ambas.
Antología Noches de baile en le infierno
~104~
—Volvemos a las andadas. Ya estás haciéndote la santa ama de casa para evadirte
de la discusión.
—Puede ser —Miranda observó los papeles, que en realidad eran fotocopias de
artículos de periódico pertenecientes a los anteriores seis meses.
«Un misterioso buen samaritano detiene a un carterista y lo deja atado a una verja
con un yoyó», decía el más reciente. «Atraco frustrado: un testigo afirma que un
paquete de caramelos Pez salido de la nada hizo que el atracador perdiera su arma»,
rezaba otro, más antiguo. Un tercero, de hacía unos meses, narraba: «Asalto de una
tienda de comestibles frustrado por el derrumbamiento de una farola; dos
detenidos». Los ánimos de Miranda se resintieron.
Se dijo que sólo eran tres de los más o menos, doce incidentes en que había
tomado parte. Pero eso no hizo que se sintiera mejor. Nadie debía descubrir un hilo
conductor entre aquellos casos. Jamás.
El de la tienda veinticuatro horas había sido el primero. La niebla había entrado
desde el mar, y las farolas colmaban el aire de difusos halos. Miranda se dirigía en
coche hacia el entrenamiento de roller derby cuando oyó unos gritos en el interior del
establecimiento y... actuó. No sabía lo que hacía, como si fuese un sueño, pues era su
cuerpo el que tomaba las decisiones, el que preveía los movimientos de los
atracadores y descubría cómo detenerlos. Algo semejante al modo en que se recuerda
la letra de una canción que hace tiempo que no suena. Pero ella no sabía de dónde
procedía la canción.
Después, se había pasado tres días en la cama, ovillada y temblorosa, siguiendo la
última hora del incidente de la tienda. Le había dicho a Kenzi que tenía gripe, pero lo
que en verdad la aquejaba era el terror. Estaba aterrorizada por aquellos poderes que
no podía refrenar.
Aterrorizada, también, porque utilizarlos le había sentado muy bien. Pero que
muy bien. Como si hubiese salido al mundo por primera vez.
Aterrorizada, además, porque sabía lo que podría pasar si la gente se enteraba. Lo
que podía pasarle a ella. Ya...
Le enseñó las fotocopias a Kenzi.
—¿Qué haces tú con esto? —inquirió.
—Atención, la sargento Kiss ha entrado en el edificio —se mofó Kenzi, haciéndole
un saludo marcial—. Con el debido respeto, señora, va usted DMEP. No vas a
conseguir cambiar de tema por mucho que pongas esa voz de enfado.
DMEP significaba «de mal en peor». Miranda tuvo que reírse.
—Si quisiera cambiar de tema, soldado de pacotilla, diría que esa cosa que te has
puesto en el cuerpo está poniendo perdida la alfombrilla que el decorador de tu
Antología Noches de baile en le infierno
~105~
madre estuvo buscando en tres continentes porque, supuestamente, pertenecía a
Lucy Lawless. Sé sincera, ¿por qué diablos te interesa tanto el tema del crimen
callejero en Santa Bárbara?
Kenzi dejó de pisar la alfombrilla.
—No cualquier crimen callejero en Santa Bárbara, sino el crimen callejero
frustrado. Es para mi proyecto de periodismo. Hay quien dice que una fuerza mística
anda por ahí haciendo el bien. Quizá se trate de la mismísima Santa Bárbara.
—¿Y no puede deberse todo a una simple coincidencia? Los criminales son cada
vez más torpes.
—A la gente no le gustan las coincidencias. Tampoco es coincidencia que estés
intentando que hable de este tema para no tener que decirme qué ocurrió entre Will y
tú. Todo iba a pedir de boca y, de repente, estás aquí, de vuelta en la habitación.
Tirando por la borda una maravillosa velada romántica sólo por acompañarme.
—Ya te lo dije —gruñó Miranda—. No pasó nada. Nada.
Apoyada en la limusina mientras se desvanecían las últimas luces del día,
Miranda pensó que aquel «nada» no era exacto. Porque, en realidad, había sido peor
que nada. Will había adoptado aquella expresión, que basculaba entre el «tienes una
cosa verde entre los dientes» y el «he visto un fantasma», una mezcla de horror y,
bueno, horror, cuando ella, al fin, había logrado armarse de valor para...
Se le iluminó la bombilla. Los artículos de Kenzi eran de los jueves, e informaban
de lo ocurrido —de lo que ella había provocado— los miércoles.
Y rememoró sus palabras, que Caleb había oído: «Las tardes de los miércoles y los
sábados libres».
Pintaba mal. La cosa pintaba fatal. Iba a tener que andarse con ojo.
El Lexus todoterreno se puso en marcha y Miranda oyó, mezclada con el sonido
del aire acondicionado, la discusión que mantenía la pareja que iba en su interior. Al
volante, la mujer le gritaba a su marido —«¡No me mientas! ¡Sé que has estado con
ella!»— y pisaba el acelerador a fondo, y, entretanto, la niña de los tirabuzones y su
familia se disponían a cruzar el paso de cebra que estaba justo...
Más tarde, nadie supo decir qué había pasado exactamente. El coche iba directo
hacia la familia y su pequeña pero, un segundo después, se produjo un torbellino y la
niña y sus padres aparecieron en el bordillo, perplejos pero sanos y salvos.
Antología Noches de baile en le infierno
~106~
Mientras observaba al todoterreno alejarse, Miranda sintió la inyección de
adrenalina que siempre la invadía cada vez que actuaba sin pensar y salvaba a
alguien. Era adictivo como una droga.
Y peligroso como una droga, se recordó.
«Me parece que deberías comprarte un diccionario. Esto no es lo que "andarse con
ojo" significa.»
Pero no había sido para tanto. Tan sólo una voltereta y un pequeño empujón.
Nada que ver con una gran maniobra estratégica.
«No deberías haberlo hecho. Era demasiado arriesgado. No eres invisible,
¿sabías?»
Pero nadie se había percatado de nada. Todo en orden.
«Por esta vez.»
A Miranda le habría gustado saber si todo el mundo tenía una voz en la cabeza
que reproducía permanentemente el canal Autocrítica.
«De todas formas, ¿qué pretendes? ¿Te parece que puedes salvar a todo quisque?
¿Recuerdas que ni siquiera pudiste...?»
A callar.
—¿Perdona? —preguntó una voz de niña, y, asustada, Miranda se dio cuenta de
que estaba hablando a viva voz.
La niña era tan alta como Miranda pero más joven, de catorce años, tal vez, e iba
vestida como si hubiese estado estudiando los vídeos de Madonna para asegurarse
de que, en caso de que volvieran a ponerse de moda las camisetas de malla, los
guantes cortados, el pelo alborotado, la raya gruesa en los ojos, las pulseras de goma,
las faldas cortas con medias de red y las botas de caña alta, ella estaría preparada.
—Disculpa —le dijo Miranda—. Hablaba para mí.
Lo cual no se correspondía con el comportamiento de la persona madura y
trabajadora que se suponía que era.
—Ah —la niña le dio el cartel en el que se leía «Cumean»—. Pues esto es tuyo. Y
esto también —agregó, ofreciéndole una cajita.
Miranda aceptó el cartel pero no la cajita.
—Eso no es mío.
—Yo creo que sí es tuyo. Y yo. Es decir, porque yo soy Sibby Cumean —señaló el
cartel.
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Miranda se metió la cajita en el bolsillo y le abrió la puerta trasera del coche a la
niña. ¿Qué clase de padres permitían que una extraña recogiese a su hija de catorce
años a las ocho de la tarde?
—¿Puedo ir delante?
—Los clientes prefieren ir detrás —contestó Miranda, con voz profesional.
—Ya. Lo que quieres decir es que tú prefieres que vayan detrás. ¿Pero qué pasa si
a mí me apetece ir delante? Los clientes siempre tienen razón, ¿no?
La empresa 5Ds Luxury Transport debía su nombre a una serie de principios que
su dueño, Tony Bosun, había prefijado: diligencia, discreción, deferencia, disposición
y, lo más importante, dinero. A pesar de que Miranda sospechase que se debían a
una noche de borrachera, trataba de seguir aquellas normas a pies juntillas.
Interpretó como una deferencia acceder a la petición de su dienta y le abrió la puerta
delantera del coche.
La niña sacudió la cabeza.
—Da igual. Iré detrás.
Miranda se esforzó en sonreír. ¡Menudo día estaba teniendo! Su clienta vip era un
diablo enano, el chico de sus sueños iba a presentarse al baile con otra y el sargento
que le gustaba no sólo lo sabía, ¡sino que bromeaba con su novia sobre el tema!
Inmejorable.
Al menos, se dijo, las cosas no podían ir peor.
«No tientes a la suerte.»
A callar.
Sibby Cumean empezó a hablar tan pronto como abandonaron el aeropuerto.
—¿Desde cuándo trabajas en esto? —le preguntó a Miranda.
—Desde hace un año.
—¿Eres de aquí?
—No.
—¿Tienes hermanos?
—No.
—¿Y hermanas?
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—Eh... tampoco.
—¿Te gusta conducir?
—Sí.
—¿Tienes que llevar siempre puesto ese traje oscuro tan soso?
—Sí.
—¿Cuántos años tienes?
—Veinte.
—No me lo creo.
—Vale, dieciocho.
—¿Has hecho el amor alguna vez?
Miranda carraspeó.
—No me parece que ésa sea una pregunta apropiada.
Sus propias palabras le recordaron al señor Trope, el subdirector del internado,
quien, con una voz parecida, solía decirle que no estaba dispuesto a oír una nueva
excusa que explicase por qué llegaba tarde al recinto, que las normas tenían su razón
de ser y esa razón no era que ella pudiese saltárselas cuando le viniera en gana.
Hablando de lo cual, ¿pensaba decidirse de una vez respecto a qué iba a hacer el año
siguiente o, dejándose llevar por la irresponsabilidad, iba a despreciar la plaza que le
habían ofrecido diversas universidades de primera línea y provocar con ello que el
internado quedase mal y ella aún peor? Y ya que estaba con ello, ¿qué le estaba
pasando, dónde estaba aquella Miranda Kiss que iba a estudiar medicina y a salvar el
mundo, que era un orgullo para el internado y para sí misma, en lugar de una
perdida que iba por el camino de ser expulsada? ¿Era eso lo que quería, la jovencita?
Miranda conocía bien aquella voz. Desde noviembre, la oía una vez por semana
como mínimo
—Eres virgen —resolvió Sibby, como si hubiese comprobado algo que sospechaba
hace tiempo.
—Eso no...
—¿Y tienes novio, al menos?
—En este momento...
—¿Y novia?
—No.
—¿Amistades? No se te da muy bien hablar, por lo que veo.
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Miranda empezaba a entender por qué los padres de la niña habían preferido no ir
al aeropuerto a buscarla.
—Muchas amistades.
—Ya. Te creo. ¿Qué haces cuando tienes tiempo?
—Contestar preguntas.
—Por favor, no vuelvas a intentar ser graciosa, ¿vale? —Sibby se inclinó hacia
delante—. ¿Nunca has pensado en pintarte los ojos? Mejorarías bastante.
¡Deferencia!
—Gracias.
—¿Puedes avanzar un poco más?
—Estamos en un semáforo.
—Ya. Sólo un poco... Así está bien.
Por el espejo retrovisor lateral, Miranda vio que Sibby había bajado la ventanilla y
asomado por ella medio cuerpo para conversar con los jóvenes ocupantes de un Jeep
que estaba al lado.
—¿Adonde vais? —les preguntó Sibby.
—A hacer surf a la luz de la luna. ¿Te vienes, preciosidad?
—No soy una preciosidad. ¿Crees que parezco una preciosidad?
—Ah, no sabría decir. A lo mejor, si te quitaras la blusa.
—A lo mejor, si me dieras un beso.
Miranda aplastó el botón que cerraba la ventanilla abierta.
—Pero ¿qué haces? —protestó Sibby—. Casi me rompes la mano.
—Ponte el cinturón, por favor.
—Ponte el cinturón, por favor —repitió Sibby con tono burlón, mientras volvía a
sentarse—. Pero venga ya; sólo intentaba ser sociable.
—Bueno, pues hasta que lleguemos al destino, se acabaron las socializaciones.
—¿Tú te oyes hablar? Parece que tuvieras ochenta años en lugar de dieciocho —
Miranda vio por el espejo que Sibby tenía el ceño fruncido—. Diría que eres una
carcelera más que una conductora.
—Mi trabajo consiste en que llegues en punto y de una pieza. Si quieres, puedes
consultar el folleto que está en el bolsillo del asiento para comprobarlo.
—¿Y qué tiene de arriesgado que me besen unos chicos?
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—Millones de riesgos. ¿Y si tuviesen hongos invisibles en la boca? ¿Y si te diesen
el beso de la muerte?
—No existe eso del beso de la muerte.
—¿Estás segura?
—A ti lo que te pasa es que estás celosa porque yo sé divertirme y tú no. Virgen.
Miranda bizqueó pero logró mantener la serenidad y centrarse en las
conversaciones que tenían lugar en otros coches, en una mujer que le decía a alguien
que el jardinero estaba de camino, y en un chico que afirmaba con voz mística:
«Distingo a una persona misteriosa y desconocida que viene a buscarte; no sé si es
una mujer o un hombre». Por último, un tipo decía que iba a sacarse del medio a
aquella bestia inmunda, y que no le importaba que fuese el perro favorito de su
madre...
La interrumpieron los gritos de Sibby.
—¡Jolines, hamburguesas! Tenemos que parar.
¡Disposición!
Miranda accedió a que Sibby pidiera lo que quisiese sin bajarse del coche, y luego
se arrepintió cuando oyó que Sibby le decía al tipo que la atendía:
—¿Tengo descuento si te doy un beso?
—Oye, dime la verdad: ¿a ti dónde te educaron? ¿Por qué quieres besar al primer
desconocido que se te ponga delante? —le preguntó Miranda.
—No hay muchos chicos en el sitio del que vengo. Además, ¿qué más da que sean
desconocidos? Besarse es genial. En el avión, me besé con cuatro chicos. Espero llegar
a los veinticinco antes de que acabe el día.
Cuando le dieron la hamburguesa, añadió a esa lista a los dos empleados que se la
habían servido.
—¿Están todas las hamburguesas así de ricas? —dijo, una vez que volvieron a la
carretera.
Miranda la observó por el espejo retrovisor.
—¿Es que nunca has tomado una hamburguesa? ¿Dónde vives?
—En las montañas —respondió Sibby apresuradamente, y Miranda captó un leve
incremento de su ritmo cardiaco que la llevó a pensar que mentía y, aún más, que no
estaba acostumbrada a hacerlo. Lo cual, pensándolo bien, era bastante improbable,
en especial, lo de que no estuviese acostumbrada, teniendo en cuenta que estaba
como loca con los integrantes del sexo masculino. Sus padres no debían de dejarla
salir y...
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«No es asunto tuyo», se recordó Miranda. Discreción.
Mientras duró el viaje, Sibby quiso los besos de otros cuatro chicos. Les quedaba
un kilómetro para llegar al lugar convenido, y Miranda ya estaba soñando con que se
acabara aquella carrera. Sin embargo:
—¡Jolines, donuts! —chilló—. ¡Una pastelería que vende donuts! Siempre he
querido probar los donuts. ¿Podemos parar? ¡Por favor, por favor, por favor, por
favor!
Acumulaban un retraso que se acercaba a la hora, pero Miranda no podía negarle
a nadie un donut. Ni siquiera a alguien que decía aquello de «jolines, donuts». Al
aparcar divisó a un grupo de chicos sentados en el interior y decidió que sería
peligroso permitir que Sibby se les acercara, ya que ello supondría perder otros
cuarenta minutos.
—Iré yo. Tú espérame aquí —dijo.
Pero Sibby también los había visto.
—Ni de broma. Yo también voy.
—Mira, o te quedas sentadita en el coche, o los donuts se quedarán sentaditos en
la pastelería, ¿estamos?
—No creo que ése sea un modo correcto de hablarle a una clienta.
—Tienes todo el derecho de usar mi teléfono para poner una queja mientras me
esperas. ¿Te vale así?
—Bueno. Pero, al menos, podrías bajar la ventanilla de mi puerta.
Miranda no supo qué hacer.
—Abuelita, te prometo que me quedaré sentadita en el coche, pero es que no
quiero asfixiarme aquí dentro. Jolines.
Cuando Miranda volvió al coche, Sibby estaba sentada en el vano de la ventanilla
con las piernas fuera, consagrada a besarse con un chico rubio.
—Perdona un momento —dijo Miranda, dándole una palmada en el hombro al
chico en cuestión.
Él se volvió y la miró de arriba abajo.
—Qué pasa, guapa. ¿Tú también quieres un beso? Con esos labios que tienes,
seguro que conseguimos algo que valga la pena. Fíjate: ni siquiera tendrás que
pagarme un dólar.
—Gracias, pero no —y miró a Sibby—. Creía que habíamos quedado en que...
—... me quedara sentadita en el coche. Si me miras bien, te darás cuenta de que no
te he desobedecido.
Antología Noches de baile en le infierno
~112~
Miranda se volvió para que Sibby no la viese sufrir una crisis nerviosa.
Al rato, le dio los donuts y se sentó en el asiento del conductor. Una vez que Sibby
estuvo sentada en su asiento, Miranda la miró a los ojos a través del retrovisor.
—¿Le has dado dinero para que te diera un beso?
—¿Y qué? —replicó Sibby—. A muchas no nos caen los besos gratis —se había
enfadado—. Y tú apenas tienes tetas. Hasta yo tengo más que tú. No tiene sentido.
Tras lo cual guardó silencio y hasta olvidó los donuts. De vez en cuando, profería
un suspiro trágico.
Miranda comenzó a apiadarse de ella. A lo mejor se había portado como una
abuelita. Observó la tapa de Cómo conseguir un chico ¡y besarlo!, que estaba en el
asiento del copiloto. «Puede ser que estés celosa porque ella, siendo cuatro años más
joven que tú, ha besado a más chicos en un solo día que tú en toda tu vida, aun en el
caso de que te pongas silicona y vivas varios siglos.»
A callar, canal Autocrítica.
Se esforzaría en ser agradable, en darle conversación.
—¿Cuántos besos has logrado hasta ahora?
Sibby seguía con la vista fija en el regazo.
—Diez —respondió, y levantó la mirada para añadir—: Pero pagué por seis, nada
más. Y a uno sólo le di un cuarto de dólar.
—Bien hecho.
Miranda advirtió que Sibby adoptaba un gesto de sospecha, como si creyese que le
estaban tomando el pelo y luego desestimara la idea y prefiriese contentarse con los
donuts.
—¿Te importa si te hago una pregunta? —dijo después de un rato.
—¿Y me pides permiso a estas alturas?
—Oye, no te hagas la graciosa. Se te da fatal.
—Gracias por sincerarte. ¿Querías preguntarme algo más o...?
—¿Por qué no has querido darle un beso al chico de antes? ¿Al que quería besarte?
—Supongo que porque no era mi tipo.
—¿Y tu tipo cuál es?
Miranda pensó en el sargento Reynolds: ojos azules, barbilla partida, cabellos
abundantes y rubios, y surf matutino a diario. El tipo de chico que siempre llevaba
gafas de sol o que, en su defecto, te miraba con los ojos entrecerrados, el tipo de chico
demasiado sofisticado para sonreír. Luego se imaginó a Will con su piel morena, coAntología
Noches de baile en le infierno
~113~
lor sirope de arce, el cabello negro y rizado, la enorme sonrisa aniñada, y aquellos
músculos abdominales, que se tensaban cada vez que, tras haberse sacado la
camiseta, hablaba con sus compañeros de equipo después del entrenamiento de
lacrosse, brillando al sol, propagando su risa por el ambiente y haciendo que Miranda
sintiese lo mismo que sentía cuando veía la mantequilla fundirse sobre unos gofres
cocinados en su punto.
Tampoco era que sistemáticamente se encaramase al tejado del laboratorio de
biología marina para presenciar aquello. (Una vez por semana.)
—No tengo un tipo definido. Creo que me importa más lo que siento —dijo
Miranda, al fin.
—¿Con cuántos te has besado? ¿Con cien?
—Oh, no.
—¿Doscientos?
Miranda notó que se le subían los colores y deseó que Sibby no lo percibiera.
—A ver si lo adivinas.
Llegaron al lugar en que Sibby debía bajarse una hora y quince minutos tarde. Fue
la primera vez que Miranda acumulaba tanto retraso en una sola carrera.
Cuando le abrió la puerta, Sibby le preguntó:
—¿Crees que darle un beso al chico que es tu tipo es muy distinto de dárselo a
cualquiera?
—No sabría qué decir.
Miranda se quedó sorprendida de lo mucho que la aliviaba saber que ya no
tendría que seguir contestando preguntas, que no le haría falta reconocer delante de
aquella niña que, en realidad, no tenía ni idea.
El lugar parecía una residencia segura para testigos amenazados puesta por el
gobierno, pensó Miranda, llevando a Sibby hacia la puerta. Era la viva imagen de la
definición que dan los diccionarios de «soso», emparedada como estaba entre una
casa en la que Blancanieves y los siete enanitos representaban la natividad, y otra que
tenía un juego de columpios en colores rosas y naranjas. Lo único que llamaba la
atención de la casa eran las gruesas cortinas que cegaban las ventanas del frente y la
robusta valla de madera, de un metro ochenta de altura, que cerraba el jardín. La
calle estaba llena de ruidos —Miranda oyó el chisporroteo de las barbacoas,
conversaciones, la versión china de la película La Bella y la Bestia—, pero ninguno
procedía de la casa, como si ésta estuviese aislada.
Captó un leve zumbido que procedía del costado, semejante al del aire
acondicionado pero no igual. Levantó la vista y descubrió que el tendido eléctrico no
Antología Noches de baile en le infierno
~114~
pasaba por aquella casa. Ni tampoco la línea de teléfono. El zumbido se debía a un
generador. Quienquiera que viviese allí, no se había conectado al mundo. En
resumidas cuentas: era un lugar bastante íntimo, siempre que íntimo implique
también escalofriante y reconcentrado en sí mismo.
¿Y la mujer que abrió la puerta? Exactamente eso, escalofriante y reconcentrada en
sí misma, pensó Miranda.
Llevaba los canosos cabellos recogidos en un moño flojo e iba vestida con una
falda larga y un jersey suelto. Podría tener cualquier edad comprendida entre los
treinta y los sesenta años, y las aparatosas bifocales con montura plástica que le
aumentaban el tamaño de los ojos y le cubrían la mitad de la cara no hacían más que
reforzar esa indefinición. Parecía completamente inofensiva, como una profesora que
hubiese dedicado su vida a cuidar a un pariente mayor y que, en secreto, soñara con
los brazos del señor Rochester, de Jane Eyre.
O algo parecido. Como si aquél fuese el aspecto que deseaba tener. Sin embargo,
había gato encerrado, un pequeño detalle que no encajaba, que no estaba bien.
«Y-A-Ti-Qué-Te-Importa.»
Miranda se despidió, aceptó la propina de un dólar —«Habéis tardado demasiado,
querida»— y se alejó de allí.
Cuando estaba a media manzana de distancia, clavó los frenos, viró en redondo y
volvió a toda velocidad.
«¿Pero tú qué estás haciendo?», se preguntó a sí misma. Pero en vano, porque ya
se encontraba en lo alto del árbol que se levantaba en el jardincillo en que
Blancanieves y los siete enanitos representaban la escena del nacimiento de Jesús,
mirando la casa en la que había dejado a Sibby.
«Ya oigo lo que le vas a contar a la poli: "Sí, oficial, sabía que me estaba metiendo
en propiedad privada, pero la mujer me pareció muy sospechosa porque llevaba
pestañas postizas".»
A lo cual se añadía aquel disfraz, escalofriante y reconcentrado en sí mismo.
Aquello olía mal. Y además, el agujero en la nariz, para un pendiente. Y, como
colofón, la manicura sutil.
«¡Tal vez no sea un agujero, lo de la nariz, sino un poro muy grande! ¿Y por qué
no iba a hacerse la manicura?»
Aquella mujer no era quien parecía ser.
Antología Noches de baile en le infierno
~115~
«¿Esto va de ayudar a alguien o de tener una excusa para no aparecer en la fiesta
y, de ese modo, no tener que ver a Will con la cara metida en el voluminoso y
suave...?»
A callar, Autocrítica.
«Iba a decir cabello.»
No tenía ninguna gracia, la vocecita de marras.
«Y tú no tienes valor.»
Había dos chicos en el jardín trasero, sentados a una mesa de picnic con un libro
entre ellos, ambos vestidos con camiseta, pantalones color caqui y sandalias Teva,
uno con gafas de montura negra y el otro con barba de tres días. Parecían dos
cretinos de universidad jugando a Dragones y mazmorras, impresión que ganó enteros
cuando uno de ellos dijo:
—Así no es. El libro de normas dice que ella no puede ver su propio futuro, sólo el
de los demás. Ya sabes, como los genios, que no pueden cumplir sus deseos.
Sin embargo, desentonaba el hecho de que cada uno de ellos tuviese un enorme
rifle automático apoyado en la mesa, así como las dianas dispuestas a lo largo de la
valla.
«¿Y qué? Están armados, pero son unos cretinos. A lo mejor son los
guardaespaldas de Sibby. Vete a casa. A Sibby no le haces falta. Se encuentra
perfectamente.»
Si se encontraba perfectamente, ¿por qué no estaba allí fuera, intentando besar a
los cretinos?
Miranda hizo un esfuerzo para distinguir cualquier sonido que procediera de la
casa, pero le quedó claro que las paredes tenían que estar aisladas. En aquel
momento, una pareja, formada por una mujer que fumaba espasmódicamente y un
hombre, salió por una puerta corredera y se quedó en el patio, lejos de los cretinos.
Miranda estuvo a punto de caerse del árbol cuando comprobó que aquélla no era
otra que la mujer reconcentrada en sí misma, sólo que sin las gafas, la falda y el
jersey, y con los cabellos sueltos.
«Lo que no tiene por qué significar nada.»
—Todavía tenemos que lograr que la niña nos indique el lugar, Byron —susurró la
mujer.
—Nos lo dirá.
—Pues todavía no lo ha hecho.
—Ya te lo he dicho. Aunque yo no pueda obligarla a hablar, el jardinero sí podrá.
Es muy bueno en ese tipo de cosas.
Antología Noches de baile en le infierno
~116~
—No me gusta que haya venido con un socio. Ese no era el trato —repuso la
mujer—. ¿Con la niña van a...?
El hombre llamado Byron la interrumpió.
—Olvida eso y cállate. Tenemos compañía —señaló a los cretinos, que se les
estaban acercando.
La mujer aplastó el cigarrillo contra la suela del zapato y le dio una patada.
—¿Ella está bien? —preguntó el cretino barbado, sin aliento, pronunciando «ella»
con gran énfasis.
—Sí —le aseguró el hombre—. Ella está recuperando fuerzas después de la terrible
experiencia.
Oh, no era posible que estuviesen hablando de Sibby. ¿Terrible experiencia? No
podía ser.
—¿Ella ha dicho algo? —preguntó el cretino con gafas.
—Ella se limitó a trasladar lo agradecida que está por encontrarse en este lugar —
afirmó el tal Byron.
Miranda resopló.
—¿Podremos verla, a ella? —quiso saber el cretino barbado.
—Sí, una vez que haya tenido lugar la transición.
En una especie de modorra feliz, los dos cretinos se alejaron a ritmo de paseo, y
Miranda juzgó que aquélla era la situación más estrafalaria con la que se hubiese
encontrado.
Pero, en cualquier caso, parecía demostrarse que Sibby no corría peligro. Estaba
claro que aquella gente la adoraba, a ella. Lo que significaba que había llegado el momento
de...
—Sí, al jardinero se le da bien arrancar cosas.
—¿Qué cosas?
—Dientes, uñas..., articulaciones. Así logra que la gente hable.
... el momento de ir en busca de Sibby.
—Ponlas arriba —dijo el cretino con gafas—. Es decir, las manos.
Antología Noches de baile en le infierno
~117~
Al tipo le temblaban tanto las manos que Miranda temió que se le disparara el
arma. No le quedaba otro remedio que obedecer.
—¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió él con un tembleque en la
voz igual al de las manos.
—Sólo quería verla a ella un poco —contestó, con la esperanza de que sus palabras
no desentonaran con lo que había visto.
El entrecerró los párpados.
—¿Cómo sabías que ella está aquí?
—Me lo dijo el jardinero, pero escalé al árbol para descubrir en qué lugar exacto se
encuentra ella.
—¿A qué organización perteneces?
«Sabía que esto iba a acabar mal. ¿Y ahora qué, listilla?»
Miranda alzó una ceja y dijo:
—¿Que a qué organización pertenezco? —repuso, y luego tiró el anzuelo—. Oye,
te recordaría si te hubiese visto alguna vez.
¡Había funcionado! El se quedó como si estuviese a punto de atragantarse. Jamás
volvería a dudar de Cómo conseguir un chico ¡y besarlo!, ¡nunca!
—Yo también me acordaría de ti —contestó él.
Acto seguido, Miranda le insufló una buena dosis de Sonrisa Encantadora y vio
que el pobre hombre volvía a tener problemas para tragar saliva.
—Si te doy la mano para saludarte, ¿me dispararás? —le preguntó.
Él se rió muy contento y bajó el arma.
—No —afirmó, tan contento, ofreciéndole una mano—. Me llamo Craig.
—Hola, Craig. Yo soy Miranda —respondió ella, tomándosela. Luego, con un solo
movimiento y sin hacer ni un ruido, lo tumbó y lo dejó fuera de combate.
Se quedó asombrada, mirándose la mano. Eso había estado muy bien.
«Ya que eres idiota y vas a jugártela, deberías hacer lo que has venido a hacer. O
sea que deja de mirar al tipo que acabas de dejar KO, ¿vale?»
Miranda se inclinó sobre el yaciente.
—Lo siento —murmuró—. Toma tres aspirinas cuando te levantes; te ayudarán a
sentirte mejor.
Dicho lo cual, bordeó la casa franca.
Antología Noches de baile en le infierno
~118~
Tenía que haber una ventana abierta, pues estaba oyendo voces, la de Byron
diciendo:
—¿Estás cómoda?
Y la de Sibby respondiéndole:
—No. No me gusta este sofá. Y no me creo que ésta sea la mejor habitación de la
casa. Parece el cuarto de la abuelita.
¡Vaya con la niña!
Miranda siguió el sonido de la voz de Sibby y se arrimó a una de las ventanas del
frente para espiar por entre las cortinas. Allí, en lo que parecía ser un cuarto de estar,
había un sofá, una silla y una mesa baja. Sibby estaba en la silla, de perfil, frente a un
plato de galletas de chocolate. Tenía buen aspecto.
El hombre se encontraba en el sofá, mirando a Sibby con una sonrisa.
—Y bien, ¿dónde se supone que vamos a dejarte? —le preguntó.
Sibby se comió una galleta.
—Te lo diré más tarde.
El hombre no perdió la sonrisa.
—Me gustaría saberlo, para poder planificar la ruta. No podemos ser
excesivamente cuidadosos.
—¡Jolines! Todavía faltan horas para que nos marchemos. Además, me apetece ver
la tele.
Miranda percibió que el corazón del hombre se aceleraba y vio que apretaba los
puños. Pese a ello, su tono de voz fue amable.
—Desde luego —dijo, y agregó—: Siempre y cuando me digas adonde te
llevamos.
Sibby lo miró con el ceño fruncido.
—¿Es que eres sordo? He dicho que más tarde.
—Lo mejor que puedes hacer es decírmelo ahora. De otro modo, siento decirte que
tendrá que venir otra persona. Alguien un poco más... enérgico.
—Vale. Mientras le espero, ¿puedo ver la tele? Dime que tenéis tele por cable. Si
no veo la MTV, esto va a ser un horror, ¡jolines!
El hombre tenía expresión de querer romper algo, y se volvió de repente. Miranda
oyó pasos que se aproximaban a la habitación desde el pasillo y, con ellos, el clásico
pulso chachachá. Dos segundos después, el sargento Caleb Reynolds entró por la
puerta.
Antología Noches de baile en le infierno
~119~
«¿Lo ves? Sibby no corre peligro. Está aquí la policía. ¡Lárgate!»
—¿Por qué nos retrasamos? —le preguntó Reynolds al hombre.
—Se niega a hablar.
—Estoy seguro de que cambiará de opinión —el ritmo cardiaco de Reynolds iba
en aumento.
Sibby lo miró.
—¿Quién eres tú?
—El jardinero —contestó Caleb.
Miranda decidió que aquello se estaba poniendo feo de verdad.
—Pues no me parece que el jardín esté muy allá —repuso Sibby.
—No soy un jardinero de ese estilo. Me llaman así porque...
—Mira, no me interesa lo más mínimo. Lo que sea que hagas, mago de las plantas,
me...
—Jardinero —corrigió él, cada vez más rojo.
—... me da igual, pero, como sabrás, tiene que venir a buscarme el capataz, de
modo que estás obligado a mantenerme con vida, ¿comprendes? Así que no se te
ocurra amenazarme con la muerte.
—No, no con la muerte. Con el dolor —se dirigió al otro hombre—. Ve a buscar
mis herramientas, Byron.
Mientras el aludido abandonaba la estancia, Sibby dijo:
—No voy a decirte nada.
El sargento Reynolds se le acercó y se inclinó sobre ella. Estaba de espaldas a la
ventana.
—Escúchame bien... —le dijo, y su pulso cardiaco se redujo de pronto.
Miranda atajó la situación: entró rompiendo el cristal y lo dejó inconsciente de una
certera patada en la nuca, tras lo cual le susurró en el oído que lo sentía por él, decidió
que no merecía que le diese el consejo de las aspirinas, cogió a Sibby, corrió con
ella hasta el coche, lo arrancó y salió a todo gas.
Antología Noches de baile en le infierno
~120~
—Ni siquiera le dio tiempo a saber que estabas allí —dijo Sibby—. Jamás sabrá
quién lo atacó.
—De eso se trataba.
Miranda había aparcado el coche en las cercanías de un edificio de mantenimiento
abandonado, perteneciente a las líneas ferroviarias Amtrak, situado junto a unas vías
viejas. Era imposible verlo desde la calle.
Aquél era el lugar al que Miranda había empezado a ir hacía siete meses para
probar sus alocados superpoderes e intentar maniobras que jamás podría practicar
en ningún otro lado... El roller derby estaba bien para ganar agilidad, equilibrio,
potencia y fuerza, pero en los entrenamientos no se estilaba el judo avanzado. Ni
tampoco el uso de armas.
Divisó las marcas que había dejado en su último ejercicio con la ballesta en la
pared lateral del edificio, y también, en el suelo, el trozo de vía al que le había hecho
un nudo el día después de que Will la rechazase. Nunca había visto a nadie por allí, y
estaba segura de que, mientras estuvieran en el coche, nadie iba a molestarlas.
—¿Dónde has aprendido a dejar a la gente fuera de combate de esa manera? —
preguntó Sibby, repantigada en el asiento trasero—. ¿Me enseñas?
—No.
—¿Por qué no? Sólo un movimiento de nada.
—Ni de broma.
—¿Por qué le dijiste que lo sentías después de tumbarlo?
Miranda se dio la vuelta para mirarla.
—Ahora es mi turno de hacer preguntas. ¿Quién quiere matarte y por qué?
—¡Jolines, no lo sé! Podrían ser mil personas distintas. No es como crees que es.
—¿Y entonces cómo es?
—Complicado. Pero si esperamos hasta las cuatro de la madrugada, tendré un
sitio en el que esconderme.
—Todavía faltan seis horas.
—Sí, lo que significa que aún tengo tiempo para diez besos más.
—Sí, claro. ¿Qué otra cosa ibas a hacer cuando alguien intenta asesinarte que salir
por ahí y darte el lote con todos los extraños que te encuentres por la calle?
—No querían asesinarme, sino raptarme. Estás equivocada. Pero vamos, quiero
divertirme. Divertirme con chicos.
—No es el momento para eso.
Antología Noches de baile en le infierno
~121~
—Oye, que seas miembro fundador de Abajo la Diversión S.A. no implica que el
resto del mundo lo sea.
—No soy miembro fundador de Abajo la Diversión S.A. Me gusta divertirme.
Pero...
—Aguafiestas.
—... como comprenderás, la idea de pasear por ahí mientras miles de personas
distintas están intentando raptarte no me suena a divertido. Me suena, por el
contrario, a manera inmejorable de entrar en el Libro Guinness de los records bajo el
título de «Las más estúpidas del mundo». Por no hablar de los inocentes viandantes
que podrían verse envueltos en el asunto en el momento en que te secuestren.
—Si es que me secuestran. Además, a los viandantes yo no les importo.
Miranda volvió a mirar hacia delante, frustrada.
—Por eso precisamente son inocentes viandantes. Andan por la calle sin saber
quién eres tú, y eso puede resultar peligroso.
—Entonces está claro que deberías alejarte de mí. En serio, aunque no haya nada
que me guste más que pasarme seis horas en un baño apestoso teniéndote a ti por
única compañía, opino que sería más seguro para ambas que fuésemos a algún lado.
A la heladería por la que pasamos hace un rato, por ejemplo. ¿Te fijaste en los labios
del chico que atendía la barra? Era un verdadero monumento. Déjame allí, y asunto
arreglado.
—No irás a ninguna parte.
—¿Ah, no? ¿Oyes este sonido? Soy yo, abriendo la puerta.
—¿Ah, sí? ¿Y tú oyes este otro? Soy yo, poniendo el seguro.
Miranda miró por el retrovisor y vio que los ojos de Sibby relampagueaban.
—Eres muy mala —le dijo Sibby—. Seguro que te ocurrió algo horrible que explica
que seas tan mala.
—No soy mala. Sólo intento mantenerte a salvo.
—¿Estás segura de que lo haces por mí? ¿No será que escondes un esqueleto en el
armario? Como cuando te...
Miranda encendió la radio y subió el volumen.
—¡Apaga eso! Estaba hablando yo, y además soy la clienta.
—Ya no.
—¿Qué le pasó a tu hermana? —gritó Sibby a pleno pulmón.
—No sé de qué me hablas —gritó Miranda por toda respuesta.
Antología Noches de baile en le infierno
~122~
—Mentira.
Miranda no dijo nada.
—Antes te pregunté si tenías una hermana y casi te pones a llorar —le gritó Sibby
en el oído—. ¿Por qué no me hablas un poco de eso?
Miranda bajó el volumen de la radio.
—Tendrás que darme tres buenas razones.
—Te aliviará. Nos dará un tema de conversación mientras estamos aquí. Y si no
me lo cuentas, intentaré adivinarlo.
Miranda apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, consultó su reloj y miró por la
ventanilla.
—Ya puedes empezar.
—¿Le diste tanto el coñazo que se marchó? ¿La aburriste tanto que se marchó? ¿O
la espantaste con el palo gigantesco que te guardas en el trasero?
—Venga, anímate, sigue así, dando donde duele.
—A lo mejor he sido mala. Perdona —dijo Sibby.
Miranda guardó silencio.
—No tienes un palo guardado en el trasero. Porque, si lo tuvieras, no podrías
conducir, ¿verdad? ¡Ja, ja!
Silencio.
—Quiero decir, que eres tú la que ha empezado. Con lo del seguro de la puerta.
Tengo catorce años y no tenías por qué hacer eso.
Más silencio.
—Ya te he pedido perdón —Sibby suspiraba, se revolvía—. Pues bueno. Sigue
callada.
El silencio continuó. Luego, de pronto y sin motivo, Miranda dijo:
—Murieron.
Sibby se enderezó al instante y se pegó al asiento delantero.
—¿Quiénes? ¿Tus hermanas?
—Todos. Toda mi familia.
—¿Por algo que hiciste?
—Si. Y por algo que no hice. Eso creo.
Antología Noches de baile en le infierno
~123~
—Vaya, eso que dices no tiene mucho sentido. ¿Cómo puede ser que no hacer
algo...? Espera un momento: ¿que eso crees? No sabes muy bien lo que ocurrió, ¿no?
—No recuerdo nada de esa época de mi vida.
—De ese día, querrás decir.
—No. De ese año. Ni tampoco del año siguiente. Entre los diez y los doce años, lo
cierto es que apenas conservo ningún recuerdo. Y también tengo otras lagunas.
—¿Quieres decir que te duele demasiado como para recordarlo?
—No... sencillamente que no está. Sólo me quedan impresiones. Y las pesadillas.
Pesadillas espantosas.
—¿Cómo qué, por ejemplo?
—Como que no estaba donde debía estar y pasó algo y le fallé a todo el mundo...
—se interrumpió y agitó la mano.
—Es decir, ¿que crees que podías haber evitado lo que les sucedió? ¿Tú sola? ¿Con
cuatro años menos que yo?
Miranda notó que se le estaba formando un nudo en la garganta. Nunca le había
contado a nadie ni un detalle de la verdadera historia, ni de pasada, ni siquiera a
Kenzi. Jamás. Tragó saliva.
—Podría haberlo intentado. Sé que podría haberlo intentado.
—¡Jolines! Esto se está convirtiendo en una especie de fiesta de la lástima. ¡Uf!
Despiértame cuando hayas acabado.
Miranda le clavó la mirada por el retrovisor.
—Te he dicho que no quería tocar el tema, pero tú has seguido insistiendo hasta
hacerme hablar, y ahora resulta que te pones en plan «no me cuentes tus rollos» —
protestó, tragando saliva de nuevo—. Eres una especie enana de...
—¡Pero si ni siquiera sabes lo que pasó! ¿Por qué tienes que sentirte tan mal por
ello? Además, no entiendo de qué modo llegas a la conclusión de que fue culpa tuya.
No estabas allí y sólo tenías diez años. Opino que deberías dejar de obsesionarte con
esos misterios de la antigüedad y vivir el momento a tope.
—Disculpa, ¿acabas de recomendarme que viva el momento... a tope?
—Sí, ya sabes. Entierra el pasado e intenta concentrarte en el presente. Como, por
ejemplo, en la canción que está sonando ahora mismo por la radio. Da asco. O,
también, en el hecho de que estamos en una ciudad abarrotada de chicos guapos a
los que no estoy besando —Miranda tomó una ruidosa bocanada de aire, pero, antes
de que pudiera hablar, Sibby continuó—: Ya sé, ya sé que les pides perdón a los tipos
Antología Noches de baile en le infierno
~124~
a los que noqueas porque nunca pudiste pedírselo a tu familia, y también que quieres
protegerme a mí porque no pudiste protegerlos a ellos. Lo he captado.
—Las cosas no son así. Yo...
—Bla, bla, bla. No me vengas con evasivas. Por otra parte, ¿por qué protegerme
tiene que significar quedarme sentada aquí durante toda la noche? ¿Es que no
podemos ir a algún lado en lugar de escondernos? Se me da muy bien pasar
desapercibida. Puedo ser casi invisible, si quiero.
—Ah, sí, casi invisible, lo que me faltaba por oír. Sobre todo con esa pinta de «ha
llamado Madonna y quiere que le devuelvan el vestido que llevó en el vídeo de
Borderline».
—Bravo, aguafiestas. Anda, vamos a algún sitio.
La cabeza de Miranda giró ciento ochenta grados.
—A ver si te queda claro. Alguien-Está-Intentando-Matarte.
—Eso-No-Es-Cierto. Puedes repetirlo tantas veces como quieras, pero no es
verdad. No pueden matarme. En serio que te hace falta pulir esa obsesión que tienes
con gente que se mata. Voy a serte muy sincera: me aburro. ¿Qué emisora es esa que
tienes en la radio? ¿Los Cuarenta Machacones? Mira, yo no voy a aguantar seis horas
aquí metida ni de broma.
Miranda tenía que darle la razón. Si se quedaban allí, sería ella misma la que
asesinaría a Sibby.
En ese momento se le ocurrió el sitio perfecto al que podían ir.
—¿Quieres pasar desapercibida? —le preguntó.
—Sí. Entre chicos.
—Tíos —replicó Miranda.
—¿Cómo?
—Una mujer normal que viva en este siglo los llama tíos, no chicos. Adelante, pasa
desapercibida, anda.
Sibby se quedó impactada. Luego, sonrió.
—Desde luego. Sí. Tíos.
—Y no digas «desde luego», di «claro, guay» o algo así. A no ser que estés
hablándole a un adulto.
—Claro, guay.
—Y lo de «jolines» es mejor que lo olvides.
—¿He dicho yo...?
Antología Noches de baile en le infierno
~125~
—Pues claro que sí. Y también algo aún más nefasto: «a tope». Eso es de paletos.
—Oye, espera.
—Yo no espero nunca. Ah, y tampoco les ofrezcas dinero a los tíos para que te den
un beso. Besarte ya es regalo suficiente.
Sibby frunció el ceño.
—¿Por qué has decidido ayudarme? Ni siquiera te caigo bien.
—Porque sé lo que es estar lejos de casa, sola, intentando encajar en algún lado. Y
también lo que es no poder contarle a nadie lo que eres de verdad.
Puso el coche en marcha y lo sacó a la calle.
—¿Alguna vez has matado a alguien con tus propias manos? —le preguntó Sibby,
tras unos minutos de silencio.
Miranda la miró por el retrovisor.
—Todavía no.
—Ja, ja.
—Estás loca —dijo Sibby cuando entraron. Tenía los ojos como platos—. Dijiste
que iba a ser un rollo. Pero esto no es un rollo. Es fantástico.
Miranda se estremeció. Se habían colado en el Grand Hall de la Sociedad Histórica
de Santa Bárbara por una puerta de emergencia, abierta para que quienes habían ido
a la fiesta pudiesen salir a colocarse, y, tras echar un vistazo general, Miranda pudo
comprobar los resultados de aquellos desvaríos. Las paredes de la sala estaban
cubiertas con una tela brillante de color azul con estrellas bordadas, las cuatro
columnas del medio tenían un sinnúmero de cintas rojas y blancas que las envolvían,
las mesas, arrinconadas y ocultas bajo banderas estadounidenses, estaban ocupadas
por peceras cuyos pececillos habían sido teñidos de rojo y azul, y, al fin, rodeándolo
todo, había una serie de reconstrucciones de los principales hitos del paisaje estadounidense
—como el monte Rushmore, la Casa Blanca, la estatua de la Libertad,
la Campana de la Libertad y el geiser Old Faithful— hechas a base de terrones de
azúcar. Cortesía del padre de Ariel West. El día anterior, Ariel había anunciado en la
reunión que, después de la fiesta, donarían el decorado a «la gente pobre de Santa
Bárbara, tan necesitada de azúcar».
Miranda no sabía por qué, si se debía a los globos que colgaban del techo y se
movían a un lado y a otro o a un presentimiento, pero empezó a sentirse intranquila.
Antología Noches de baile en le infierno
~126~
En cambio, Sibby había descubierto el paraíso.
—Recuerda: la mayoría de los tíos que ves por aquí han venido con sus
respectivas parejas, así que intenta ser sutil con el temita de los besos —dijo Miranda.
—Claro, guay.
—Y si te llamo, vienes.
—¿Qué soy ahora? ¿Tu perro? —viendo la mirada glacial de Miranda, Sibby
agregó—: Claro, guay, aguafiestas.
—Y si tienes la más mínima impresión de que algo va mal, entonces...
—... vengo y te lo digo. Entendido. Ahora ve a divertirte un poco. Ah, claro, pero
si no sabes cómo. En fin, el consejo que te doy es que, cuando no sepas qué hacer,
pregúntate: «¿Qué haría Sibby en mi lugar?».
—No tengo ganas de hacer el ridículo, ¿sabes?
Sibby estaba demasiado entretenida inspeccionando la sala como para
responderle.
—¡Vaya! ¿Quién es ese pedazo de hombre que está en aquella esquina? —
preguntó—. El que lleva gafas de sol.
Miranda buscó un pedazo de hombre alrededor, pero sólo encontró a Phil Emory.
—Se llama Philip.
—Holaaa, Philip —dijo Sibby, enfilando hacia allá.
Miranda escondió su bolsa de deporte debajo de una mesa y se mantuvo cerca de
una pared, entre la Casa Blanca y el geiser Old Faithful, en parte para tener a Sibby a
la vista pero también para evitar que nadie la reconociera. Se había cambiado de ropa
en el cuarto de baño para ponerse lo único que traía consigo, pero, pese a ser rojo,
blanco y azul, no creía que el uniforme del equipo de roller derby fuese una
indumentaria apropiada para la fiesta. En la bolsa siempre llevaba dos uniformes: el
de jugar en casa —camiseta sin mangas y escotada por la espalda, de color blanco
brillante, gorra azul y falda a rayas rojas, blancas y azules (si es que se le podía
llamar falda a algo que tenía escasos centímetros de largo y que había que llevar con
pantys)— y el de jugar fuera, que era igual pero con la camiseta de color azul. Había
optado por el blanco, que le parecía más formal, pero estaba segura de que no
combinaba demasiado bien con los zapatos negros del traje de chófer, los únicos que
tenía.
Llevaba un rato allí de pie, preguntándose por qué todos menos ella eran
totalmente capaces de moverse en la pista de baile sin horrorizar a nadie, cuando oyó
un par de corazones latiendo en los que reconoció a Kenzi y a Beth, que se le estaban
acercando.
Antología Noches de baile en le infierno
~127~
—¡Has venido! —exclamó Kenzi, dándole un gran abrazo. Una de las cosas que
Miranda adoraba de Kenzi consistía en que su amiga siempre actuaba como si
hubiese tomado éxtasis y era muy cariñosa, daba abrazos y nunca se avergonzaba de
nada—. Qué bien que estés aquí. Me daba mucha pena que no vinieras. Bueno, ¿estás
preparada para desembarazarte de las inseguridades de la juventud? ¿Lista para
adueñarte del futuro?
Kenzi y Beth se habían vestido como para adueñarse de lo que se les antojara,
pensó Miranda. Kenzi llevaba un ceñido vestido de color azul que le dejaba la
espalda al aire, y en ella se había pintado un ojo color zafiro. Por su parte, Beth lucía
una minifalda de satén rojo y, en el antebrazo, a modo de brazalete, una serpiente
dorada con rubíes en los ojos (o, al menos, Miranda asumió que eran rubíes, dado
que los padres de Beth eran dos grandes estrellas del panorama cinematográfico de
Bollywood). Mirándolas a ambas, la mayoría de edad parecía una maravillosa y
sofisticada fiesta con un pinchadiscos excelente y una restringidísima lista de
invitados.
Miranda estudió su uniforme de roller derby.
—Debería haber previsto que, en el momento de adueñarme de mi futuro, iba a
estar vestida como un espantajo.
—Qué va. Estás estupenda —dijo Beth, y de no ser porque Beth era una de esas
personas que no conocían el sarcasmo, Miranda habría tachado aquel comentario de
sarcástico.
—Es cierto —confirmó Kenzi—. Estás claramente en la liga de las NPL —lo cual
significaba «nacidas para ligar»—. Preveo grandes cosas en tu madurez.
—Y yo preveo que tienes una miopía galopante —profetizó Miranda. A lo lejos,
divisó a Sibby, que tiraba de Philip Emory para conducirlo a la pista de baile.
Miranda se volvió hacia Kenzi.
—¿Me consideras divertida o te parezco una aguafiestas, una abuelita, un coñazo?
—¿Aguafiestas? ¿Coñazo? —inquirió Kenzi—. ¿Pero qué dices? ¿Has vuelto a
golpearte la cabeza en el partido de roller derby.
—No, esto es serio. ¿Soy divertida?
—Sí —afirmó Kenzi, solemne.
—Sí —coincidió Beth.
—Excepto cuando te pones en plan BC —matizó Kenzi—. Y cuando tienes la regla.
Y cuando falta poco para tu cumpleaños. Bueno, pero recuerdo una vez que...
—Da igual —Miranda volvió a buscar a Sibby con la mirada y la descubrió
liderando una conga.
Antología Noches de baile en le infierno
~128~
—Era una broma —dijo Kenzi, tomando a Miranda del brazo—. Pues claro que
eres divertida. O sea, ¿qué otra persona se disfrazaría de Magnum en Halloween?
—Acuérdate de cuando entretuviste a los niños de la planta de oncología
representando Dawson Crece con figuritas de porcelana —agregó Beth.
Kenzi asintió.
—Es verdad. Hasta los niños enfermos de cáncer te consideran divertida. Y no son
los únicos.
Algo en el tono de voz de Kenzi hizo que Miranda empezara a preocuparse.
—¿Qué has hecho?
—Ha estado genial —dijo Beth.
Miranda se asustó.
—Dime.
—Nada, investigar un poco —contestó Kenzi.
—Investigar ¿qué?
Miranda se dio cuenta en aquel momento de que había palabras escritas en el
brazo de Kenzi.
—A Will y a Ariel —respondió Kenzi—. No están juntos.
—¿Se lo preguntaste?
—Hice una entrevista, digamos —repuso Kenzi.
—No, por favor. Dime que es una broma —de vez en cuando, tener por
compañera de habitación a alguien que aspiraba a ser periodista resultaba peligroso.
—Tranquila. Él no sospecha nada. Yo hice como si la cosa no fuera conmigo —
afirmó Kenzi.
—Magistral —juzgó Beth.
Miranda empezó a pensar en trampillas una vez más.
—En fin, el caso es que le pregunté por qué creía él que Ariel le había pedido que
la acompañase a la fiesta —consultó lo que tenía escrito en el brazo—. Dijo: «Para que
cierta persona tuviese celos». Por supuesto, yo le pregunté quién y él respondió:
«Qué más da. A eso es a lo que aspira, a dar celos». ¿No te parece muy agudo teniendo
en cuenta que es un tío?
—Es listo —terció Beth—. Y agradable.
Miranda les dio la razón con un gesto de cabeza y buscó a Sibby por la pista de
baile. Acabó por divisarla en una esquina oscura, con Philip. Pero hablando con él y
no besándolo. Por algún motivo, eso provocó que Miranda sonriera.
Antología Noches de baile en le infierno
~129~
—Gracias por haber averiguado todo eso —dijo Miranda—. Es...
—Pero todavía te queda por oír la mejor parte —contestó Kenzi—. Le pregunté
por qué pensaba venir a la fiesta con Ariel si no eran pareja y él dijo... —de nuevo,
tuvo que repasar las notas que tenía en el brazo—. Dijo: «Porque nadie me hizo una
oferta mejor».
—Con esa sonrisa tan bonita que tiene —le recordó Beth.
—Sí, lo dijo con esa sonrisa. Y me miraba a los ojos mientras lo dijo. ¡Estaba claro
que se refería a ti!
—Clarísimo —Miranda quería a sus amigas a pesar de sus delirios.
—Deja de mirarme como si acabara de hacer una paradita en la tienda de
lobotomías, Miranda —rezongó Kenzi—. No me equivoco. Le gustas y está libre.
Deja de pensar y ve a por él. Suerte y VAT.
—¿VAT?
—Vive a tope —señaló Beth.
Miranda se quedó sin aire.
—No puede ser —masculló.
—¿Qué? —preguntó Kenzi.
—Nada —Miranda meneó la cabeza—. Aunque esté solo, ¿qué te hace pensar que
Will quiere salir precisamente conmigo?
Kenzi la miró de reojo.
—Bueno, pues pasando por alto todas esas bobadas de que eres estupenda y lista
que tengo que decirte como tu mejor amiga que soy, ¿hace mucho que no te miras al
espejo?
—Ja, ja. Venga...
—¡Adiós! —intervino Beth, interrumpiéndola y llevándose a Kenzi consigo—.
¡Nos vemos más tarde!
—¡No lo olvides, VAT! —le recomendó Kenzi, alejándose—. ¡Cómetelo con
patatas!
—Pero ¿adonde...? —Miranda cerró la boca al oír un latido que venía de muy
cerca y se dio la vuelta.
A punto estuvo de darse de bruces contra el pecho de Will.
Antología Noches de baile en le infierno
~130~
—Hola —dijo él.
—¡Epa! —dijo ella. Dios. DIOS. ¿Es que no podía saludar de un modo más
normal? Gracias, Boca Atolondrada.
El levantó una ceja.
—No sabía que fueras a venir a la fiesta.
—Esto... Cambié de opinión a última hora.
—Estás muy guapa.
—Tú también —y mucho más, la verdad. Estaba como una ración doble de
pasteles de manzana y canela acompañada por un extra de beicon y croquetas de
patata y cebolla (supercrujientes). Era lo mejor que habían registrado los ojos de
Miranda.
Se dio cuenta de que estaba mirándolo con excesiva fijeza y, azorándose, apartó la
vista. Se produjo un momento de silencio. Y luego otro más. «No permitas que
supere los cuatro segundos», se recordó a sí misma. Debía de haber transcurrido al
menos un segundo, de manera que quedaban tres segundos, dos segundos... «¡Di
algo! Di...»
—¿Llevas puesto el pantalón de astronauta? —le dijo Miranda.
—¿Qué?
¿Cómo continuaba? Ah, ya se acordaba.
—Es que te has pasado el día dándome vueltas en la cabeza.
Will se la quedó mirando como si estuviese calculando qué talla de camisa de
fuerza le sentaría mejor.
—Me parece... —dijo, titubeando. Carraspeó varias veces y continuó—: Me parece
que la segunda parte de la frase es: «Es que tienes un culo que se sale de órbita».
—Ah. Así tiene sentido. Ya decía yo. Claro, es que leí en un libro que trata sobre
cómo gustarle a los tíos que esa frase nunca falla, pero entonces tuve que dejar de
leer y la frase anterior hablaba de mareos o algo así, de ahí lo de dar vueltas, así que
supongo que he mezclado la una con la otra... —él continuaba mirándola, y Miranda,
recordando otro de los consejos del libro («en caso de duda, hazle una oferta»), cogió
el primer cuenco que encontró a mano, se lo puso bajo la barbilla y le preguntó—:
¿Unos frutos secos?
Él estuvo a punto de sufrir un ataque. Volvió a carraspear vanas veces, tomó unos
cuantos frutos secos, devolvió el cuenco a la mesa, se le acercó casi hasta tropezar con
ella y dijo:
—¿De verdad has leído un libro sobre eso?
Antología Noches de baile en le infierno
~131~
Con tanto barullo, Miranda apenas podía percibir el sonido que producía el
corazón de Will.
—Sí, lo he leído. Porque, como es evidente, no se me da muy bien el tema. O sea, si
le das un beso a un tío y él se aparta de ti y te mira como si fueras un montón de
mocos, entonces es que no hay duda de que tienes que dedicarle tiempo a la sección
de autoayuda de las...
—Eres muy habladora cuando estás nerviosa —señaló él, todavía muy cerca.
—No, no es verdad. Eso es absurdo. Sólo estoy intentando explicarte que...
—¿Te pongo nerviosa?
—Pero si no estoy nerviosa.
—Estás temblando.
—Tengo frío. Apenas llevo ropa.
Los ojos de Will le recorrieron los labios y luego volvieron a mirarla de frente.
—Ya veo.
Miranda tragó saliva.
—Oye, tengo que...
El le agarró la muñeca antes de que pudiera levantar el vuelo.
—Ese beso que me diste fue el más excitante que me hayan dado nunca. Me aparté
de ti porque tuve miedo de perder el control y empezar a arrancarte la ropa a lo salvaje.
No me parecía que fuesen maneras de terminar nuestra primera cita. No
pretendía que te quedaras con la idea de que habías dejado de interesarme.
Ella estudió su expresión. Se produjo un nuevo silencio, pero esta vez Miranda no
se preocupó por su duración.
—¿Y por qué no me lo dijiste? —le preguntó, después de un rato.
—Lo intenté, pero, después de aquello, cada vez que te veía, tú te escapabas.
Pensaba que me estabas evitando.
—No quería pasar por una situación incómoda.
—Claro, porque no fue nada incómodo que, el miércoles, te escondieras detrás de
una planta cuando entré en el comedor.
—No me estaba escondiendo. Estaba... respirando. Ya sabes, oxígeno. El de la
planta. Es que emiten un aire muy oxigenado, la verdad.
«Mete la cabeza en un horno sin perder un instante.»
—Claro. No sé cómo no se me ocurrió pensarlo.
Antología Noches de baile en le infierno
~132~
—Es saludable. No hay mucha gente que lo sepa.
«Mete la cabeza en un horno, porque todavía la tienes A MEDIO HACER.»
—Entiendo. Estoy seguro de que...
—¿Hablabas en serio? —lo interrumpió Miranda—. ¿Decías en serio que te gustó
el beso?
—Sí. Me gustó mucho.
Las manos de Miranda temblaban. Se puso de puntillas y lo atrajo hacia sí.
En aquel instante, la música dejó de sonar, se encendió la luz de la salida de
emergencia y una vocecilla anunció por un altavoz: «Por favor, vayan
ordenadamente a la salida más cercana y abandonen el edificio de inmediato».
La muchedumbre que buscaba la puerta, guiada por cuatro hombres ataviados
con trajes protectores, empujó a Will y a Miranda hacia lados distintos. La voz de la
megafonía seguía repitiendo el mensaje, pero Miranda no le hacía caso, ni tampoco a
Ariel West, quien gritaba que alguien iba a tener que pagar el haberle estropeado la
noche, ni a un individuo que exclamaba que tío, aquél era el mejor modo de ponerle
la guinda a la fiesta, y que además estaba que se salía, macho. Miranda estaba atenta
al un, dos, tres, chachachá del corazón del sargento Reynolds, un tanto amortiguado
por el protector que le cubría el pecho. Aquello no era un simulacro.
—Es por nosotras, ¿verdad? —le preguntó Sibby, que había aparecido al punto
junto a Miranda—. Por eso han venido estos soldados de asalto. Por nosotras.
—Sí.
—Tenías razón. Debí haberme quedado escondida. Esto es culpa mía. No quiero
que le pase nada a nadie. Iré junto a esos tipos y me entregaré, y ellos tendrán que...
—¿Cómo? —estalló Miranda—. ¿Después de todo lo que he pasado? ¿Ahora que
sólo faltan tres horas? ¿Con lo bien que te has integrado en la fiesta? Ni de broma.
Esto no va a quedar así. Vamos a salir de aquí, ya lo verás.
Trataba de inspirar confianza, pero, en realidad, estaba aterrorizada.
«¿Qué diablos crees que vas a hacer?», inquirió el canal Autocrítica.
No tenía ni idea.
Sibby la miró, esperanzada.
—¿De verdad? ¿Tienes un plan de fuga?
Miranda tragó saliva, tomó aire y le contestó:
—Sígueme.
Y a sí misma se dijo: «Por favor, no me falles».
Antología Noches de baile en le infierno
~133~
Salió a la perfección. O casi. Había seis guardias bloqueando las salidas y otros
cuatro en la entrada principal, todos ellos registrando a la gente que abandonaba la
sala. Diez en total. Pertrechados con trajes protectores y máscaras, explicaban a todo
el mundo que se había producido una amenaza de bomba y que debían evacuar el
edificio a la mayor brevedad posible. Nadie se preguntó por qué llevaban armas
automáticas que, además, empleaban para empujar a la gente.
Nadie excepto el señor Trope, que se acercó a uno de ellos y le dijo:
—Oiga, joven, le ruego que, con mis chicos delante, oculten esas armas.
Eso fue suficiente para que el guardia se distrajera y que Miranda y Sibby se
infiltraran en el medio de la multitud.
Ya habían dejado atrás a la primera pareja de soldados y sólo les quedaban otros
dos por delante. En ese momento, Ariel gritó:
—¿Señor Trope? ¿Señor Trope? Mire, allí está ella, Miranda Kiss. Ya le dije que se
había colado en la fiesta. Está justo en el medio, allí. Tiene que...
—¿Dónde está? —preguntó el señor Trope, detrás de Miranda—. ¿Adonde ha ido?
No pienso abandonar aquí a nadie.
—Por favor, señor —le respondió un soldado—. Deben evacuar la sala sin pérdida
de tiempo. La encontraremos. No se preocupe.
Miranda, que lo había oído todo, pensó que si lograba salir con vida de allí se
portaría mucho mejor con el señor Trope. Claro, sólo si salía con vida.
Arrastró a Sibby hasta el geiser Old Faithful.
—Métete ahí. Ya —le ordenó.
—¿No será mejor que me esconda en la Casa Blanca? ¿Por qué me tengo que meter
en esta especie de volcán?
—Porque a lo mejor necesito parte de la Casa Blanca. Por favor, haz lo que te digo.
Si te metes ahí, no podrán encontrarte, aun en el caso de que tengan visión nocturna.
—¿Y tú qué vas a hacer? Vas vestida de un blanco muy visible.
—Que es el mismo blanco que el de la decoración.
—¡Vaya! Qué bien se te da. Esto sí que es estrategia. ¿Dónde has aprendido a...?
Miranda se estaba haciendo la misma pregunta. ¿Por qué, tan pronto como había
oído el anuncio de evacuación, su mente había empezado a medir la distancia que la
Antología Noches de baile en le infierno
~134~
separaba de las vías de salida, a identificar las armas o a vigilar la entrada principal?
Que sus sentidos funcionaran en piloto automático era un alivio, ya que significaba
que sus poderes estaban cooperando. Sin embargo, ¿era lo bastante fuerte para
enfrentarse a diez hombres armados? Hasta el momento, su mejor marca estaba en
tres atacantes, y sin ametralladoras.
—Dame tus botas —le dijo a Sibby.
—¿Para qué?
—Para quitar de en medio a unos cuantos enemigos y que podamos salir de aquí.
—Pero me gustan mucho estas...
—Dámelas. Y la pulsera de goma también.
Miranda colocó la trampa y, al ver que un guardia se acercaba, contuvo la
respiración.
—Columna sudoeste —le oyó decir por la radio portátil—. Tengo a una.
Luego, vio cómo el guardia apartaba las cintas con la culata de su arma.
—¿Pero qué es lo que...? —inquirió el guardia.
Entonces, Miranda le disparó el trozo de azúcar que había constituido la nariz de
George Washington sirviéndose del tirachinas que había construido con la pulsera de
Sibby y un tenedor. El tiempo que había invertido en afinar la puntería había dado
sus frutos, ya que el proyectil había alcanzado al guardia y lo había hecho echarse
hacia delante. Cayó de bruces y se quedó desorientado y atontado, suficiente para
que ella lo atase de pies y manos con las cintas de la columna.
—Lo siento muchísimo —le dijo, dándole la vuelta para taponarle la boca con un
panecillo, y luego sonrió—. Ah. Hola, Craig. No es tu día, ¿eh? Espero que no te
duela mucho la cabeza. ¿Cómo? ¿Que te duele? No te preocupes, el dolor remitirá.
Más tarde, cuando te desaten, frótate las muñecas y los tobillos con agua caliente.
Adiós.
Recogió las botas, que había situado en la base de la columna a modo de reclamo,
y advirtió que otro guardia venía en su dirección a toda prisa. Le lanzó una de las botas
a modo de disco, y sonrió satisfecha cuando oyó el ruido que hizo el cuerpo del
guardia al chocar contra el suelo.
Dos fuera de combate. Todavía faltaban ocho.
Mientras se disculpaba con el segundo, que había perdido el conocimiento —
resultaba esperanzador que las botas de caña alta sirviesen para algo—, la radio de
éste emitió el sonido de una voz:
—León, aquí el jardinero. ¿Dónde estás? Manten la posición. ¿Me recibes?
Antología Noches de baile en le infierno
~135~
Miranda estudió la radio y optó por hablar.
—Creía que te llamabas Caleb Reynolds, sargento. ¿A qué viene ese rollo del
jardinero? ¿No te gusta más «mago de las plantas», como te llama alguna amiga mía?
La radio chisporroteó. Luego se oyó la voz del sargento Reynolds.
—¿Miranda? ¿Eres tú? ¿Dónde estás? ¿Miranda?
—Aquí mismo —le susurró en el oído. Se había deslizado hasta allí sigilosamente
y, mientras él se volvía, le agarró el cuello con una mano y le presionó la garganta
con el tacón de la bota de Sibby.
—¿Con qué pretendes acuchillarme? —inquirió él.
—Lo único que te interesa saber es que va a dolerte mucho y que la herida se te va
a infectar si no me dices cuántos amigos han venido contigo y cuáles son vuestros
planes.
—Hay diez aquí y otros cinco en el exterior, vigilando las salidas. Pero yo estoy de
tu lado.
—¿Qué me dices, jardinero? No me llevé esa impresión cuando te vi en la casa.
—No me diste tiempo a hablar con la niña.
—Vas a tener que esforzarte un poco más. A mí no me engañas con esas tonterías.
—¿Tienes idea de quién es ella?
—¿Que quién es? Pues no.
El pulso de Reynolds se aceleró.
—Es una profeta de carne y hueso. La sibila cumana. Es una de las diez personas
que, uniendo sus fuerzas, pueden conocer y controlar el futuro del mundo.
—¡Vaya! Y yo que la creía una adolescente insoportable, un hervidero de
hormonas.
—La sibila actúa a través de diferentes cuerpos. O eso es lo que cree la gente con la
que trabajo. Delincuentes. Dicen que quieren protegerla, evitar que personas sin escrúpulos
se aprovechen de sus profecías, pero yo creo que su propósito es la
extorsión. Le oí decir a uno de ellos que, si la raptaban, podrían pedir una cifra de
ocho ceros en concepto de rescate —a medida que hablaba, su corazón iba latiendo
más despacio—. Mi trabajo consistía en averiguar dónde la iban a recoger, de modo
que ellos pudieran mandar a alguien allí con una pertenencia de la niña para
demostrar que estaba con nosotros y hacer que el capataz pagase el rescate.
A Miranda le pareció siniestro aquello de «una pertenencia de la niña».
—Pero tus planes eran otros —aventuró.
Antología Noches de baile en le infierno
~136~
—Están utilizando la vertiente religiosa del asunto como una tapadera bajo la que
esconder su codicia. Es asqueroso. Yo me preparé para desbaratar sus planes, pero
entonces —dijo, con voz agitada y el pulso cardiaco alcanzando cotas máximas—
apareces tú y lo complicas todo.
Miranda comprendió que el enfado de Reynolds no era fingido.
—¿Cómo pensabas desbaratar sus planes?
—Se suponía que yo debía lograr que la niña me dijese en qué lugar iban a
recogerla, ¿comprendes? Cuando tú te presentaste, yo iba a explicarle a la niña que
tenía que decir que iban a recogerla en cierto lugar que el destacamento encargado
del caso había elegido para detener a los tipos esos en cuanto aparecieran por allí.
Entretanto, debía conducir a la sibila a un lugar seguro en el que se produciría el
verdadero intercambio. Pero, insisto, llegaste tú y lo echaste a perder. Meses de
trabajo policial tirados por el retrete —sus latidos habían recuperado el ritmo normal.
Miranda lo soltó.
—Lo siento —le dijo.
Él se volvió con una expresión airada que pronto reemplazó por una media
sonrisa al ver la indumentaria de Miranda.
—Qué arreglada te has puesto —se mofó, y después añadió—: Oye, todavía
podemos reconducir la situación. ¿Tienes otro traje como ése?
—¿Otro uniforme de roller derbi? Claro. Pero no es del mismo color. Tira al azul.
—Eso no importa con tal de que se le parezca. Si las dos vais vestidas igual,
podremos convencerlos de que la sibila eres tú y, así, utilizarte de cebo y llevarla a
ella a lugar seguro.
Le explicó el resto del plan con rapidez.
—Aún sería mejor si nos pusiéramos las pelucas y las máscaras. Para redondear el
disfraz.
—Me parece bien. Perfecto. Ve a la entrada de servicio, por la que os colasteis. Hay
un guardia vigilando la puerta exterior, pero hay otra puerta a la izquierda que está
libre. Da a una oficina. Me encargaré de estos tipos y luego iré...
Dejó de hablar, levantó el arma y disparó una ráfaga. Volviéndose, Miranda vio
que había derribado a uno de los guardias.
—Nos ha visto juntos —se justificó él—. No puedo permitir que uno de esos
cabrones te capture o les cuente nuestro secreto a los demás. Los tendré distraídos
por aquí. Tú ve con la sibila, cambiaos y esperadme en la oficina.
Ya se había puesto en marcha cuando se le ocurrió una idea y se detuvo.
Antología Noches de baile en le infierno
~137~
—¿Cómo nos has encontrado? —le preguntó.
El ritmo cardiaco de Reynolds se ralentizó.
—Tu coche es fácil de seguir.
—Comprendo —repuso Miranda, y se marchó mientras oía a Reynolds decir por
la radio: «Una baja. Repito. Una baja».
Sibby estaba frenética.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Te han disparado?
—No. Creo que ya sé cómo saldremos de aquí.
—¿Cómo?
Miranda se lo explicó al tiempo que se cambiaban y, luego, ambas bordearon la
sala para dirigirse a la oficina. Mientras caminaban, oyó al sargento Reynolds
dándole órdenes a los guardias, manteniéndolos ocupados en rincones apartados de
la estancia, aconsejándoles cosas como: «¡No encendáis las luces! La oscuridad es
nuestra ventaja». En cierto momento, captó un gruñido de dolor, como si alguien
hubiese derribado a uno de los guardias. Estaba impresionada.
Llegaron a la oficina sin encontrarse con nadie. Sibby se sentó en la silla situada
tras la mesa. Miranda empezó a dar paseos cortos al ritmo que le marcaba el enorme
reloj de pared que presidía la oficina, a toquetear y sopesar objetos tales como un
cuenco de cristal, una caja con enseres de escritorio o una fotografía en la que podía
verse a un hombre, una mujer, dos niños pequeños y un perro, todos sentados en un
embarcadero con el crepúsculo de fondo. El perro llevaba puesta una gorra, como si
fuese uno más de la familia.
Una mano tapó el retrato.
—Miranda... Estoy aquí... Te estoy hablando...
Miranda dejó la fotografía sobre la mesa.
—Lo siento. ¿Qué me decías?
—¿Cómo sabes que no te ha engañado?
—Lo sé. Confía en mí.
—Pero si te equivocas...
—No me equivoco.
El reloj chasqueó. Miranda retomó sus paseos.
—Odio ese reloj —dijo Sibby.
Chasquido. Paseo. Sibby:
—No estoy segura de poder lograrlo.
Antología Noches de baile en le infierno
~138~
Miranda se detuvo y la miró.
—Pues claro que vas a lograrlo.
—Yo no soy valiente como tú.
—¿Cómo? Pero si eres tú la que ha besado ya a... ¿a cuántos? ¿Veintitrés?
—Veinticuatro.
—Has besado a veinticuatro en un solo día. Tienes valentía de sobra —Miranda
dudó un momento y agregó—: ¿Sabes a cuántos he besado yo en toda mi vida?
—¿A cuántos?
—A tres.
Tras dar un gritito, Sibby se echó a reír.
—¡Jolines! Ya sé por qué estás tan reprimida. O progresas un poco, o vas a tener
una vida muy triste.
—Gracias.
Dieciocho minutos después, el sargento Caleb Reynolds estaba junto a la puerta de
la oficina, espiándolas por una rendija. Le había costado un poco más de lo previsto
poner todo en orden, pero se sentía bien, confiado, y no le cabía duda sobre lo que
estaba a punto de suceder. Sobre todo viendo a las dos jóvenes vestidas con los
uniformes de las Bees, con aquellas faldas mínimas y las camisetas sin mangas, y
hasta con las máscaras y las pelucas. Eran idénticas entre sí, de no ser porque una iba
de azul y la otra de blanco. Como si fueran muñecas; sí, le gustaba considerarlas de
aquel modo. Eran sus muñecas.
Muñecas caras.
—¿Estás segura de que tus ganas de darle un beso no te están nublando el juicio,
Miranda? —estaba diciendo la muñeca azul.
—¿Y quién ha dicho que yo quiera darle un beso, eh, ladrona de besos? —
respondió la muñeca blanca.
—¿Y quién ha dicho que yo quiera darle un beso? —se burló la muñeca azul—.
Por favor. Deberías aprender a divertirte un poco. Vivir a tope.
—Seguro que aprendo en cuanto pueda librarme de ti, Sibby.
Antología Noches de baile en le infierno
~139~
La muñeca azul sacó la lengua, y estuvo a punto de hacer que Reynolds soltara
una carcajada. Eran muy guapas, aquellas muñecas, sobre todo cuando estaban
juntas.
—Ahora en serio —dijo la muñeca azul—. ¿Cómo sabes que podemos confiar en
él?
—Tiene sus propios planes —le explicó la muñeca blanca— y apuntan en la misma
dirección que los nuestros.
En aquel momento, Reynolds tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contener
una risotada. No sabía la muñeca hasta qué punto estaba en lo cierto, en especial, en
lo referente a sus propios planes.
Y tampoco sabía lo equivocada que estaba con respecto al resto.
Empujó la puerta hasta abrirla y las vio volverse con la ilusión de estar
contemplando a su salvador pintada en la expresión.
—¿Estás preparada, señorita Cumean?
La muñeca azul asintió.
—Cuida de ella —le recomendó la muñeca blanca—. Ya sabes lo importante que
es.
—Descuida. La dejaré en lugar seguro y regresaré a participar en la segunda parte
de la operación. No le abras la puerta a nadie que no sea yo.
—Entendido.
Reynolds regresó al cabo de un minuto escaso.
—¿Todo bien? ¿Sibby ya está a salvo?
—Ha ido a pedir de boca. Mis hombres estaban en donde debían estar. No ha
habido ningún problema
—Vale, pues ¿cuánto tenemos que esperar hasta que yo pueda salir de aquí?
El se le acercó y la arrinconó contra la pared.
—Cambio de planes —dijo.
—¿Cómo? ¿Es que has añadido una parte en la que me besas antes de que,
haciéndome pasar por Sibby, conduzca a los guardias a la emboscada que los SWAT
les tienen preparada?
A Reynolds le gustó el modo en que Miranda le sonreía mientras hablaba. Le dio
una caricia en la mejilla y dijo:
—No exactamente, Miranda —siguió acariciándola hasta tocarle el cuello.
—¿Pero qué estás dic...?
Antología Noches de baile en le infierno
~140~
Antes de que pudiera terminar, el sargento la aplastó contra la pared y la alzó en
vilo sujetándola por el cuello.
—Ahora sólo estamos tú y yo —dijo Reynolds, apretándole la garganta con más
fuerza—. Lo sé todo sobre ti. Quién eres. Qué es lo que puedes hacer.
—¿De verdad? —barbotó ella.
—De verdad, sí, princesa —Reynolds observó que los ojos de Miranda se
dilataban, que su víctima empezaba a atragantarse—. Sabía que lograría llamar tu
atención.
—No sé de qué estás hablando.
—Sé que tu cabeza tiene un precio. Miranda Kiss: se busca, viva o muerta. Mi plan
primigenio consistía en dejarte vivir durante un tiempo y capturarte más tarde, pero,
por desgracia, a ti se te ocurrió la gran idea de intervenir. Si te hubieras preocupado
de tus asuntos en vez de fijarte en los míos, princesa. Pero ahora no puedo permitir
que vuelvas a entorpecerme el camino.
—¿Te refieres a lo que te propones hacer con Sibby? Tú eres el que quiere
apropiarse del dinero. Tú traicionaste a esos tipos y les hiciste creer que compartías
su causa, al igual que has hecho con nosotras.
—Pero qué chica tan lista.
—¿Entonces me matas, la secuestras a ella y te quedas con el dinero? ¿Eso es todo?
—Sí. Como en el Monopoly, princesa. Permiso de paso y recaudación de
doscientos dólares. Sólo que en este caso son cincuenta millones. Por la niña.
—¡Vaya! —la sorpresa de Miranda no era fingida—. ¿Y cuánto te darán por mí?
—¿Muerta? Cinco millones. Pero viva vales más. Por lo visto, hay quien piensa
que eres una especie de supermujer, que posees superpoderes. Sin embargo, ahora ya
no hay tiempo para eso.
—Eso ya lo has dicho —balbució ella.
—No me digas que te estás aburriendo, Miranda—Reynolds cerró los dedos un
poco más—. Siento que no sea un final demasiado novelesco —afirmó, sonriente,
mirándola a los ojos mientras la estrangulaba.
Advirtió que a ella comenzaba a faltarle el aire.
—Ya que vas a asesinarme, ¿te importaría acabar de una vez? Está siendo
desagradable.
—¿Te refieres a lo que te hago con las manos? ¿O tiene que ver con la sensación de
que fracasas...
—No estoy fracasando.
Antología Noches de baile en le infierno
~141~
—... una vez más?
Ella le escupió en la cara.
—Sigues teniendo agallas. Eso es lo que admiro de ti. Creo que tú y yo habríamos
llegado lejos, pero, por desgracia, ya no hay tiempo para eso.
Ella presentó batalla una última ocasión, arañándole las manos con que le
atenazaba el cuello, los antebrazos, cualquier parte de su cuerpo, pero él no se
inmutó. Desesperanzada, dejó caer las manos.
Él se le acercó tanto que ella pudo olerle el aliento.
—¿Unas últimas palabras?
—Pues sí: Listerine contra el mal aliento. Te hace mucha falta.
Él se rió y le presionó el gaznate hasta que se le cruzaron las manos.
—Adiós.
Por un segundo, ella sintió que la mirada de su ejecutor le quemaba los ojos.
Después, él oyó un fuerte chasquido y notó que algo le golpeaba en la cabeza por
detrás. Trastabilló, soltó a la chica y perdió la consciencia antes de aterrizar en el
suelo.
Todavía sosteniendo el reloj, la muñeca azul pensó que él nunca sabría quién le
había golpeado.
Vestida con el uniforme azul, Miranda se deshizo del hombre al que le había
atizado con el reloj y corrió hacia Sibby. A sus muñecas todavía se abrazaban los aros
de unas esposas, y de cada uno de ellos colgaba un trozo de cadena. Le temblaban las
manos y los brazos.
Con sumo cuidado, levantó a la niña, inconsciente.
—Vamos, Sibby, abre los ojos.
No debía haber tardado tanto. El plan era sencillo: Sibby y ella intercambiarían su
identidad cambiándose los uniformes. Cuando, como Miranda esperaba, el sargento
Reynolds las traicionase, sería Miranda, disfrazada de Sibby, la que él entregaría a
sus hombres. Miranda acabaría con ellos y luego volvería a rescatar a Sibby.
Al menos, así debía haber sido.
—Venga, Sibby, arriba —dijo Miranda, tomando a la niña en brazos y echándose a
correr.
Antología Noches de baile en le infierno
~142~
Notaba el pulso de Sibby, pero era débil e irregular. Cada vez más débil. «Esto no
estaba previsto.»
—Despierta, Sibby —dijo, con voz quebrada—. Ya ha salido el sol.
Miranda no había calculado que se encontraría con los cinco gorilas de Reynolds
esperándola —¿no tendría que haber estado uno de ellos esperando fuera con el
coche en marcha?—, pero, en especial, no había previsto que la mujer a la que el
sargento había ido a buscar al aeropuerto tuviese los nudillos cubiertos de anillos de
metal. El puñetazo que ésta le había propinado a Miranda les había dado tiempo
para esposarla a una tubería mientras ella se recuperaba, así que había tenido que
noquearlos con una serie de certeras patadas y romper la cadena de las esposas para
liberarse, y eso había hecho que se retrasara más de la cuenta. Dándole al sargento
más tiempo del planeado para que se ensañara con el esófago de Sibby.
Mucho más.
Los latidos eran cada vez más frágiles, casi inaudibles.
—Lo siento muchísimo, Sibby. Tendría que haber llegado antes. Lo he dado todo,
pero no era capaz de romper las esposas, estaba muy atontada y... —Miranda no veía
con claridad y se dio cuenta de que estaba llorando. Tropezó, pero se recuperó y
siguió corriendo—. Sibby, no puede pasarte nada. No puedes dejarme así. Si no te
despiertas, te juro que jamás volveré a divertirme. Ni una sola vez —el pulso de la
niña era poco más que un rumor, y estaba pálida como un fantasma. Miranda sofocó
un sollozo—. Dios, Sibby, por favor...
Un temblor sacudió los párpados de Sibby, quien, al poco, recuperó el color en las
mejillas y el soniquete del ritmo cardiaco.
—¿Ha ido bien? —murmuró.
Miranda contuvo las ganas de abrazarla con todas sus fuerzas y tragó el aparatoso
nudo que le atenazaba la garganta.
—Sí, bien.
—¿Le has...?
—Le he dado con el reloj, como pedías.
Sibby sonrió, le acarició la mejilla y cerró los ojos. No volvió a abrirlos hasta que
estuvieron en el coche y empezaron a alejarse del edificio de la Sociedad Histórica. Se
incorporó y miró alrededor.
—¡Eh! Estoy en el asiento de delante.
—Sólo por esta vez —le explicó Miranda—. No te acostumbres.
Antología Noches de baile en le infierno
~143~
—Vale —Sibby estiró el cuello y giró la cabeza a un lado y a otro—. Era un plan
estupendo. Cambiarnos los uniformes de modo que te confundieran conmigo y no se
anduvieran con contemplaciones.
—Todavía no deben de saber qué ha ocurrido —Miranda se arremangó—. He roto
la cadena, pero no puedo quitarme los aros de las esposas.
Por algún motivo, Miranda pensó en lo que le había dicho Kenzi durante el baile:
«¿Estás preparada para desembarazarte de las inseguridades de la juventud? ¿Lista
para adueñarte del futuro?».
—¿Qué ha pasado con el mago de las plantas?
—He dejado un mensaje anónimo en el contestador de la policía diciendo dónde
pueden encontrarle a él y a los guardias a los que les disparó. A estas alturas, estará
yendo de camino a la cárcel.
—¿Cómo estabas tan segura de que él intentaba engañarnos?
—Siempre sé cuándo alguien está mintiendo.
—¿Cómo?
—Fijándome en varias cosas. Pequeños gestos. Pero, en esencia, fijándome en el
ritmo al que les late el corazón.
—¿Porque, cuando mienten, el corazón les late a más velocidad?
—Depende del caso. Primero debes fijarte en cómo reaccionan cuando están
siendo sinceros, y luego podrás saber en qué momento mienten. Al sargento se le
reducía el rimo cardiaco cada vez que mentía, como si su corazón quisiese ir con más
cuidado.
Sibby la miró con atención.
—¿Puedes oír los latidos del corazón de cualquiera?
—Oigo muchas cosas.
Sibby estuvo un rato meditando.
—Cuando el mago de las plantas me estaba estrangulando me llamó princesa. Y
dijo algo así como que había gente que te cree una especie de supermujer.
Miranda notó que se le hinchaba el pecho.
—¿Eso dijo?
—Y también que tu cabeza tenía precio. Que te buscan, viva o muerta. Sin
embargo, siento decir que valgo diez veces más que tú.
—No fanfarronees.
—¿Entonces es cierto? ¿Eres una supermujer?
Antología Noches de baile en le infierno
~144~
—A lo mejor resulta que te has quedado sin oxígeno en el cerebro, pero lo cierto es
que las supermujeres sólo están en los cómics. Son una invención. Yo soy real, soy
una persona como otra cualquiera.
Sibby resopló.
—Perdona pero tú no eres nada normal. Eres una neurótica y no tienes remedio —
hizo una pausa—. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Eres o no eres una
princesa con superpoderes?
—¿Y tú eres una profetisa sagrada que sabe todo lo que va a ocurrir?
Sus miradas se encontraron. Ninguna de las dos dijo nada.
Sibby se desperezó y se despatarró sobre el asiento, y Miranda subió el volumen
de la radio. Ambas sonreían.
Tras unos cuantos kilómetros, Sibby dijo:
—Me muero de hambre. ¿Por qué no paramos a tomar una hamburguesa?
—Sí, pero como tenemos un horario que seguir, nada de besar a desconocidos.
—Sabía que dirías eso.
Sentada en el coche, Miranda observó cómo la lancha motora desaparecía en el
horizonte. Sibby se había marchado. «No tienes tiempo para relajarte —se dijo a sí
misma—. Es posible que el sargento Reynolds vaya a la cárcel, pero todavía puede
hablar, porque sabes que te mintió cuando le preguntaste cómo te había encontrado,
lo que implica que hay alguien en el internado que sabe algo, y además está lo de la
recompensa que se ofrece por tu captura...»
Su teléfono móvil comenzó a sonar. Alargó un brazo, cogió la chaqueta del traje,
que estaba en el asiento del copiloto, e intentó introducir la mano en el bolsillo
interior, pero descubrió que el aro de las esposas que tenía en la muñeca le
dificultaba la operación. Así las cosas, levantó la chaqueta y la sacudió.
Descolgó en el último momento.
—Hola.
—¿Miranda? Soy Will.
El corazón se le paró.
—Hola —sintió un súbito pudor—. ¿Te lo... pasaste bien en la fiesta?
—Sí, por lo menos hasta cierto momento. ¿Y tú?
Antología Noches de baile en le infierno
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—Pues también, por lo menos hasta cierto momento.
—Te estuve buscando tras lo de la amenaza de bomba, pero no te encontré.
—Ya, es que me encontré en una situación un tanto peliaguda.
Se produjo un silencio, que ambos rompieron a la vez.
—Tú primero —dijo él.
—No, tú —repuso ella, y ambos se troncharon de risa.
—Oye —dijo él—, no sé si pensabas venir a la casa de Sean para seguir la fiesta.
Está aquí todo el mundo. Hay mucho ambiente. Pero...
—¿Pero qué?
—Me preguntaba si no preferirías ir a desayunar unos gofres. ¿En Waffel House?
¿Tú y yo?
Miranda olvidó que le hacía falta respirar.
—Eso sería fantástico —respondió, pero, recordando de pronto que no debía
mostrar tanto entusiasmo, agregó—: Sí, eso estaría bien, supongo.
Will se rió con aquella risa capaz de fundir la mantequilla.
—Yo también creo que sería fantástico —dijo.
Tras colgar, Miranda comprobó que le temblaban las manos. Iba a desayunar con
un chico. Y no sólo con un chico, sino con Will. Un chico que se salía de órbita y que
la consideraba excitante.
«Y también una loca. No sé qué dirá cuando te vea con esas esposas.»
Intentó, una vez más, arrancarse los aros con la mano, pero todo fue imposible. O
bien no eran esposas corrientes, o tumbar a diez tipos en una sola noche —o, más
bien, a ocho, dado que a dos de ellos los había tumbado dos veces— la había dejado
sin fuerzas. Qué interesante, aquello de que pudiese quedarse sin fuerzas. Tenía
mucho que aprender de sus poderes. Pero más tarde.
En aquel momento, tenía media hora libre para ingeniárselas y quitarse los aros de
las esposas. Comenzó a devolver a su lugar todas las cosas que habían caído de la
chaqueta y, al parar el coche, vio una cajita que no recordaba.
Era la que Sibby le había dado al conocerse... ¿De verdad que sólo habían pasado
ocho horas desde entonces? Le había dicho algo extraño, que Miranda recordó de repente.
«Yo creo que si es tuyo», había dicho, enfática, entregándole la caja y el cartel
que llevaba su nombre.
Miranda abrió la cajita. En su interior, envuelta en un trozo de terciopelo negro,
estaba la llave de las esposas.
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«¿Lista para adueñarte del futuro?»
Sí, iba a intentarlo.