viernes, 17 de julio de 2009

infierno

Infierno

«Igual que dos ángeles,

amándose por siempre»

Parece como si ella fuera la líder, pero se comporta con la despreocupación infantil propia de una niña, aunque sus ojos guardan tantos secretos que ya son imposibles de contar. Él camina algo más atrás de ella, con las manos entrelazadas y una sonrisa suave en su perfecto rostro inmaduro; un niño que nunca crecerá dejándose llevar por una niña que no lo es del todo.

Ella no parece sobrepasar los trece años, tiene el pelo castaño y los ojos rojos, igual que un demonio, pero la cara demasiado hermosa para no parecer adorable. Sonríe aún más cuando mira a su acompañante, manteniendo un paso ligero, grácil, infantil. La risa le brilla en el rostro, el regodeo se muestra en una mueca y no puede evitar ser feliz. Él es prácticamente idéntico, con los ojos un tanto más oscuros, la piel igual de pálida y la gracilidad igual de innata. Sólo la observa fijamente a ella, con una sonrisa que no acaba de empezar y la paz rodeándolo con un deje de autosuficiencia.

Llevan juntos demasiados años, demasiados siglos, tanto, tanto tiempo que ya ni siquiera se puede contar.

Ella sigue siendo preciosa y cruel, él sigue siendo tranquilo y desinteresado. Y siguen juntos, sin separarse, el resto de su larga existencia.

Van caminando juntos, de la mano, sin preocuparse porque el infierno se desata a su alrededor, mirándose fijamente, preguntándose cuánto vale el autocontrol. Asombrosamente hermosos, infantilmente letales.

(Alec ciega a un niño —porque eso es para él— que mira demasiado a Jane; Jane le sonríe a una chica que los —lo— observa fijamente y ésta comienza a gritar).

—Te quiero, Alec.

Y Jane lo suelta de repente, casi como sin venir a lugar, apartando la mirada repentinamente de aquella despreciable chica; no es nada nuevo para ella y Alec tampoco, pero es algo que nunca se cansa de observar. Alec se decide a dejar salir su sonrisa y se le forman dos hoyuelos e las mejillas, insoportablemente hermoso, abrumadoramente perfecto.

—Yo también te quiero, Jane. Te quiero mucho.

Los ojos de ella refulgen, la mirada se le agita, los labios se le aprietan.

—¿Me vas a querer siempre?

Alec no puede evitarse la sonrisa.

—Siempre. Incluso cuando vayamos al Infierno.

Jane comienza a reírse, con una vocecita aguda, de bebé, infantil, dulce. Monocorde, en cierta manera. Se le oscurece el rostro repentinamente y sin pedir perdón ni permiso, se lanza sobre lo que más quiere en el mundo, y lo besa, lo toma, lo toca. Alec no tarda en responder y ella no se sorprende; siempre ha sido así, pero nunca puede dejar de soltar un ronroneo por lo bajo cuando él le toca en la parte baja de la cintura, justo como hace cuando no puede aguantarse mucho más.

(Y hay rostros a medias que los observan, cuerpos que se congelan y un olor a muerte en el aire, pero no se detienen).

—Siempre, siempre —Murmura Jane, porque nunca se cansa de repetirlo y Alec nunca se cansa de escucharla, de afirmárselo.

Se miran a la vez, justo cuando él entra en ella, y se sonríen, maliciosamente cómplices. Hace tiempo que están en el Infierno, pero no es tan malo si te llevas lo que más quieres a él.

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